La verja se abría por control remoto, del tipo que podías activar desde un panel de control a una distancia segura, y estaba equipada con una cámara de seguridad en lo alto de un poste alto. La cámara giró para observarme mientras un altavoz montado a la altura de las ventanillas de un coche emitía un crujido electrónico al cobrar vida. Procedente de algún lugar, la recepción del hotel o un bunker, pude oír unos cuantos compases de música. No música programada, sino algo que sonaba de fondo. Entonces se oyó una voz. Brusca, metálica y hostil.
—Esta noche no aceptamos huéspedes.
Tras unos momentos alargué la mano y volví a tocar el timbre. La voz regresó:
—¿Qué parte de lo anterior no has entendido?
—Puedo pagar en metálico, si eso sirve de algo. No me quejaré del precio.
—No hay trato. Lo siento, colega.
—Vale, espera… mira, puedo dormir en el coche, pero ¿no podría aparcar dentro para tener algo de protección? ¿Quizá en algún lugar donde no se me vea desde la carretera?
Una pausa larga. Escuché una trompeta que perseguía a una percusión. La canción era insistentemente familiar.
—Lo siento. Esta noche no. Por favor, despeje la entrada.
Más silencio. Pasaron más minutos. Un grillo aserró la noche en el pequeño oasis de palmera y grava frente al hotel. Volví a apretar le timbre.
El propietario acudió rápidamente.
—Tengo que decirle que estamos armados y ligeramente cabreados. Sería mejor que cogiera el coche y volviera a la carretera.
—Harlem Air Shaft —dije.
—¿Perdón?
—La canción que está oyendo. Es Ellington, ¿no? «Harlem Air Shaft». Suena a su banda de los cincuenta.
Otra larga pausa, aunque el altavoz seguía encendido. Estaba casi completamente seguro de que estaba en lo cierto, aunque no había oído esa canción de Duke Ellington desde hacía años.
La música se calló, su delgado hilo se cortó en medio de un compás.
—¿Hay alguien más en el coche con usted?
Bajé la ventanilla del coche y encendí la luz. La cámara barrió el interior y luego se volvió a fijar en mí.
—Muy bien —dijo—. Vale. Dígame quién toca la trompeta en esa pista y le abriré la verja.
¿Trompeta? Cuando pensaba en la banda de Duke Ellington a mediados de los cincuenta pensaba en Paul Gonsalvez, pero Gonsalvez tocaba el saxo. Tuvo un puñado de trompetistas. ¿Cat Anderson? ¿Willie Cook? Hacía demasiado tiempo.
—Ray Nance —dije.
—Nones. Clark Terry. Pero supongo que puede entrar de todas formas.
El dueño vino a recibirme cuando aparqué frente a la recepción. Era un hombre alto, de unos cuarenta años, quizá, Con vaqueros y una holgada camisa a cuadros escoceses. Me examinó cuidadosamente.
—No se ofenda —dijo—, pero la primera vez que ocurrió esto… —Hizo un gesto en dirección al cielo, la fluctuación volvía su piel de un color amarillento y convertía las paredes de estuco en un ocre enfermizo—. Bueno, cuando cerraron la frontera en Blythe tuve gente peleándose por conseguir habitaciones. Literalmente peleando, quiero decir. Un par de tipos me sacaron armas, ahí mismo donde está usted. Cualquier dinero que sacara aquella noche tuve que emplearlo, y más del doble, en mantenimiento. Gente bebiendo en las habitaciones, vomitando, destrozándolo todo. Fue incluso peor en la autopista diez. El encargado de noche de la Days Inn cerca de Ehrenberg murió apuñalado. Fue entonces cuando instalé la verja de seguridad, justo después de eso. Ahora, tan pronto como empieza la fluctuación apago el cartel de habitaciones libres y cierro todo hasta que pasa.
—Y escucha a Duke —dije.
Sonrió. Pasamos al interior para registrarme en el motel.
—Duke —dijo—. O Pops, o Diz. Miles si estoy de humor. —El genuino tuteo del fan con los muertos, dirigiéndose a ellos por su nombre de pila—. Nada posterior a 1965. —La recepción era una sala lóbregamente iluminada, con una alfombra indistinguible de otros cientos de miles y decorada con antiguos motivos del oeste; pero al cruzar una puerta hacia el sanctasanctórum del propietario, parecía como si viviera allí, me llegó más música. El dueño inspeccionó la tarjeta de crédito que le ofrecí.
—Doctor Dupree —dijo, tendiéndome la mano—. Me llamo Alien Fulton. ¿Se dirige a Arizona?
Le dije que me había salido de la interestatal cerca de la frontera.
—No estoy seguro de que le vaya a ir mejor en la diez. En noches como ésta es como si todo el mundo en Los Angeles quisiera mudarse al este. Como si la fluctuación fuera alguna especie de terremoto o tsunami.
—Volveré a la carretera dentro de no mucho.
Me entregó una llave.
—Duerma un poco. Siempre es un buen consejo.
—¿La tarjeta le sirve? Si lo quiere en metálico…
—La tarjeta me vale tanto como el metálico siempre que el mundo no se acabe. Y si se acaba, supongo que entonces no tendré tiempo de arrepentirme.
Se rio. Intenté sonreír.
Diez minutos después yacía completamente vestido sobre una cama dura en una habitación que olía a un popurrí de antiséptico aromatizado y aire acondicionado demasiado húmedo, preguntándome si debería haberme quedado en la carretera. Puse el móvil en la mesilla de noche, cerré los ojos y dormí sin aprensión.
Y me desperté menos de una hora después, alerta sin saber por qué.
Me senté en la cama y examiné la habitación, cartografiando formas grises y oscuridades con la memoria. Mi atención al fin se centró en el pálido rectángulo de la ventana, la cortina amarilla que había latido con luz cuando entré en la habitación.
La fluctuación había acabado.
Lo que hubiera hecho más fácil el dormir, esa suave oscuridad, pero sabía, a la manera en que uno sabe tales cosas, que dormir ya era imposible. Lo había metido en el corral durante un breve período de tiempo, pero el sueño había saltado la cerca y no servía de nada fingir lo contrario.
Hice café en la pequeña cafetera de cortesía de la habitación y me tomé una taza. Media hora después volvía a comprobar mi reloj. Quince minutos para las dos. Lo más profundo de la noche. La zona de la objetividad perdida. Bien podía ducharme y volver a la carretera.
Me vestí y recorrí la pista de cemento hacia la recepción del hotel, esperando dejar la llave en un buzón; pero Fulton, el dueño, seguía despierto, en su habitación se veía una luz de televisión. Asomó la cabeza cuando me oyó tocar a la puerta.
Parecía raro. Un poco borracho, puede que un poco fumado. Se me quedó parpadeando hasta que me reconoció.
—Doctor Dupree —dijo.
—Lamento molestarle de nuevo. Tengo que volver a la carretera. Gracias por su hospitalidad.
—No tiene que explicármelo —dijo—. Le deseo buena suerte. Espero que llegue a algún lugar antes del amanecer.
—Eso espero yo también.
—En cuanto a mí, me quedaré viéndolo en la tele.
—¿Oh?
De repente no estaba seguro de qué me estaba hablando.
—Con el sonido quitado. No quiero despertar a Jody. ¿He mencionado a Jody? Mi hija. Tiene diez años. Su madre vive en La Jolla con un restaurador de muebles. Jody pasa los veranos conmigo. Aquí fuera, en el desierto. Vaya destino, ¿eh?
—Sí, bueno…
—Pero no quiero despertarla. —Parecía repentinamente sombrío—. ¿Eso estaría mal? ¿Dejar que duerma mientras sucede? ¿O tanto como sea capaz de dormir? O quizá debería despertarla. Ahora que lo pienso, nunca las ha visto. Tiene diez años. Nunca las ha visto y supongo que ésta será su última oportunidad.