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—… con cualquier tiempo…

—… pero sin permiso de la autoridad portuaria…

—… sí, pero no hay ninguna autoridad portuaria… ¡mira!

El gesto de Jala era puramente retórico. Pero señalaba con su mano en dirección a los tanques de combustible y gas cerca de la entrada principal cuando uno de los tanques estalló.

No llegué a verlo. La onda expansiva me tiró al suelo de cemento y sentí el calor de la explosión en la nuca. El sonido fue ensordecedor pero llegó un instante después como un añadido de último momento. Rodé hasta quedar de espaldas tan pronto como puede moverme, los oídos me zumbaban. Los tanques de combustible para aviones, pensé. O cualquier otra cosa que almacenaran allí. Benceno. Queroseno. Gasolina o incluso aceite de palma sin refinar. El fuego debió de extenderse, o la incompetente policía abrió fuego en una dirección poco recomendable. Giré la cabeza para buscar a Diane y la encontré a mi lado, más perpleja que asustada. Pensé: no oigo la lluvia. Pero había sonido, perfectamente audible y mucho más temible: el ting de los escombros que caían a tierra. Esquirlas de metal, algunas de ellas ardiendo. Ting, cuando golpeaban contra el espigón o la cubierta de acero del Capetown Maru.

—Agachad las cabezas —gritaba Jala, su voz como procedente de debajo del agua, sumergida—: ¡Agachad las cabezas, todo el mundo, agachadlas!

Intenté cubrir el cuerpo de Diane con el mío. El metal ardiente caía a nuestro alrededor como granizo o se estrellaba con un chapoteo contra las aguas oscuras durante interminables segundos. Y entonces simplemente se detuvo. No caía nada excepto la lluvia, suave como el susurro de unos platillos resonantes.

Nos levantamos. Jala ya estaba empujando cuerpos por la pasarela, dirigiendo miradas temerosas a la llamas.

—¡Puede que no sea la única! ¡Subid a bordo, todos, vamos, vamos! —Hizo pasar a los aldeanos entre la tripulación del Capetown Maru que estaba ocupada extinguiendo fuegos sobre la cubierta y soltando amarras.

El viento sopló el humo hacia nosotros, ocultando la violencia en el puerto. Ayudé a Diane a subir a bordo. Se encogió de dolor a cada paso, y los vendajes de su herida empezaban a mancharse de sangre. Fuimos los últimos en subir la pasarela. Un par de marineros empezaron a retirar la estructura de aluminio en cuanto pasamos, las manos sobre los cabrestantes pero los ojos dirigiéndose hacia la columna de fuego en tierra.

Los motores del Capetown Maru trepidaron bajo la cubierta. Jala me vio y acudió a coger a Diane por el otro brazo. Diane se percató de su presencia y dijo:

—¿Estamos a salvo?

—No hasta que salgamos del puerto.

Por todas partes sobre las aguas verdigrises sonaban sirenas y silbatos. Todo barco que podía moverse se dirigía al océano abierto. Jala volvió a mirar al espigón y se tensó…

—Vuestro equipaje —dijo.

Lo habían puesto en una de las camionetas de carga. Dos baqueteadas maletas rígidas llenas de papeles, fármacos y archivos digitales. Y allí seguían, abandonadas.

—Volved a poner esa pasarela —les ordenó Jala a los marineros.

Se lo quedaron mirando, inseguros acerca de qué autoridad tenía. El primer oficial se había marchado hacia el puente. Jala sacó pecho y dijo algo contundente en un idioma que no reconocí. Los marineros se encogieron y volvieron a tender la pasarela hacia el espigón.

El sonido de las máquinas del barco pareció adquirir una nota más grave.

Bajé la pasarela corriendo, el aluminio corrugado resonaba bajo mis pies. Agarré las maletas. Miré atrás por última vez. Desde la zona que conectaba con tierra del espigón venía corriendo un destacamento de una docena de Nuevos Reformasi hacia el Capetown Maru.

—¡Zarpad! —gritaba Jala como si fuera el dueño del barco—. ¡Zarpad, ahora mismo, pero ya!

La pasarela empezó a retirarse. Tiré el equipaje a la cubierta y trepé por ella a cuatro patas.

Llegué a la cubierta antes de que el barco comenzara a moverse.

Entonces explotó otro tanque de combustible y la onda expansiva derribó a todo el mundo.

Cercado por sueños

Las batallas nocturnas entre los piratas de carretera y la Patrulla de Autopista de California hacían difícil el viajar en los buenos tiempos. La fluctuación lo hacía aún peor. Durante un episodio de fluctuación se desaconsejaba oficialmente todo viaje innecesario, pero eso no detenía a la gente de intentar llegar hasta sus amigos o familiares, o en otros casos simplemente se subían a sus coches y conducían hasta que se les acababa el tiempo o la gasolina. Llené rápidamente un par de maletas con todo lo que no quería dejar atrás, incluyendo los archivos que me había dado Simon.

Esa noche la autopista de Alvarado estaba congestionada por el tráfico y la 1-8 no era mucho más fluida. Tenía mucho tiempo para reflexionar sobre la estupidez que estaba cometiendo.

Corriendo al rescate de la esposa de otro hombre, una mujer que en otro tiempo me importó más de lo que me convenía. Cuando cerraba los ojos e intentaba visualizar a Diane Lawton ya no conseguía una imagen coherente, sólo un montaje borroso de momentos y gestos. Diane peinándose el pelo hacia atrás con la mano y apoyada sobre el pelaje de San Agustín, su perro. Diane pasándole a escondidas a su hermano un navegador para Internet en el cobertizo de las herramientas donde yacía el cortacésped desmontado sobre el suelo. Diane leyendo poesía victoriana a la sombra de los sauces, sonriendo por algo en el texto que yo no había comprendido: El verano madura a todas horas o El tierno infante no es consciente…

Diane, cuyas más ínfimas miradas y gestos siempre habían dejado implícito que me amaba, al menos tentativamente, pero que siempre se había visto restringida por fuerzas que yo no comprendía: su padre, Jason, el Spin. Fue el Spin, pensé, lo que nos había unido y separado, encerrándonos en habitaciones contiguas pero incomunicadas.

Había pasado El Centro cuando la radio informó de actividad policial «significativa» al oeste de Yuma y se montó un enorme atasco hasta cinco kilómetros desde la frontera del estado. Decidí no arriesgarme al largo retraso del atasco y giré en un desvío que en el mapa parecía prometedor, atravesando el desierto vacío hacia el norte, con la intención de incorporarme a la 1-10 en el punto donde cruzaba la frontera del estado cerca de Blythe.

La carretera estaba menos transitada pero seguía teniendo bastante tráfico. La fluctuación hacía que el mundo pareciera invertido, más brillante en lo alto que en el suelo. De vez en cuando una gruesa veta de luz se retorcía de un horizonte a otro como si se hubiera abierto una grieta en la membrana del Spin, permitiendo ver fragmentos ardientes del universo acelerado.

Pensé en el teléfono que tenía en el bolsillo, el de Diane, el número al que había llamado Simon. No podía devolver la llamada: no tenía ningún número de Diane y el del rancho, si es que seguían en el rancho, no aparecía en el listín. Sólo quería que volviera a sonar. Lo anhelaba y lo temía.

El tráfico volvió a empeorar cuando la carretera se acercó a la autopista estatal cerca de Palo Verde. Ya era más de medianoche e iba a cincuenta kilómetros por hora, como mucho. Pensé en dormir. Necesitaba dormir. Decidí que sería mejor dormir, pasar la noche y dejar que el tráfico se aliviara. Pero no quería dormir en el coche. Los únicos coches parados que había visto habían sido abandonados y saqueados, los maleteros abiertos por completo como bocas congeladas en una expresión de sorpresa.

Al sur de un pueblo llamado Ripley divisé un cartel que decía habitaciones desvaído por el sol y desportillado por la arena, brevemente visible a los faros del coche, y una carretera de dos carriles apenas asfaltada que salía de la autopista. Cinco minutos después llegaba a un conjunto vallado de edificios que era o había sido un motel, una tira de habitaciones de dos pisos de altura en forma de herradura alrededor de una piscina que parecía vacía a la luz del cielo parpadeante. Salí del coche y apreté el timbre de la verja de entrada.