Me pregunté si Diane estaría asustada. Me pregunté si podría consolarla. Si quedaba algún consuelo en mí.
Una ráfaga de viento, soplando arena y polvo sobre la reseca carretera de la colina. Quizá el viento fuera el primer heraldo del sol hinchado, un viento procedente del lado ardiente del mundo.
Me agazapé donde esperaba que no me vieran y, temblando todavía, me las arreglé para marcar el número de Simon en el teclado del teléfono.
Lo cogió después de que sonara un par de veces. Apreté el aparato contra mi oreja para bloquear el sonido del viento.
—No deberías estar haciendo esto —dijo.
—¿Estoy interrumpiendo el Éxtasis?
—No puedo hablar.
—¿Dónde está, Simon? ¿En qué parte de la casa?
—¿Dónde estás tú?
—Justo en lo alto de la colina. —El cielo era más brillante, más luminoso a cada segundo que pasaba, un moratón púrpura sobre el horizonte occidental. Podía ver la casa con claridad. No había cambiado mucho en los pocos años que habían pasado desde mi visita. El establo parecía bastante bien cuidado, como si lo hubieran repintado y reparado.
Pero había algo más perturbador, una zanja había sido excavada paralela al establo y recubierta con tierra.
Una tubería recién instalada, quizá. O un tanque séptico. O una fosa común.
—Voy a ir a verla —dije.
—Eso simplemente no es posible.
—Supongo que estará en la casa. Uno de los dormitorios superiores. ¿Correcto?
—Aunque la veas…
—Dile que voy a ir, Simon.
Abajo, vi una figura que se movía entre la casa y el establo. No era Simon. No era Aaron Sorley, a menos que el hermano Aaron hubiera perdido cuarenta y cinco kilos. Probablemente el pastor Dean Condon. Llevaba un cubo de agua en cada mano. Parecía tener prisa. Algo ocurría en el establo.
—Estás arriesgando la vida al estar aquí —dijo Simon.
Me reí. No pude evitarlo. Y luego pregunté:
—¿Estás en el establo o en la casa? Condón está en el establo, ¿no? ¿Y Sorley y Mclsaac? ¿Cómo puedo esquivarlos?
Sentí una presión como una mano cálida sobre la nuca y me giré.
La presión era luz solar. El borde del sol había cruzado el horizonte. Mi coche, la cerca, las rocas, los ocotillos, todo proyectaba largas sombras violáceas.
—¿Tyler? Tyler, no hay manera de esquivarlos. Tienes que…
Pero la voz de Simon quedó ahogada en un estallido de estática. La luz directa del sol debió de alcanzar al aeróstato que retransmitía la llamada, interfiriendo la señal. Le di a la tecla de rellamada instintivamente, pero el teléfono estaba inutilizado.
Me quedé allí agazapado hasta que el sol se alzó tres cuartos, mirándolo y apartando la mirada alternativamente, aterro rizado e hipnotizado al mismo tiempo. El disco era enorme y de un color naranja rojizo. Las manchas solares se arrastraban sobre su superficie como llagas supurantes. De vez en cuando, ráfagas de polvo se alzaban del desierto y lo oscurecían.
Entonces me levanté. Ya muerto, quizá. Quizá ya había recibido una dosis de radiación letal sin saberlo. El calor era soportable, al menos hasta entonces, pero puede que estuvieran ocurriendo cosas espantosas a nivel celular, rayos X que atravesaban el aire como balas invisibles. Así que me levanté y empecé a descender por el camino de tierra apisonada hacia la granja a plena vista, desarmado. Desarmado e imperturbado al menos hasta que llegué al porche de madera, hasta que el hermano Sorley, ciento treinta kilos de hermano Sorley, atravesó la mosquitera de la puerta y me golpeó con la culata de su rifle en la sien.
Sorley no me mató, posiblemente porque no quería llegar al juicio final ese día con sangre en las manos. En vez de eso me tiró dentro de una habitación vacía en el piso de arriba y cerró con llave.
Pasaron un par de horas antes de que pudiera sentarme sin que me provocara oleadas de náuseas.
Cuando el vértigo disminuyó fui hasta la ventana y alcé la persiana de papel amarillo. Desde este ángulo, el sol quedaba detrás de la casa, el terreno y el establo quedaban bañados en un feroz resplandor anaranjado. El aire era brutalmente caliente, pero al menos nada ardía. Un gato de granja, haciendo caso omiso de la conflagración en el cielo, lamió agua estancada de una acequia a la sombra. Supuse que el gato viviría hasta el atardecer. Y puede que yo también.
Intenté subir la ventana, no es que pudiera saltar desde allí arriba, pero la ventana no estaba simplemente cerrada: el marco había sido cortado, los contrapesos inmovilizados y todo había quedado trabado por la pintura aplicada hacía años.
No había mobiliario alguno aparte de la cama, ninguna herramienta excepto el teléfono inservible en mi bolsillo.
La única puerta era una losa de madera sólida y dudé que tuviera las fuerzas suficientes para romperla. Puede que Diane estuviera sólo a unos metros, que una sola pared nos separara. Pero no tenía manera de saberlo ni forma de averiguarlo.
Incluso intentar pensar de forma coherente en cualquiera de esas cosas me provocaba un dolor profundo y nauseabundo allí donde la culata del rifle me había ensangrentado la cabeza, Tenía que volver a sentarme.
Hacia media tarde el viento se había detenido. Cuando volví tambaleándome a la ventana podía ver el borde del disco solar sobre la ventana y el establo, tan enorme que parecía que estuviera cayendo perpetuamente, casi tan cerca que se podía tocar.
La temperatura en la habitación iba subiendo a ritmo constante desde la mañana. No tenía forma de medirla, pero suponía que al menos treinta y siete grados centígrados y subiendo. Caliente, pero no lo suficiente para matar, al menos no inmediatamente. Deseé que Jason estuviera allí para explicármelo, para explicarme la termodinámica de la extinción global. Quizá hubiera podido dibujarme un diagrama, señalar el punto en que las líneas convergían en la letalidad.
Una neblina de calor se alzaba de la tierra agostada.
Dan Condón fue del establo a la casa y viceversa un par de veces más. Era fácil de reconocer en la cruda nitidez del día anaranjado, había algo decimonónico en él, su barba cuadrada y fea cara marcada: Lincoln en vaqueros, largas piernas y un propósito. Ni siquiera alzó la vista cuando golpeé el cristal.
Entonces di golpecitos a las paredes, pensando que Diane podría responderme. Pero no hubo respuesta.
Entonces volví a sentirme mareado, y caí sobre la cama, el aire de la habitación cerrada era abrasador, mi sudor empapaba las sábanas.
Dormí, o caí inconsciente.
Desperté creyendo que la habitación estaba en llamas, pero sólo era la combinación del calor atrapado en su interior y una puesta de sol imposiblemente colorida.
Volví a la ventana.
El sol había atravesado el horizonte occidental y se hundía de forma visible. Nubes tenues y altas se arqueaban sobre el cielo oscurecido, restos de humedad saqueados de una tierra ya de por sí reseca. Vi que alguien había bajado mi coche de la colina y lo había aparcado justo a la izquierda del establo. Y se había llevado las llaves, sin duda. No es que le quedara gasolina suficiente para que sirviera de mucho.
Pero había sobrevivido al día. Pensé: hemos sobrevivido al día. Los dos. Diane y yo. Y sin duda también millones de personas más. Así que ésta era la versión lenta del Apocalipsis. Nos mataría cocinándonos, aumentando la temperatura un grado a cada pasada. O a falta de eso, destruyendo los ecosistemas globales.
El sol hinchado desapareció finalmente. El aire pareció enfriarse diez grados al instante.