Pero también había islas de civilización y acciones de heroica amabilidad. La Interestatal 10 en la frontera con Arizona fue una de ellas.
Durante la fluctuación había un destacamento de la Guardia Nacional estacionado en el puente que cruzaba el río Colorado. Los soldados desaparecieron poco después del fin de la fluctuación, ya fuera por órdenes recibidas o porque desertaron para irse a casa. Sin ellos el puente podría haberse convertido en un cuello de botella impenetrable.
Pero no fue así. El tráfico fluía a buen ritmo en ambas direcciones. Una docena de civiles, voluntarios designados por ellos mismos con linternas de gran potencia y señales luminosas sacadas de los maleteros de sus coches, se ocupaban de la tarea de dirigir el tráfico. E incluso los ansiosos terminales, la gente que quería o tenía que viajar un gran trecho antes del amanecer, para llegar a nuevo México, Texas o incluso a Louisiana si sus motores no se fundían antes, parecían entender que era necesario, que ningún intento por colarse tendría éxito y que el único recurso era la paciencia. No sé cuánto duró ese ánimo ni qué confluencia de buena voluntad y circunstancias lo crearon. Quizá fue la buena voluntad humana o quizá fuera el tiempo: pese a la destrucción que venía rugiendo hacia nosotros desde el este la noche era perversamente agradable. Estrellas dispersas en un cielo claro y fresco; una brisa constante que se llevaba el olor de los tubos de escape y se colaba por la ventanilla del coche suave como el toque de una madre.
Pensé en presentarme como voluntario en alguno de los hospitales locales, en Palo Verde, en Blythe, que una vez había visitado para una consulta o quizá La Paz Regional, en Parker. Pero ¿para qué serviría? Lo que se avecinaba no tenía cura. Sólo quedaba paliar el sufrimiento, la morfina, la heroína. El camino de Molly, suponiendo que los armarios de fármacos no hubieran sido saqueados todavía.
Y lo que Fulton le había dicho a Jody era completamente cierto en el fondo: tenía que hacer una visita a domicilio.
Una misión. Quijotesca en estos momentos, desde luego. Fuera lo que fuese lo que le pasara a Diane, tampoco podría arreglarlo. ¿Por qué terminar el viaje? Era algo que hacer mientras sucedía el fin del mundo, las manos ocupadas no tiemblan, las mentes ocupadas no son presa del pánico; pero eso no explicaba la urgencia, la necesidad visceral de verla que me había sacado a la carretera durante la fluctuación y que parecía, si era posible, más fuerte que antes.
Tras pasar Blythe, tras pasar el dédalo de tiendas a oscuras y las peleas a puñetazos alrededor de las gasolineras asediadas, la carretera se amplió y el cielo se oscureció, pese al destello de las estrellas. Pensaba en esas cosas cuando sonó el móvil.
Casi me salí de la carretera, rebuscando en mi bolsillo, y frené mientras un utilitario pasó con un chillido a mi lado.
—Tyler —dijo Simon.
Pero antes de que siguiera le interrumpí:
—Dame un número al que llamarte antes de que me cuelgues o se interrumpa la comunicación. Para poder llamarte.
—Se supone que no puedo hacerlo. Es que…
—¿Me llamas desde teléfono privado o desde el de la casa?
—Desde una especie de número privado, un móvil, que sólo usamos localmente. Ahora lo tengo yo, pero Aaron se lo lleva algunas veces para…
—No llamaré a menos que tenga que hacerlo.
—Bueno. Supongo que ya no importa. —Me dio el número—. ¿Has visto el cielo, Tyler? Supongo que sí, ya que estás despierto. Es la última noche del mundo, ¿no?
Y pensé: «¿y por qué me lo preguntas tú?». Simon llevaba viviendo en los últimos días desde hacía décadas. Tendría que saberlo a estas alturas.
—Háblame de Diane —le dije.
—Quiero disculparme por esa llamada. Por lo que está ocurriendo, ya sabes. — ¿Cómo está? —Eso es lo que te estoy diciendo. Que no importa ya.
—¿Está muerta?
Una larga pausa. Volvió a hablar sonando un poco dolido.
—No. No, no está muerta. Ése no es el problema.
—¿Está levitando en medio del aire, esperando a la Ascensión?
—No tienes por qué insultar mi fe —dijo Simon. (Y yo no pude resistir la tentación de interpretar su frase: mi fe, había dicho, no nuestra fe).
—Porque si no es así, puede que todavía necesite atención médica. ¿Sigue enferma, Simon?
—Sí. Pero…
—Enferma ¿cómo? ¿Cuáles son sus síntomas?
—El amanecer será dentro de una hora, Tyler. Y ya entiendes lo que eso implica.
—No estoy seguro de lo que implica nada. Y estoy de camino por la carretera, llegaré al rancho antes del amanecer.
—Oh, no, eso no está bien… no, yo…
—¿Por qué no? Si es el fin del mundo, ¿por qué no debería estar ahí?
—No lo entiendes. Lo que está ocurriendo no es exactamente el fin del mundo. Es el nacimiento de un nuevo mundo.
—¿Cómo de enferma está, exactamente? ¿Puedo hablar con ella?
La voz de Simon se volvió temblorosa. Un hombre al límite. Todos estábamos al límite.
—Apenas puede susurrar. No tiene aliento. Está débil. Ha perdido mucho peso.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—No lo sé. Quiero decir que empezó gradualmente…
—¿Cuándo fue obvio que estaba enferma?
—Hace semanas. O quizá… mirando atrás… bueno, puede que meses.
—¿Ha recibido algún tipo de atención médica? —Pausa—. ¿Simon?
—No.
—¿Por qué no?
—No parecía necesario.
—¿No parecía necesario?
—El pastor Dan no lo permitiría.
Y pensé: «¿y no le dijiste al pastor Dan que se fuera a tomar por culo?».
—Espero que haya cambiado de opinión.
—No…
—Porque si no, necesitaré tu ayuda para llegar a ella.
—No lo hagas, Tyler. No le hará ningún bien a nadie.
Ya estaba buscando la salida, que sólo recordaba tenuemente, pero que tenía señalada en el mapa. Salida de la autopista hacia algún erial reseco como huesos al sol, una carretera sin nombre en el desierto.
—¿Ha preguntado por mí? —dije.
Silencio.
—¿Simon? ¿Ha preguntado por mí?
—Sí.
—Entonces dile que estaré allí tan pronto como pueda.
—No, Tyler… Tyler, en el rancho están sucediendo cosas perturbadoras. No puedes simplemente presentarte en la entrada del rancho.
¿Cosas perturbadoras?
—Creía que nacía un nuevo mundo.
—Y nace ensangrentado —dijo Simon.
La mañana y la tarde
Llegué a lo alto de la pequeña colina desde la que se veía el rancho Condón y aparqué donde no se me viera desde la casa. Cuando apagué los faros fui capaz de ver el brillo que precede al amanecer en el cielo del este, las nuevas estrellas quedaban deslucidas por una luminosidad ominosa en aumento.
Fue entonces cuando comencé a temblar.
No podía controlarlo. Abrí la puerta y caí del coche, conseguí levantarme por pura fuerza de voluntad. Le tierra emergía de la oscuridad como un continente perdido, pardas colinas, pastos abandonados convertidos de nuevo en desierto, la larga cuesta poco pronunciada hacia la granja. Los ocotillos y los mezquites temblaban al viento. Yo también temblaba. Era miedo: no el punzante temor intelectual con el que todos habíamos vivido desde el principio del Spin sino un pánico visceral, miedo como una enfermedad muscular y de las entrañas. Fin de la estancia en el corredor de la muerte. Día de graduación. Horcas y cadalsos aproximándose desde el este.