—Eres consciente —dijo E. D—, de que lo que acabamos de ver es el fin de Perihelio.
Y en cierto sentido muy real así era. Aparte de interpretar la información que recibiéramos de los replicadores, Perihelio como agencia espacial civil estaba acabada. La reducción ya había empezado, y con fuerza. La mitad del personal de apoyo había sido despedido. La gente técnica se marchaba más lentamente, atraída por las universidades o las grandes empresas de contratas.
—Pues que así sea —dijo Jason, haciendo gala de lo que era o bien la ecuanimidad innata de un Cuarto o una hostilidad largo tiempo suprimida hacia su padre—. Hemos hecho el trabajo que teníamos que hacer.
—¿Y te quedas ahí tan pancho y me das tu veredicto así? ¿A mí?
—Creo que es cierto.
—¿Y no importa que me haya pasado la vida construyendo lo que acabas de destruir?
—¿Importar? —Jason reflexionó, como si E. D. le hubiera hecho una pregunta de verdad—. Al final de todo, no, no creo que importe.
—Jesús, ¿qué te ha ocurrido? Si cometes un error de esta magnitud…
—No creo que sea un error.
—… deberías asumir la responsabilidad por ello.
—Creo que ya lo he hecho.
—Porque si fracasa, serás al que culpen.
—Lo entiendo.
—Al que quemarán.
—Si llega el caso.
—No puedo protegerte —dijo E. D. —Nunca has podido —dijo Jason.
Volví a Perihelio con él. En aquellos días Jase conducía un coche alemán de células de energía; un coche poco común, ya que la mayoría de nosotros seguía conduciendo coches de motor de gasolina diseñados por gente que creía que no había un futuro por el que preocuparse. Los trabajadores de la ciudad pasaban zumbando al lado nuestro en los carriles de alta velocidad, apresurándose para poder llegar a casa antes de que oscureciera.
Le dije que quería dejar Perihelio y establecerme con una consulta propia.
Jase se quedó en silencio durante unos instantes, vigilando la carretera, el aire caliente rielaba sobre el asfalto como si el calor hubiera derretido la definición del mundo. Y entonces dijo:
—Pero no tienes por qué, Tyler. Perihelio debería durar unos cuantos años más por su cuenta, y tengo influencia suficiente para mantenerte en nómina. Puedo contratarte a título privado, si es necesario.
—Ése es el meollo de la cuestión, Jase. No es necesario. Siempre me sentí un poco infraempleado en Perihelio.
—¿Quieres decir que te aburres?
—Sería agradable sentirme útil, para variar.
—¿No te sientes útil? Si no fuera por ti, estaría en una silla de ruedas.
—No fui yo. Fue Wun. Todo lo que hice fue inyectarte el tratamiento.
—De eso nada. Me cuidaste durante mi agonía. Y eso es algo que aprecio. Además… necesito alguien con quien hablar, alguien que no esté intentando comprarme o venderme a mis espaldas.
—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación de verdad?
—Sólo porque haya capeado una crisis médica no significa que no vaya a haber otra.
—Eres un Cuarto, Jase. No tendrás necesidad de ver a un médico hasta dentro de otros cincuenta años.
—Y las únicas personas que saben eso de mí son Carol y tú. Lo que es otra razón por la que no quiero que te vayas. —Titubeó—. ¿Por qué no te sometes tú al tratamiento? Date otros cincuenta años, como mínimo.
Supongo que podía. Pero cincuenta años más nos enterrarían profundamente en la heliosfera del sol en expansión. Sería un gesto fútil.
Preferiría ser útil ahora mismo.
—¿Estás completamente decidido a marcharte?
—E. D. me hubiera dicho quédate. E. D. hubiera dicho que tu trabajo es cuidar de Jason.
E. D. hubiera dicho muchas cosas.
—Completamente, sí.
Jason aferró el volante y se quedó contemplando la carretera como si viera allí algo infinitamente triste.
—Bueno —dijo—. Entonces todo lo que puedo hacer es desearte suerte.
El día que me fui de Perihelio el personal auxiliar me convocó a una de las salas de juntas que ahora veían poco uso para una fiesta de despedida, donde me dieron el tipo de regalos apropiados a una empresa en desaparición: un cactus en miniatura en una maceta de terracota, una taza de café con mi nombre, un alfiler de corbata de peltre con la forma de un caduceo.
Jason apareció en mi puerta esa noche con un regalo más problemático.
Era una caja de cartón atada con cordel. Contenía, cuando la abrí, cerca de medio kilo de documentos impresos en letra pequeña y seis discos ópticos sin etiquetar.
—¿Jase?
—Información médica —dijo—. Puedes considerarlo un libro de texto.
—¿Qué tipo de información médica?
Sonrió.
—De los archivos.
—¿De los archivos marcianos?
—Sí, técnicamente sí. Pero Lomax convertiría en secreto de Estado el número de teléfono 911 si creyera que se podría salir con la suya. Aquí hay información que podría arruinar a Pfizer y Eli Lilly. Pero a mí no me parece un asunto de seguridad nacional preocupante. ¿Y a ti?
—No, pero…
—Ni tampoco creo que Wun hubiera querido que se mantuviera en secreto. Así que he estado repartiendo trocitos de los archivos en silencio, de aquí y allá, entre la gente en la que confío. No tienes que hacer nada con ello. Puedes mirarlo, ignorarlo, archivarlo… lo que quieras.
—Genial. Gracias, Jase. Un regalo por el que me podrían arrestar.
Su sonrisa se ensanchó.
—Sé que harás lo correcto.
—Sea lo que sea eso.
—Ya lo sabrás. Tengo fe en ti, Tyler. Desde el tratamiento…
—¿Qué?
—Parece que veo las cosas con más claridad —dijo.
No me lo explicó, y al final metí la caja en mi maleta como una especie de suvenir. Estuve tentado de escribir recuerdos en ella.
La tecnología de replicadores era lenta incluso comparada con la terraformación de un planeta muerto. Pasaron dos años antes de que tuviéramos algo parecido a una respuesta por parte de las cargas que habíamos esparcido entre los planetesimales en los confines del sistema solar.
Los replicadores estaban muy ocupados ahí fuera, sin embargo, apenas afectados por la gravedad del sol, haciendo aquello para lo que estaban diseñados: reproducirse milímetro a milímetro y siglo a siglo, siguiendo instrucciones escritas en su equivalente superconductor del ADN. Con tiempo y un suministro adecuado de hielo y elementos carbonosos acabarían por llamar a casa. Pero los primeros satélites detectores que se pusieron en órbita más allá de la membrana del Spin regresaron a la Tierra sin haber registrado ninguna señal.
Durante esos dos años me las arreglé para conseguir un socio (Herbert Hakkim, un afable médico de origen bengalí que había terminado su período de interno el mismo año en que Wun visitó el Gran Cañón), y conseguimos el traspaso de una consulta de San Diego de un médico de medicina general que se jubilaba. Hakkim era franco y amistoso con sus pacientes pero no tenía una verdadera vida social y parecía que lo prefería así: rara vez nos reuníamos fuera del horario de trabajo, y creo que la pregunta más personal que me hizo nunca fue que por qué llevaba dos teléfonos móviles encima.
(Uno, por las razones normales y corrientes; el otro, porque el número que tenía asignado era el último que le había dado a Diane. No sonó nunca. Ni tampoco yo intenté volver a contactar con ella. Pero si desactivaba el número, ella no tendría forma de volver a ponerse en contacto conmigo, y eso me parecía… bueno, me parecía que estaba mal.)
Me gustaba mi trabajo, y en general me gustaban mis pacientes. Vi más heridas de arma de fuego de las que jamás hubiera esperado, pero ésos eran los años duros del Spin; la curva nacional de homicidios y suicidios había empezado a dispararse hacia la vertical. Eran años en los que parecía que todo el que tuviera menos de treinta años vestía de uniforme: de las fuerzas armadas, de la Guardia Nacional, de Homeland Security, de fuerzas privadas de seguridad, e incluso de los scouts y guías domésticos para los productos intimidados de una tasa de natalidad decreciente. Años en los que Hollywood empezó a producir como rosquillas películas ultraviolentas o ultrarreligiosas en las que, sin embargo, el Spin nunca era mencionado explícitamente; el Spin, como el sexo y las palabras para describirlo, habían sido desterradas del «discurso de los medios de entretenimiento» por el Concejo Cultural de Lomax y la Comisión Federal de Comunicaciones.