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—Lo siento, no estoy seguro de entender…

—Son diferentes, eso sí. No son como las recordaba. No es que fuera ningún experto… pero en los viejos tiempos, si pasabas las noches suficientes ahí fuera, terminabas por familiarizarte con ellas.

—¿Familiarizarte con qué?

Pestañeó, sorprendido.

—Con las estrellas —dijo.

Salimos al exterior y nos quedamos al lado de la piscina vacía, contemplando el cielo.

La piscina llevaba mucho tiempo sin llenarse. El polvo y la arena creaban dunas en el fondo, y alguien había rellenado las paredes con grafitis púrpuras. El viento hacía sonar un cartel metálico (no hay salvavidas de guardia) contra las cadenas de la verja. Un viento cálido soplaba del este.

Las estrellas.

—¿Ve? —dijo—. Diferentes. No veo ninguna de las antiguas constelaciones. Todo parece… disperso.

Unos cuantos miles de millones de años tendrían ese efecto. Todo envejece; todo tiende a la máxima entropía, al desorden, a la aleatoriedad. La galaxia en la que vivíamos había sido víctima de una violencia invisible a gran escala durante los últimos tres mil millones de años, había arremolinado sus contenidos junto con otra galaxia satélite menor (la M41 en los antiguos catálogos) hasta que las estrellas quedaron esparcidas de forma desorganizada. Era como contemplar la violenta y grosera mano del tiempo.

—¿Se encuentra bien, doctor Dupree? Quizá debería sentarse.

Estaba demasiado conmocionado para estar de pie, sí. Me senté sobre el cemento con recubrimiento gomoso con los pies colgando sobre la parte menos profunda de la piscina, con la vista todavía fija en el cielo. Jamás había visto algo tan hermoso o aterrorizador.

—Sólo faltan un par de horas antes del amanecer —dijo Fulton con tristeza.

Eso era. Más al este, en algún lugar sobre el Atlántico, el sol ya debía de haber traspasado el horizonte. Quise preguntarle sobre eso, pero me interrumpió una vocecita procedente de las sombras cerca de la puerta de la recepción.

—¿Papá? Te he oído hablando.

Ésa debía ser Jody, la hija. Avanzó dubitativamente un paso más. Llevaba un pijama blanco y un par de zapatillas de deporte desatadas para protegerse los pies. Tenía un rostro ancho, corriente pero agradable y ojos somnolientos.

—Ven aquí, cariño —dijo Fulton—. Súbete a mis hombros y mira al cielo.

Trepó a lo alto de su padre, perpleja. Fulton se levantó, con las manos en los tobillos de ella, alzándola un poco más hacia la oscuridad reluciente.

—Mira —dijo Fulton, sonriendo pese a las lágrimas que empezaban a correrle por la cara—. Mira eso, Jody. ¡Mira lo lejos que puedes ver esta noche! Esta noche puedes ver hasta el final de prácticamente todo.

Pasé por la habitación trasera para ver las noticias de la tele. Fulton dijo que la mayoría de las estaciones de cable seguían transmitiendo.

La fluctuación había terminado hacía una hora. Simplemente se había desvanecido, junto con la membrana del Spin. El Spin había terminado de la misma forma en que había empezado, tranquilamente y sin un solo ruido aparte de un crujido de estática ininteligible procedente del lado diurno del planeta.

El sol.

Tres mil millones de años y pico más viejo que cuando el Spin lo había sellado, dejándolo fuera. Intenté recordar lo que Jase me había dicho acerca de las condiciones actuales del sol. Letales, sin duda alguna; estábamos fuera de la zona habitable, eso era algo sabido por todo el mundo. La imagen de los océanos hirviendo había sido debatida en la prensa; pero ¿habíamos llegado a ese punto ya? ¿Todos muertos al mediodía o teníamos hasta finales de semana?

¿Tenía alguna importancia?

Encendí el pequeño panel de vídeo de mi habitación del motel y encontré una transmisión en directo desde Nueva York. El pánico general todavía no se había adueñado de la gente. Había demasiada gente durmiendo todavía o se habían quedado en sus casas en vez de ir a trabajar cuando despertaron y vieron las estrellas, llegando a la conclusión obvia. El equipo de esta agencia de noticias en particular, como en un sueño febril de heroísmo periodístico, había puesto una cámara en lo alto de un edificio apuntando al este desde Todt Hill o Staten Island. La luz era tenue, el cielo de levante se empezaba a iluminar pero seguía vacío. Un par de presentadores que apenas si eran capaces de mantener la compostura empezaron a leerse el uno al otro los boletines que entraban por fax.

No había habido ninguna comunicación inteligible con Europa desde el fin de la fluctuación, decían. Eso podía deberse a interferencias electrostáticas, la luz solar sin filtrar interfiriendo las señales aerostáticas. Era demasiado pronto para sacar conclusiones extremas.

—Y como siempre —dijo uno de los presentadores—, aunque no tenemos ninguna reacción oficial todavía, el mejor consejo es mantener la calma y seguir escuchando las noticias hasta que hayamos dilucidado la situación. No creo que sea inapropiado pedirle a la gente que permanezcan en sus casas si es posible.

—Especialmente hoy —concedió su compañero—, será cuando la gente querrá quedarse en casa para estar con sus familias.

Me senté al borde de la cama y esperé hasta que salió el sol.

La cámara emplazada en lo alto lo percibió primero como una capa de nubes carmesíes por encima del grasiento horizonte atlántico. Luego el borde de un creciente hirviente, los filtros de la cámara se activaban para atenuar el resplandor.

La escala de todo era difícil de comprender, pero el sol salió (no rojo, sino de un naranja rojizo, a menos que ese color fuera un efecto producido por la cámara) y se alzó más y más y más en el cielo hasta que quedó suspendido sobre el océano, sobre Queens, sobre Manhattan, demasiado grande para ser un cuerpo celestial plausible, más bien como un enorme globo hinchado de luz ambarina.

Esperé a más comentarios, pero la imagen quedó en silencio hasta que dio paso a un estudio en el Medio Oeste, los cuarteles generales de reserva del canal, y a otro reportero, mal vestido para ser un presentador de verdad, que recitó más medidas de precaución inútiles y sin citar fuentes. Apagué el panel.

Y me llevé mi maletín de doctor al coche.

Fulton y Jody salieron de la oficina para despedirse. De repente eran como viejos amigos, que lamentaban verme marchar. Jody ahora parecía asustada.

—Jody ha estado hablando con su madre —dijo Fulton—. No creo que su mamá haya oído lo de las estrellas.

Intenté no imaginarme esa llamada a primera hora de la mañana, Jody llamando desde el desierto para anunciar lo que su madre habría entendido al instante como el fin del mundo. La mamá de Jody diciendo su último adiós a su hija mientras se esforzaba por no asustarla, resguardándola de la verdad aniquiladora.

Ahora Jody se apoyó contra las costillas de su padre y Fulton le puso el brazo por encima, nada excepto ternura entre ambos.

—¿Tienes que irte? —preguntó Jody.

Dije que así era.

—Porque puedes quedarte si quieres. Lo dijo mi padre.

—El señor Dupree es médico —dijo Fulton con suavidad—. Probablemente tenga que hacer una visita a domicilio.

—Cierto —dije—. Tengo que hacer una visita a domicilio.

Algo casi milagroso ocurrió en los carriles de autopista en dirección este esa mañana. Mucha gente se comportó mal durante lo que creían que eran sus últimas horas. Era como si las fluctuaciones hubieran sido simplemente un ensayo general para este final definitivo. Todos habíamos oído las predicciones, bosques en llamas, calor abrasador, los océanos convertidos en vapor. La única pregunta era cuánto llevaría: un día, una semana, un mes.

Así que rompimos ventanas y tomamos lo que nos apetecía, cualquier baratija que la vida nos hubiera negado; los hombres intentaban violar a las mujeres, y algunos descubrían que la pérdida de inhibiciones funcionaba también en su contra: los acontecimientos dotaban a la supuesta víctima con inesperados poderes para arrancar ojos y aplastar testículos; se ajustaban viejas cuentas a disparos y la gente abría fuego a capricho. Los suicidas fueron legión. (Pensé en Molly: si no había muerto en la primera fluctuación, ahora sí que estaría muerta con toda seguridad, puede que incluso muriera complacida con la lógica de su plan puesta en práctica y reivindicada por los hechos, lo que hizo que quisiera llorar por ella por primera vez en mi vida.)