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Y así, hacía un año, en 2093, fue botada Starplex. Financiada por los tres mundos y construida en los astilleros orbitales de Rehbollo, era la nave más grande jamás construida por cualquiera de las especies de la Commonwealth: 290 metros por su parte más ancha, setenta puentes de altura, conteniendo un volumen total de 3,1 millones de metros cúbicos, dotada de una tripulación de mil seres y cincuenta y cuatro naves auxiliares pequeñas de diseños variados.

Starplex estaba ahora a 368 años luz del sur galáctico de Flatland, explorando los alrededores de un atajo recientemente activado. La estrella más cercana era una subgigante de clase F a un cuarto de año luz de distancia. Estaba rodeada por cuatro cinturones de asteroides, aunque no había ningún planeta. Una misión tranquila hasta el momento; nada destacable astronómicamente, ninguna señal de radio alienígena detectada. El personal de Starplex estaba ocupado terminando sus exploraciones. En siete días, se esperaba que otro bumerang alcanzara su atajo programado, éste a 376 años luz de Rehbollo. La siguiente misión de Starplex consistía en investigar ese sector.

Todo parecía tranquilo, hasta…

—Lansing, me va a oír.

Keith Lansing dejó de andar por el frío pasillo, suspiró, y se masajeó las sienes. Sin traducir, la voz de Jag sonaba como el ladrido de un perro, adornada con esporádicos siseos y gruñidos. Su voz traducida —emitida con un anticuado acento de Brooklyn— no era mucho mejor: áspera, aguda, hostil.

—¿Qué pasa, Jag?

—El reparto de recursos a bordo de Starplex —ladró el ser— es inadecuado. Y la culpa es suya. Antes de trasladarnos al siguiente atajo, exijo que rectifique esto. Siempre deja usted corto al departamento de física y da trato preferente a las ciencias biológicas.

Jag era un waldahud, una criatura porcina e hirsuta con seis miembros. Tras el final de la última glaciación en Rehbollo, los casquetes polares se habían fundido, inundando casi toda la tierra y dejando la que quedaba entrecruzada de ríos. Los ancestros de los waldahudin se adaptaron a una vida semiacuática; sus cuerpos se aislaron con una capa de grasa cubierta de pelaje marrón para protegerse de las heladas aguas de río en las que vivían. Keith respiró hondo y miró a Jag. Recuerda que es alienígena. Otras costumbres, otros modales. Intentó mantener la voz calmada.

—No me parece que eso sea del todo justo.

Más ladridos.

—Le da usted tratamiento especial a ciencias biológicas porque su esposa encabeza ese departamento.

Keith forzó una risita, aunque el corazón le latía con rabia contenida.

—Rissa dice a veces lo contrario: que no le proporciono suficientes recursos, que hago lo que sea para mantenerle contento a usted.

—Lo manipula, Lansing. Lo… ¿cuál es la metáfora humana? Lo maneja a usted con un dedo.

Keith pensó en enseñar a Jag un dedo diferente. Son todos iguales, pensó. Todo un planeta lleno de cerdos pendencieros, gruñones, discutidores. Intentó no sonar cansado.

—¿Qué quiere exactamente, Jag?

El waldahud alzó su mano superior izquierda y fue tocando los rechonchos y peludos dedos con los de su mano superior derecha.

—Dos sondas más, asignadas exclusivamente a misiones de físicas. Un banco de memoria más en el Ordenador Central para astrofísica. Veinte miembros más de personal.

—El personal va a ser imposible —dijo Keith—. No tenemos los apartamentos para alojarlos. Veré lo que puedo hacer respecto a lo demás.

Se detuvo un segundo, y dijo:

—Pero en el futuro, Jag, creo que encontrará que soy más fácil de convencer cuando no saca usted mi vida privada a colación.

Jag ladró ásperamente.

—¡Lo sabía! —dijo la voz traducida—. Toma usted las decisiones basándose en sentimientos personales, no en el mérito del argumento. Es usted ciertamente inadecuado para el puesto de director.

Keith sintió que su rabia estallaba. Intentó calmarse, cerró los ojos y trató de conjurar una imagen tranquila. Esperó ver la cara de su mujer, pero la imagen que apareció fue la de una belleza asiática dos décadas más joven que Rissa, y eso le puso aún más furioso consigo mismo. Abrió los ojos.

—Mire —dijo, con un temblor en la voz—, me importa un bledo que apruebe o no mi elección como director de Starplex. El hecho es que soy el director, y lo seré durante otros tres años. Incluso si pudiera usted reemplazarme antes de que termine mi mandato, los turnos que se acordaron determinan que un humano esté en este puesto en este momento. Si se libra usted de mí, o si dimito porque estoy hasta las narices de usted, todavía va a tener que trabajar para un humano. Y algunos de nosotros no les apreciamos —se detuvo antes de decir «cerdos»— en absoluto.

—Sus fanfarronadas no le hacen quedar bien, Lansing. Los recursos que exijo son para el bien de nuestra misión.

Keith suspiró otra vez. Se estaba haciendo viejo para esto.

—No voy a discutir más, Jag. Ha hecho usted su petición; le dedicaré la consideración que merece.

Los cuatro orificios nasales cuadrados del waldahud se ensancharon.

—Me asombra —dijo Jag— que la Reina Trath considerara siquiera que podríamos trabajar con humanos.

Se dio la vuelta sobre las pezuñas negras y se fue pasillo abajo sin decir más. Keith se quedó allí de pie durante un par de minutos, haciendo ejercicios de respiración para calmarse, y luego recorrió el frío pasillo hasta la estación de ascensores.

Keith Lansing y su mujer, Rissa Cervantes, compartían un apartamento humano estándar a bordo de Starplex: una salita en forma de L, un dormitorio, un pequeño despacho con dos mesas, un baño humano, y un segundo baño multiespecie. No había cocina, pero Keith, a quien le gustaba cocinar, había montado un pequeño horno para poder dedicarse a su hobby.

La puerta principal del apartamento se abrió y Keith entró a zancadas. Rissa debía haber llegado minutos antes; salió desnuda del dormitorio, claramente lista para su ducha de mediodía.

—Hola, Chesterton —dijo, sonriendo.

Pero la sonrisa desapareció; Keith se figuró que le podía ver la tensión en la cara, las arrugas en la frente, las comisuras hacia abajo.

—¿Qué pasa?

Keith se dejó caer en el sofá. Desde este ángulo, miraba de frente la diana que Rissa había colgado de la pared. Los tres dardos estaban agrupados en la pequeña sección de sesenta puntos de la banda de triples: Rissa era campeona de la nave.

—Otra discusión con Jag —dijo Keith.

Rissa asintió.

—Es su costumbre —dijo—. Son sus costumbres.

—Lo sé. Lo sé. Pero, Cristo, a veces es difícil de tragar.

Tenían una gran ventana de verdad en una pared, que mostraba el campo estelar fuera de la nave, dominado por la brillante estrella de clase F cercana. Otras dos paredes podían mostrar hologramas. Keith era de Calgary, Alberta; Rissa había nacido en España. Una pared mostraba el lago Louise, alimentado por glaciares, con las magníficas Rocosas canadienses asomando por detrás; la otra mostraba una panorámica del centro de Madrid, con su atractiva mezcla de arquitecturas de los siglos XVI y XXI.

—Pensé que vendrías más o menos ahora —dijo Risa—. Te esperaba para ducharme contigo.

Keith se sorprendió agradablemente. Se duchaban juntos a menudo de recién casados, hacía casi veinte años, pero habían perdido la costumbre con el tiempo. La necesidad de ducharse dos veces al día para minimizar el olor corporal humano, que los waldahudin encontraban tan ofensivo, había convertido el ritual de limpieza en una rutina irritante, pero quizá su próximo aniversario hacía que Rissa estuviera más romántica de lo normal.