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Pero algo habia ocurrido ahi, delante, la locomotora y las dos primeras plataformas habian descarrilado, varias de las plataformas siguientes estaban atravesadas en la via, los tanques caidos enseñaban los costados o las orugas al aire en el terraplén y bajo el terraplén. Por lo visto, habian conseguido bajar varios carros al pie del terraplén y hasta intentaron llevarlos a la carretera, pero no llegaron: quedaron parados entre la carretera y el terraplén en pequeños gupos, con los caflones apuntando a diversos lados, algunos, no se sabe por qué, sin orugas, otros hundidos en el suelo hasta la torrecilla, unos cerrados herméticamente y otros, con las escotillas abiertas de par en par.

– Y dónde está… la gente? -pregunta en voz baja el Escritor-. Porque alli habia gente.

– Lo mismo pienso yo aqui cada vez -responde el Guia bajando la voz-. Porque yo los vi embarcar en nuestra estación. Yo era entonces un chiquillo. Entonces todos creian que eran intrusos que querian conquistarnos. Por eso lanzaron a estos… Estrategas… -escupe-. No volvió nadie. Ni un alma. Penetraron. Bueno, basta. Entonces, nuestra dirección general será aquel poste que se ve alli… -Extiende el brazo señalando-. Pero no miren el poste. Miren a sus pies. Lo he dicho y lo repito otra vez. Ustedes son unos mierdas. Unos novatos. Sin mi no valen nada, están perdidos como conejos. Por eso yo iré detrás. Iremos en fila india. Encabezarán la marcha por turno. Primero irá el Profesor. Yo señalo la dirección, no se aparten porque será peor para ustedes. Tomen la mochila.

El Profesor se echa, la mochila a la espalda.

– Asi, Profesor, la primera dirección es aquella piedra blanca. ¿La ves? Andando. -ordena el Guia.

El Profesor comienza a descender del terraplén ell primero. Cuando se aleja cinco pasos, cl Guia ordena:

– ¡Oye, tú, Escritor! ¡Siguelo!

Y, aguardando un poco, empieza a descender él mismo.

Ha terminado la mañana verde de la Zona, se ha diluido en la luz habitual del sol.

Tras haber descendido del terraplén, trepan ahora despacio, en fila india, por la pendiente suave de un cerro.

Desde aqui el terraplén se ve como sobre la palma de la mano. Algo raro ocurre alli, sobre los tanques vencidos; se diria que chorros de aire caliente ascienden sobre este lugar: de cuando en cuando se enciende y tornasola en ellos un brillante arco iris.

Pero no miran allí. El Profesor va delante y antes de cada paso escudriña receloso el lugar donde poner el pie. El Escritor lo sigue, mirando no tanto a sus pies como a los del Profesor.

Observa mal la distancia, pero el Guia de momento calla. Su mirada resbala con la automática rapidez acostumbrada de sus propios pies a la nuca del Escritor, a la nuca del Profesor, a la derecha del Profesor, a la izquierda del Profesor y de nuevo a sus pies.

El Profesor llega a la cumbre del cerro, y el Guia ordena al instante:

– ¡Alto!

El profesor se detiene obediente, pero él Escritor da otros dos pasos y se vuelve muy disgustado.

El Guia está inmóvil, entrecerrados los ojos, y mueve los dedos de la mano extendida como palpando algo en el aire.

– Bueno, ¿Que pasa ahi? – inquiere con repugnancia el Escritor.

El Guia baja cuidadosamente la mano y se acerca de lado al Profesor. En su rostro se reflejan la tensión y la perplejidad.

– No se muevan -dice con voz ronca-. Ahi parados, sin moverse…

El Escritor mira a los lados asustado.

– ¡No te muevas, imbécil! -profiere con voz ronca el Guia.

Están inmóviles, como estatuas, y los rodea la hierba verde y apacible, los arbustos ondulan despacito al soplo del viento, y todo lo ilumina un sol esplendente y acariciador. Luego el Guia dice de pronto en un suspiro:

– Hemos salido de un mal paso… Andando. No, aguarden, echemos un pitillo.

Se sienta en cuclillas y saca del bolsillo una cajetilla de tabaco. Tira de un cigarrillo con los labios y tiende la cajetilla al Profesor, que se acuclilla al lado.

El Escritor pregunta con irritación:

– Bueno, ¿puedo acercarme a ustedes, por lo menos?

– Si -responde el Guia dando una chupada-. Puedes acercarte.Acércate.- Su voz se endurece-. ¿Qué te habia dicho yo?

El Escritor se detiene a medio camino.

– ¿Que te habia dicho yo, mamarracho? Yo te digo “¡Alto!” y tu sigues arreando; yo te digo: “¡No te muevas¡”, y tú venga a mover el bote…No, él no llegará -dice el Guía al Profesor.

– ¿Que se le va a hacer? Reacciono mal -dice quejumbroso él Escritor-. Deme un pitillo, por favor…

– Si reaccionas mal tenias que haberte quedado en casa -dice él Guia, sacando del bolsillo un puñado de tuercas de diferentes tamaños.

Empieza a “tantear” el camino.

Tira una tuerca delante. Pausa. Se acerca despacio al lugar donde ha caido. Tira otra. Y asi paso a paso, de una tuerca a otra.

El Guia llama al Profesor:

– ¡Venga! Parece que hemos salido del paso…

Avanzan con pies de plomo. El Profesor, el Escritor y el Guia. El sol ya está en lo alto, en el cielo no hay ni una nubecilla, achicharra. A la izquierda, la ladera; a la derecha, una acequia llena de agua negra estancada. Profundo silencio, no se oyen pájaros ni insectos, Só1o susurra la hierba bajo los pies.

A los pocos pasos el Escritor empieza a silbar una musiquilla. Da varios pasos más, se agacha, recoge una varita y sigue adelante golpeando con la varita la pernera del panta1ón.

El Guia observa con dura mirada sus acciones. Y cuando el Escritor se pone a quebrar con la varita las florecillas marchitas a diestra y siniestra, el Guia saca del bolsillo una tuerca y la arroja con buena punteria a la nuca del Escritor. Un repentino chillido interrumpe el alegre silbido.

El Escritor se lleva las manos a la cabeza y se sienta en cuclillas, encogiéndose. El Guia se detiene a su lado.

– Asi ocurre -dice-. Pero no creo que te diera tiempo a chillar… ¿No te has ensuciado en los pantalones?

El Escritor se endereza lentamente.

– ¿Que ha sido? -pregunta asustado, palpándose la nuca.

– He querido mostrarte lo que ocurriria si vas asi por la Zona! -explica el Guia-. Eres un suicida.

– Bueno, bueno -responde el Escritor, humedeciéndose los labios con la lengua-. Entendido.

Atraviesan un vertedero. Brillan cristales rotos, están tirados una tetera abollada, una muñeca con las piernas arrancadas, trapos, montones de latas de conserva oxidadas…

Ahora va delante el Escritor, su rostro tiene una expresión malévola y tensa, tuerce el gesto.

Una enorme zanja. La llena el cuerpo medio desinflado de un aeróstato de la defensa antiaérea. VAn pisando la superficie que cede bajo sus plantas, andan despacio, moviendo con cuidado los pies, y de pronto el Escritor profiere un grito raro como graznido de un cuervo y se detiene.

Y empieza a empaparse. E1 liquido brota de su cuerpo atravesando las ropas, le chorrea la cara, de los dedos agarrotados manan chorritos, los cabellos se le pegan a las mejillas y después empiezan a resbalar en mechones sobre el pecho y los hombros.

– Tranquilos, muchachos -profiére el Guia-. Nos hemos colado. ¡Túmbate! -grita al Escritor-. ¡Prueba a tumbarte! ¡Y tú tambien, Profesor! ¡A tierra! No te apures, no te apures… él se tumbará ahora…

El Guia y el Profesor se echan al suélo, pero el Escritor no puede. Los calambres estremecen su cuerpo.

Pero luego todo cesa igual de inesperadamente. E1 liquido se va secando a ojos vistas. El Escritor está ya tan seco como antes, pero en sus hombros y en el pecho cuelgan, sacudidos por el vientecillo, secos mechones de pelo. Desfallecido, se tumba de costado.

E1 Guia y, tras él, el Profesor se levantan, se acercan cautelosos al Escritor.