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Le pregunté si Diane les llamaba alguna vez.

—Diane dejó de hablar con Carol mucho antes de que muriera Wun. No, no he oído ni una palabra de ella.

Entonces le pregunté por el proyecto de replicadores. En los periódicos no se había mencionado nada últimamente.

—No te molestes en buscar. El JPL está reteniendo los resultados.

Oí la infelicidad en su voz.

—¿Tan malo es?

—No son malas noticias del todo. Al menos no lo eran hasta ahora. Los replicadores hicieron todo lo que Wun habría esperado que hicieran. Cosas asombrosas, Tyler. Absolutamente asombrosas, y lo digo en serio. Ojalá pudiera mostrarte los mapas que hemos creado. Enormes mapas interactivos mediante software. Casi doscientas mil estrellas, en un anillo de espacio de cientos de años luz de diámetro. Sabemos más sobre la evolución estelar y planetaria que lo que jamás hubieran podido imaginar los astrónomos de la generación de E. D.

—Pero ¿no hay nada sobre el Spin?

—No he dicho eso.

—Y entonces, ¿qué habéis descubierto?

—Por ejemplo, que no estamos solos. En ese volumen de espacio hemos encontrado tres planetas rodeados por un vacío óptico y de tamaño similar al de la tierra, en órbitas habitables según estándares terrestres, o que lo eran en el pasado. El más cercano órbita alrededor de Ursa Majoris 47. El más lejano…

—No necesito los detalles.

—Si miramos a la edad de las estrellas involucradas y hacemos unas cuantas suposiciones plausibles, los Hipotéticos parecen emanar desde algún lugar en dirección al núcleo galáctico. Y hay otros indicadores, también. Los replicadores encontraron un par de enanas blancas; estrellas quemadas, básicamente, que se parecían al sol hace unos cuantos miles de millones de años; con planetas rocosos en órbitas que no deberían haber sobrevivido a la expansión solar.

—¿Supervivientes del Spin?

—Puede ser.

—¿Y son planetas con vida, Jase?

—No tenemos forma de saberlo. Pero no tienen membranas de Spin que los protejan, y su entorno estelar actual es absolutamente hostil para nuestros estándares.

—Y eso ¿qué significa?

—No lo sé. Nadie lo sabe. Pensábamos que seríamos capaces de hacer comparaciones más significativas según se expandiera la red de replicadores. Lo que hemos creado con los replicadores es en realidad una red neural a una escala inimaginablemente enorme. Hablan entre sí de la misma manera que las neuronas hablan entre sí, exceptuando que lo hacen a través de siglos y años luz. Una red de comunicaciones más grande que cualquier otra cosa que la humanidad haya construido. Recopilando información, editándola, enviándola…

—Entonces, ¿qué ha salido mal?

Parecía como si le doliera decirlo:

—Puede que sea la edad. Todo envejece, incluso los códigos genéticos altamente protegidos. Puede que estén evolucionando más allá de nuestras instrucciones. O…

—Sí, vale, pero ¿qué ha ocurrido, Jase?

—La información que recibimos disminuye. Nos llegan datos fragmentarios y contradictorios procedentes de los replicadores que están más alejados de la Tierra. Eso puede deberse a muchísimas cosas. Si se están muriendo, puede que sea el efecto de algún defecto emergente en el diseño de su código. Pero algunos de los nodos de retransmisión que llevan mucho tiempo establecidos también empiezan a apagarse.

—¿Algo los está eliminando?

—Ésa es una conclusión demasiado apresurada. Aquí tienes otra idea. Cuando lanzamos esas cosas hacia la Nube de Oort creamos una ecología interestelar simple: hielo, polvo y vida artificial. Pero ¿qué pasaría si no fuéramos los primeros? ¿Y si la ecología interestelar no es simple?

—¿ Quieres decir que puede que haya otros tipos de replicadores ahí fuera?

—Pudiera tratarse de eso. Si es así, estarían compitiendo con los nuestros por los recursos disponibles. Quizá se usen los unos a los otros como recursos. Creíamos que enviábamos nuestros artefactos a un vacío estéril. Pero puede que ahí fuera haya una especie competidora.

—Jason… ¿crees que algo se los está comiendo?

—Es posible —dijo él.

La fluctuación volvió en junio y duró casi cuarenta y ocho horas antes de disiparse.

En agosto, cincuenta y seis horas de fluctuación y más problemas intermitentes con las telecomunicaciones.

Cuando volvió a empezar en septiembre nadie se sorprendió. Pasé la mayor parte de la primera noche con las persianas bajadas y viendo una película que había descargado la semana pasada. Una película vieja, de antes del Spin. La vi no por el argumento, sino por los rostros, por los rostros de la gente tal como eran en otros tiempos, gente que no habían pasado toda su vida con miedo al futuro. Gente que de vez en cuando hablaba de la luna o de las estrellas sin ironía ni nostalgia.

Entonces sonó el teléfono.

No mi teléfono personal, y no el móvil encriptado que me había enviado Jason. Reconocí el timbre de tres tonos al instante aunque no lo había oído durante años. Era audible pero débil… débil porque había dejado el móvil en el bolsillo de una chaqueta colgada en el armario del pasillo.

Sonó dos veces más antes de que lo sacara torpemente y dije:

—¿Hola?

Esperaba un número equivocado. Quería oír la voz de Diane. Lo quería y lo temía.

Pero era la voz de un hombre al otro lado de la línea. Simon, reconocí con desmayo.

—¿Tyler? —dijo—. ¿Tyler Dupree? ¿Eres tú?

Había recibido las suficientes llamadas de emergencia para reconocer la ansiedad en su voz.

—Soy yo, Simon. ¿Qué pasa?

—No debería estar hablando contigo. Pero no sé a quién más llamar. No conozco a ninguno de los médicos locales. Y está tan enferma. ¡Tan enferma, Tyler! No parece mejorar nada. Creo que necesita…

Y entonces la fluctuación cortó la comunicación y la línea se llenó de ruido.

4 x 10 9 d. C.

Detrás de Diane venía En y dos docenas de sus primos y un número similar de desconocidos, todos con destino al nuevo mundo. Jala los hizo pasar al interior. Luego deslizó la puerta de acero corrugado del almacén. La luz se atenuó. Diane me pasó el brazo por el hombro y la ayudé a caminar hasta un espacio relativamente limpio bajo una de las grandes lámparas de mercurio halogenado. Ibu Ina desenrolló un saco de yute para que Diane se tumbara.

—El ruido —dijo Ina.

Diane cerró los ojos tan pronto como estuvo horizontal, despierta, pero obviamente agotada. Le desabotoné la blusa y empecé a despegarla, con suavidad, de la herida.

—Mi maletín médico… —dije.

—Sí, por supuesto. —Ina llamó a En y lo envió al piso superior del almacén para que bajara las dos sacas, la mía y la suya—. El ruido…

Diane hizo una mueca de dolor cuando empecé a retirar el tejido empapado de la sangre semicoagulada de la herida, pero no quería medicarla hasta que no hubiera visto la extensión de la herida.

—¿Qué ruido?

—Exactamente —dijo ella—. Los muelles deberían ser ruidosos a estas horas de la mañana. Pero hay silencio. No hay ruido.

Alcé la cabeza. Tenía razón. Ningún ruido, excepto la cháchara nerviosa de los aldeanos minang y un tamborileo distante que era el sonido de la lluvia sobre el elevado tejado de metal.

Pero no era momento de preocuparse por eso. —Ve y pregúntale a Jala —dije—. Averigua qué es lo que ocurre.

—Es superficial —dijo Diane. Inspiró profundamente. Tenía los ojos fuertemente cerrados por el dolor—. Al menos creo que es superficial.

—Parece una herida de bala.

—Sí, los Reformasi encontraron el piso franco de Jala en Padang. Afortunadamente ya nos estábamos marchando. ¡Ag!