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– Oiga, yo no quiero discutir con usted. De la discusión nace la luz, ¡maldita sea!…

PARTE 4. La Zona (2)

El Guia abre los ojos. Permanece un rato tumbado, prestando oido. Luego se levanta sigilosamente y, pisando con cuidado, sale de la sombra y se detiene junto al Profesor y el Escritor, que estan dormidos. Los examina atentamente, primero a uno y luego a otro. Su expresión es concentrada, y la mirada p!arece medirlos. Finalmente, mordiéndose el labio inferior, ordena en voz baja:

– ¡En pie!

La angosta quebrada entre dos cerros está llena de un liquido viscoso y turbio. Van por un chapoteante estriberón medio podrido. Sobre la superficie de la ciénaga remolinea una niebla repulsiva. El Guia marcha delante, lo siguen el Escritor y el Profesor. Respiran penosamente, se ve que están derrengados.

De pronto el Guia se detiene como si hubiera tropezado en un obstáculo invisible. Está clavado y mueve la cabeza olfateando.

El Escritor se detiene al lado y, apoándose en la vara, toma aliento.

– Bueno… ¿Qué pasa? -pregunta.

– Cállate… -dice en voz queda el Guia.

Hace un movimiento para echar a andar, pero no se mueve del sitio. Mete la mano en el bolsillo, saca una tuerca, va a lanzarla, pero no se decide. La tuerca cae al suelo. Su rostro está livido y bañado en sudor.

– Eso si que no… -refunfuila.

Retrocede abriendo los brazos. Después, sin mirar, quita la vara al Escritor y la hunde en la ciénaga junto al estriberón.

– Asi será más seguro… -murmura-. Venga, siganme.

Desciende con cuidado del estriberón y al instante se hunde hasta los muslos.

– ¿Para qué? -pregunta quejumbroso y cansado el Escritor.

El Guia no responde. Tanteando el camino con la vara se va alejando del estriberón.

En medio de la niebla caminan trabajosamente por el barro chapoteando hasta la cintura, cayendo y levantándose, sumergiéndose hasta la cabeza, escupiendo y tosiendo. No pueden detenerse porque el tremedal se los tragaría.

De pronto el Profesor se hunde hasta el cuello, forcejea para incorporarse y tenderse de bruces, pero no lo consigue.

– ¡Socorro! -grita con las últimas fuerzas.

El Guia vuelve la cabeza. Su semblante refleja sincero, horror.

– ¿A dónde vas? -grita con voz ronca y, salpicando barro, se dirige hacia el Profesor-. ¡La mochila! ¡Tira la mochila!

El Profesor menea la cabeza que sobresale en la superficie del barro.

– ¡La vara! -grita afónico-. ¡Deme la vara!

– ¡Tira la mochila, te digo!

– ¡Quitate la mochila, imbécil! -chilla el Escritor, brincando impotente en el barro.

– ¡La va… -La cabeza del Profesor se hunde en la ciénaga, reaparece y ruge con voz terrible-: ¡Dame la vara, animal!

Intenta agarrarse a la vara tendida, falla; luego la encuentra por fin a tientas y se aferra a ella con ambas manos.

Trepan trabajosamente a la cuesta arcillosa y seca.

– Bueno, te habrias ido al fondo como una piedra -gruñe el Guia-. Y me habrias arrastrado a mi. El Escritor se habria quedado solo arrastrándosc por cl pantano. ¡No sueltas tu mochila ni a la de tres!

– No habia que haberse metido alli -replica el Profesor.

– A ti no te importa donde decído meterme…

– ¡Pues mi mochila tampoco te importa a ti!

– ¿Qué llevas ahí: un tesoro? -alza la voz irritado el Escritor, pero cl Profesor no le hace caso.

– ¡Parece mentira! -dice-. ¡Vamos por un camino llano estupendo, y de pronto se mete en esta… letrina!

– Me lo dice el olfato, ¿puedes entenderlo o no? ¡El olfato!

– ¡Menudo olfato!

– Mira qué tonto cuatroojos! -El Guia se palmea en las rodillas, de 61 caen pedazos de barro seco.

– Mi vista a usted no le importa. Y ¡basta ya! Una estupidez detrás de otra.

– No es ninguna estupidez. ¡Y a ti habia que darte con esta vara entre las orejas! Dame la botella… Hay que ver: por un par de pantalones sucios ha estado a punto de irse al otro barrio.

– ¿Que pantalones? -pregunta el Escritor.

– ¿Pues qué es lo que lleva en la mochila? ¿Conservas?…

– ¿Que conservas ni qué narices? ¡Es que no pude quitármela, no pude! ¡Me habria ahogado mientras me la quitaba, maldita sea!

– Bueno. Basta… -El Guia se levanta y, arrugando la frente, escudriña cl terreno-. ¿A dónde hemos venido a parar? No conozco estos lugares… Porque el canalla del Zorro no señaló nada en la ciénaga y alli hay algo… Claro, puede ser que apareciera luego, después de é1…

– A propósito -deja oir su voz el Profesor-. ¿El Zorro fue el unico que llegó a aquel lugar?

– No sé de otros.

– ¿Y hubo quien se puso en camino y no llegó? -pregunta de pronto el Escritor.

– Si que hubo. Yo también fui, pero no llegué.

– ¿Y para qué iban? -pregunta el Profesor.

– Cada cual a lo suyo… Principalmente por el dinero, claro. ¿Crees que no sé para qué vas tú? ¿Quieres que lo diga? No te admitieron en la expedición y tú has decidido demostrar que se equivocaron. ¡Y haces bien! ¿Entiendes? Quieres arreglar tus asuntos personales, hacer algiún descubrimiento para dejarlos a todos con la boca abierta. Que digan: mirale, resulta que nuestro Profesor es un hombre de valia. Vayan y denle el Premio Nobel!

– Bueno, ¿y usted? ¿A qué va usted?

El Guia calla un rato contrariado.

– Yo tengo mis asuntos… familiares.

– ¿Como el Zorro? -pregunta bajito el Profesor.

El Guia se vuelve bruscamente y lo mira, pero el Profesor yace con los ojos cerrados, cruzados los brazos tranquilamente sobre el pecho.

– No me compares con é1 -pronuncia el Guia en tono amenazador-, Tú no lo conocias, no lo viste nunca y a mi tampoco me conoces. Conque no hay que compararnos.

– Nadie conoce a nadie -dice el Profesor sin abrir los ojos.

– Dejelo, ya está bien. -dice irritado el Escritor-. Con lo que sale: ¡nadie conoce a nadie! ¡Ni que fuera él binomio de Newton! Asuntos familiares… Perdió los cuartos en las carreras, en casa no tiene nada de comer, no quiere trabajar porque es un lumpen de nacimiento… amigo de pimplar y de jugar a las cartas… Y la mujer, claro, es una zarrapastrosa y una bruja, siempre dando lata y pidiendo dinero… y un.montón de hijos, todos unos bandidos que no salen de la comisaria… ¡Nadie conoce a nadie! ¡Con lo que sale!

Durante toda esta opinion el Guia se ruboriza, intenta decir algo, interrumpir, pero no puede. Y solamente cuando el Escritor se calla, profiere por fin…

– Más eres tú… Pero ¿cómo puedes decir eso de mi? ¿Qué sabes tú de mi? Tú eres un escritorzuelo de mala muerte, vendido al mejor postor… Tú deberías escribir en las paredes de los retretes, gorrón… Y mi hija, ¿qué sabes tú? Tullida de nacimiento, ¿eso tú lo sabes? ¡Yo iba por la Zona, y ella lo está pagando! ¿Es una criatura, pero la hacen rabiar porque está ciega y anda con muletas! Todo lo que traía de la Zona lo gastaba en médicos, pero ellos no prometen nada. ¡Buenos profesores están hechos! ¿Como ustedes!… ¡Ah, para qué hablar contigo, pendejo!

Se levanta bruscamente y desaparece tras el cerro.

– No debia haberle dicho eso -dice el Profesor.

– ¿Por qué? Vamos a ver, ¿por qué? Todo lo que dice es mentira. Lo acaba de inventar. ¡Le veo el juego!

– No, no. Yo lo conozco hace tiempo. Su biografia es de miedo. Se hizo stalker siendo un chiquillo, estuvo varias veces en la cárcel, se echó a perder, y es cierto que la hija es mutante, -una victima de la Zona-, como dicen los periódicos. Hace varios años trabajó de laborante en mi Instituto, de manera que yo…

– De todos modos miente. No se trata de la hija. Lo de la hija se le ha ocurrido ahora por primera vez en la vida. Simplemente al lumpen no le gusta que le llamen lumpen. Necesita que lo traten con miramientos, que le sirvan en bandeja nobles sentimientos… El conde, arrojando el guante, se alejó altivamente. Pero volverá a casa con un saco, lleno de dinero, lo verá…