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Cuando alzó la vista, la nave estaba allí.

Tenía forma de dragón, con un casco central largo y serpentino y amplias extensiones que parecían alas. Era toda curvas y bordes suaves, y no se veían detalles en su superficie azul celeste, ninguna señal de junturas ni ventanas ni respiraderos, ningún indicio obvio de motores. Parecía brillar con luz propia, pues no había estrellas cerca que la iluminaran, y no se veían sombras en la superficie. Keith pensaba que Starplex era hermosa antes de adquirir sus recientes cicatrices de guerra, pero siempre había parecido manufacturada y funcional. Esta nave alienígena, pensó, era arte.

La nave dragón se movía directamente hacia la cápsula de Keith. Las lecturas de su consola indicaban que tenía casi un kilómetro de longitud. Keith tomó el joystick de la cápsula para alejarse de la trayectoria de la nave, pero de pronto el dragón se paró en seco respecto a la cápsula, a unos cincuenta metros.

El corazón de Keith le golpeaba en el pecho. Cuando un nuevo atajo se activaba, el primer trabajo de Starplex era buscar indicios de la inteligencia que lo hubiera activado al pasar a su través por primera vez. Pero aquí, en una cápsula unipersonal, carecía del equipo de señales y de los ordenadores necesarios para intentar siquiera comunicarse.

Además, no había habido signos de la nave cuando había examinado el cielo hacía unos momentos. Cualquier vehículo que pudiera moverse así de rápido y luego parar en seco en el espacio tenía que ser producto de una tecnología muy avanzada. Keith estaba en un lío. Necesitaba, si no a toda Starplex, al menos una de las naves diplomáticas que llevaba en sus muelles. Golpeó la tecla que debería haber lanzado su cápsula hacia el atajo.

Pero no pasó nada. No, no era del todo cierto. Torciendo el cuello, Keith pudo ver los propulsores de su cápsula activándose en el anillo exterior de la burbuja. Pero la cápsula no se movía: las estrellas permanecían quietas. Algo tenía que estar manteniéndola en su sitio, pero si era un rayo tractor, era el más suave que había encontrado nunca. Una cápsula era frágil; un rayo tractor convencional hubiera hecho gemir el casco de cristacero por todas las junturas.

Keith miró de nuevo la bella nave, y mientras miraba un… un hangar, debía ser… apareció en un costado, bajo una de las curvadas alas. No hubo señal de ninguna puerta abriéndose. La abertura sencillamente no había estado ahí hace un instante, y ahora estaba: un hueco cúbico en el vientre del dragón. Keith vio que su cápsula se movía ahora en la dirección opuesta a la que él intentaba llevarla, moviéndose hacia la nave alienígena.

A pesar suyo, empezaba a sentir pánico. Estaba totalmente a favor de un primer contacto, pero lo prefería en términos algo más igualitarios. Además, tenía una mujer que le esperaba, un hijo en la universidad, una vida que quería desesperadamente seguir viviendo.

La cápsula flotó dentro del hangar, y Keith vio una pared aparecer tras él, aislando el cubo del espacio. El interior estaba iluminado por las seis caras. La cápsula parecía estar todavía dentro del rayo tractor (nadie arrastraría dentro un objeto sólo para dejar que se estrellara contra el muro opuesto llevado por su propia inercia). Pero Keith no podía ver por ningún lado el emisor del rayo.

Con la cápsula siguiendo su viaje, Keith intentó pensar racionalmente. Había entrado en el atajo con el ángulo correcto para salir por Tau Ceti; no había habido ningún error. Y aun así, de algún modo, había sido… desviado aquí.

Lo cual quería decir que quien controlaba este dragón interestelar sabía más sobre los atajos de lo que sabían las especies de la Commonwealth.

Y entonces se dio cuenta.

La revelación.

La horrible revelación.

Era la hora de pagar el peaje.

I

Había sido como un regalo de los dioses: el descubrimiento de que la galaxia de la Vía Láctea estaba repleta de una vasta red de atajos artificiales que permitían viajes instantáneos entre sistemas estelares. Nadie sabía quién había construido los atajos o para qué servían exactamente. La enorme avanzada especie que los creó no había dejado otra huella de su existencia.

Estudios llevados a cabo por telescopios hiperespaciales sugerían que había cuatro mil millones de atajos independientes en nuestra galaxia, aproximadamente uno por cada cien estrellas. Los atajos eran fáciles de ver en el hiperespacio: cada uno estaba rodeado por una característica esfera de taquiones orbitales. Pero de todos esos taquiones, sólo dos docenas parecían estar activos. Los otros claramente existían, pero no parecía haber modo de llegar a ellos.

El atajo más cercano a la Tierra estaba en la nube de Oort de Tau Ceti. A su través, las naves podían saltar setenta mil años luz hasta Rehbollo, el mundo natal de los waldahud. O podían saltar cincuenta y tres mil años luz hasta Flatland, hogar de la extraña especie de los ib. Pero la salida del atajo que había cerca de Polaris, por ejemplo, a sólo ochocientos años luz, era inaccesible. Como casi todas las otras, estaba inactiva.

Un atajo dado no podía funcionar como salida para naves llegando de otros atajos mientras no fuera usado localmente como entrada. Por tanto, el atajo de Tau Ceti no había sido una salida viable para otras especies hasta que la ONU envió una sonda a su través, hacía dieciocho años, en el 2076. Tres semanas más tarde, una nave waldahud asomó por ese mismo atajo, y de repente humanos y delfines ya no estuvieron solos.

Muchos especularon que así era como la red de atajos había sido diseñada: sectores de la galaxia quedaban en cuarentena hasta que al menos una de sus especies llegaba a la madurez tecnológica. Teniendo en cuenta cuán pocos atajos había activos, algunos proponían que las dos especies sentientes de la Tierra, Homo sapiens y Tursiops truncatus, estaban por tanto entre las primeras especies de la galaxia en alcanzar ese nivel.

Al año siguiente, naves del mundo natal de los ib aparecieron en Tau Ceti y cerca de Rehbollo, y pronto las cuatro especies acordaron una alianza experimental, a la que llamaron la Commonwealth de Planetas.

Para ampliar la red de atajos utilizable, diecisiete años atrás cada mundo lanzó treinta bumerangs. Cada una de estas sondas volaba al máximo de su velocidad hiperespacial —veintidós veces la velocidad de la luz— hacia atajos inactivos que habían sido detectados por su corona de taquiones. Al llegar, cada bumerang entraría en el atajo y luego volvería a casa, activándolo por tanto como una salida válida.

Hasta la fecha, los bumerangs habían alcanzado veintiún atajos más en un radio de 375 años luz desde uno u otro de los tres mundos. Originalmente, esos sectores eran explorados por naves pequeñas. Pero la Commonwealth se había dado cuenta de que se necesitaba una solución más exhaustiva: una nave nodriza gigante desde la cual se pudieran lanzar viajes de exploración, una nave que sirviera no sólo como base de investigaciones durante la crucial exploración inicial del sector, sino que también pudiera funcionar como embajada para la Commonwealth, si fuera necesario. Una nave estelar inmensa, capaz no sólo de investigación astronómica, sino también de llevar a cabo misiones de primer contacto.