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Unas pocas estrellas esparcidas se asomaron entre las nubes algodonosas.

No había comido, y tenía muchísima sed. Quizá el plan de Condón era dejarme aquí para que muriera de deshidratación… o quizá se había olvidado de mí. Ni siquiera podía imaginarme cómo contemplaría el pastor Dan los acontecimientos en su mente, si se sentía reivindicado, aterrorizado, o alguna combinación de ambas cosas.

La habitación se oscureció. No había luz en el techo ni lámparas, pero oí un traqueteo ahogado que debía de ser un generador eléctrico a gasolina, y la luz se desparramó por las ventanas del primer piso y el establo.

Por mi parte, yo no poseía nada de tecnología exceptuando el móvil. Lo saqué del bolsillo y lo encendí, sin nada en mente, sólo para ver la fosforescencia de la pantalla.

Y entonces se me ocurrió otra cosa.

—¿Simon?

Silencio.

—Simon, ¿eres tú? ¿Puedes oírme?

Silencio. Luego una voz diminuta y digitalizada:

—Casi me matas del susto. Creía que esta cosa estaba rota.

—Sólo durante el día.

El ruido solar destruía las transmisiones de los aeróstatos de gran altitud. Pero ahora la tierra nos escudaba del sol. Quizá los aeróstatos habían sufrido algunos daños, la señal parecía de banda baja y llena de estática, pero la retransmisión era lo suficientemente buena para hablar con Simon.

—Lamento lo que ha ocurrido —dijo—, pero ya te lo advertí.

—¿Dónde estás? ¿En el establo o en la casa?

Pausa.

—La casa.

—Llevo mirando todo el día y no he visto a la esposa de Condón ni a la mujer ni a los niños de Sorley. O a MacIsaac o su familia. ¿Qué les ocurrió?

—Se marcharon.

—¿ Estás seguro de eso?

—¿Que si estoy seguro? Por supuesto que estoy seguro. Diane no fue la única que se puso enferma. Sólo la última. La niña pequeña de los Mclsaac fue la primera en enfermar. Luego su hijo, luego el mismo Teddy. Cuando parecía que sus hijos estaban… bueno, ya sabes, realmente enfermos de verdad, enfermos y sin mejorar, bueno, entonces fue cuando los puso en su camión y se marchó. La esposa del pastor Dan se fue con ellos.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hace un par de meses. La mujer de Aaron se llevó a sus niños poco después. Abandonaron su fe. Además, les preocupaba que pudieran contagiarse de algo.

—¿Los viste marchar? ¿Estás seguro de eso?

—Sí, ¿por qué no iba estarlo?

—La fosa cerca del establo parece como si tuviera algo enterrado en ella.

—¡Oh, eso! Bueno, tienes razón, hay algo enterrado ahí.

—¿Perdón?

—Un hombre llamado Boswell Geller. Tenía un gran rancho en la Sierra Bonita. Amigo del Tabernáculo del Jordán antes del escándalo. Amigo del pastor Dan. Criaba becerras rojas, pero el Departamento de Agricultura empezó una investigación a finales del año pasado. ¡Justo cuando empezaba a tener éxito! Boswell y el pastor Dan querían criar juntos todas las variaciones de ganado rojo del mundo, porque eso representaría la conversión de los gentiles. El pastor Dan dice que de eso es de lo que trata en realidad Números diecinueve: una becerra de color rojo puro nacida al fin de los tiempos, de razas de todos los continentes, de todo lugar donde se predica el Evangelio. El sacrificio es tanto simbólico como literal. En el sacrificio bíblico las cenizas de la becerra tienen el poder de limpiar a las personas profanadas. Pero en el fin del mundo el sol consume por completo a la becerra y sus cenizas se esparcen a los cuatro vientos, purificando toda la Tierra. Eso es lo que está ocurriendo ahora. Hebreos, nueve: «Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?». Así que por supuesto…

—¿Y teníais ese ganado aquí?

—Sólo unos pocos. Quince animales de cría que trajimos a escondidas antes de que el Departamento de Agricultura se quedara con ellos.

—¿Fue entonces cuando la gente empezó a enfermar?

—No sólo las personas. El ganado también. Excavamos esa zanja al lado del establo para enterrarlos, a todos menos tres del rebaño original.

—¿Debilidad, paso inseguro, pérdida de peso antes de la muerte?

—Sí, eso mismo… ¿cómo lo sabes?

—Ésos son los síntomas del SDCV. Las vacas eran portadoras. Eso es lo que le pasa a Diane.

Hubo un largo silencio a continuación. Y luego Simon dijo:

—No puedo seguir hablando de esto contigo.

—Estoy en el piso de arriba, en el dormitorio del fondo…

—Sé dónde estás.

—Pues ven y ábreme la puerta.

—No puedo.

—¿Por qué? ¿Te está vigilando alguien?

—Simplemente no puedo liberarte. Ni siquiera debería estar hablando contigo. Estoy ocupado, Tyler. Le estoy haciendo la cena a Diane.

—¿Todavía tiene fuerzas para comer?

—Algo… si la ayudo.

—Déjame salir. Nadie tiene por qué saberlo.

—No puedo.

—Necesita un médico.

—No podría sacarte aunque quisiera. El hermano Aaron lleva las llaves consigo.

Pensé en ello.

—Entonces —dije—, cuando le lleves la cena a Diane, deja el teléfono con ella… tu móvil. Dijiste que quería hablar conmigo, ¿no es cierto?

—Se pasa la mitad del tiempo diciendo cosas que no dice en serio.

—¿Y crees que ésa era una de ellas?

—Ya no puedo seguir hablando.

—Tú déjale el móvil, Simon. ¿Simon?

Línea muerta.

Fui a la ventana, observé y esperé.

Vi al pastor Dan llevar los dos cubos vacíos del establo a la casa y volver al establo con los cubos llenos de agua que desprendía vapor. Unos pocos minutos después Aaron Sorley cruzó el espacio entre la casa y el establo para reunirse con él.

Lo que sólo dejaba a Simon y Diane en la casa. Quizá le estuviera dando la cena, alimentándola.

Sentía el impulso de usar el teléfono pero había decido esperar, dejar que las cosas se tranquilizaran algo más, que el calor se disipara en la noche.

Observé el establo. Una luz brillante se desparramaba por entre los tablones como si alguien hubiera instalado iluminación industrial. Condón llevaba todo el día saliendo y entrando. Ocurría algo en el establo. Simon no me había dicho el qué.

La pequeña mancha luminosa de mi reloj contó una hora.

Entonces oí, débilmente, un sonido que podría ser una puerta que se cerraba, pasos en las escaleras; y un momento después vi a Simon dirigirse al establo.

No miró hacia arriba.

Ni volvió a salir del establo una vez que entró. Se quedó dentro con Sorley y Condón, y si aún tenía el móvil, sería una estupidez por su parte haberle dejado puesto un sonido de llamada audible, llamarlo en esos momentos lo pondría en peligro. No es que me preocupara especialmente por el bienestar de Simon.

Pero si le había dejado el móvil a Diane, ahora era el momento de llamar.

Marqué el número.

—Sí —dijo ella. Fue Diane quién respondió, y luego, cambiando la entonación, una pregunta—: ¿Sí?

Parecía que no tenía aliento y su voz era débil. Esas dos sílabas bastaban para un diagnóstico.

Diane —dije—, soy yo, Tyler.

Intentando controlar mi propio pulso enfurecido, como si se hubiera abierto una esclusa en mi pecho.

—Tyler —dijo—. Ty… Simon dijo que llamarías.

Tenía que esforzarme para entender las palabras. No había fuerza en ellas; las decía con la garganta y la lengua, sin intervención de la caja torácica. Lo que encajaba con la etiología del SDCV. La enfermedad afecta primero a los pulmones, luego al corazón, en un ataque coordinado de eficiencia casi militar. El tejido pulmonar cicatrizado y flemoso dejaba pasar menos oxígeno a la sangre: el corazón, falto de oxígeno, bombeaba la sangre de manera menos eficiente; la bacteria del SDCV se aprovechaba de ambas debilidades, hundiéndose más profundamente en el cuerpo a cada inspiración trabajosa.