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Keith le sonrió y empezó a desvestirse. Rissa entró en el baño principal y abrió los grifos. Starplex era un gran contraste con las naves de cuando Keith era joven, como la Lester B. Pearson, en la que había viajado cuando se llevó a cabo el primer contacto con los waldahudin. En esos días tenía que conformarse con duchas sónicas. Había mucho que decir a favor de llevar un océano en miniatura a bordo de tu nave.

La siguió hasta el baño. Ella ya estaba en la ducha, lavándose el largo cabello negro. Cuando se apartó él tomó su puesto bajo la ducha, disfrutando de la sensación del cuerpo mojado de ella deslizándose contra el suyo. Él había perdido la mitad del cabello con los años, y el que quedaba lo llevaba corto. Aun así, se masajeó vigorosamente el cuero cabelludo, intentando a la vez librarse de su enfado contra Jag.

Frotó la espalda de Rissa, y ella la de él. Se libraron del jabón y Keith cortó el agua. Si no hubiera estado tan enfadado, quizá hubieran hecho el amor, pero…

Maldición. Empezó a secarse con la toalla.

—Odio esto —dijo Keith.

Rissa asintió.

—Lo sé.

—No es que odie a Jag, de verdad que no. Odio… Me odio a mí mismo. Odio sentirme como un xenófobo —se pasó la toalla por la espalda—. Quiero decir, sé que los waldahudin tienen otras costumbres. Lo , y lo intento aceptar. Pero… Cristo, me odio a mí mismo sólo por pensarlo… Son todos iguales. Irritantes, discutidores, mandones. Nunca he encontrado uno que no lo sea.

Se echó desodorante bajo los brazos.

—La idea de pensar que lo sé todo de alguien porque sé a qué especie pertenece es horrorosa, es todo lo que me dijeron que debía combatir. Y ahora me encuentro haciéndolo día sí día no —suspiró—. Waldahud. Cerdo. Los términos son intercambiables en mi mente.

Rissa había terminado de secarse. Se puso una camisa beige de manga larga y ropa interior limpia.

—Ellos piensan lo mismo de nosotros, lo sabes. Todos los humanos son débiles, indecisos. No tienen korbaydin.

Keith soltó una risita ante el uso de la palabra waldahudar.

—Sí que tengo —dijo, señalando abajo—. Bueno, tengo dos en vez de cuatro, pero cumplen.

Sacó del armario un par de calzoncillos limpios y unos pantalones marrones y se los puso. Los pantalones se estrecharon para ajustarse a su cintura.

—Aun así —dijo—, el que ellos generalicen no lo hace mejor —suspiró—. No fue así con los delfines.

—Los delfines son distintos —dijo Rissa, poniéndose unos pantalones rojos—. De hecho, quizá ésa sea la clave. Son tan distintos de nosotros que podemos recrearnos en las diferencias. El mayor problema de los waldahudin es que tenemos demasiado en común con ellos.

Rissa fue hacia la cómoda. No se puso maquillaje; el estilo natural estaba de moda para hombres y mujeres. Pero se puso pendientes de diamantes, cada uno del tamaño de una uva pequeña. Las importaciones baratas de diamantes de Rehbollo habían destruido todo el valor de las gemas naturales, pero su belleza seguía sin ser superada.

Keith también había terminado de vestirse. Se había puesto una camisa sintética con un estampado en zigzag marrón oscuro, y un suéter beige. Por fortuna, cuando la humanidad salió al universo, una de las primeras cosas que desecharon había sido la chaqueta y corbata para los hombres; incluso la ropa formal ya no las exigía. Con la llegada de la semana laboral de cuatro días en la Tierra, y luego la de tres días, la diferencia entre ropas de trabajo e informales había desaparecido.

Miró a Rissa. Era hermosa; a los cuarenta y cuatro, seguía siendo hermosa. Quizá deberían hacer el amor. ¿Qué más da si ya se habían vestido? Además, todas esas ideas locas sobre…

Bliiip.

—Karendaughter a Lansing.

Hablando del diablo. Keith alzó la cabeza, habló al aire.

—Abre. ¿Sí?

La sonora voz de Lianne Karendaughter salió por el altavoz de la pared.

—Keith, ¡noticias fantásticas! ¡Un watson acaba de volver de THAC con noticias de que un nuevo atajo se ha activado!

Keith alzó las cejas.

—¿El bumerang ha llegado a Rehbollo 376A antes de lo programado?

A veces pasaba; juzgar distancias interestelares era un juego difícil.

—No. Es un atajo diferente, y se ha activado porque algo, o, si tenemos suerte, alguien, lo ha atravesado localmente.

—¿Ha aparecido algo inesperado por alguno de los atajos del mundo?

—Aún no —dijo Lianne, la voz todavía burbujeante de emoción—. Hemos descubierto que éste estaba activo sólo porque un módulo de carga fue dirigido hacia él accidentalmente.

Keith se puso en pie de inmediato.

—Trae de vuelta todas las sondas —dijo—. Llama a Jag al puente, y alerta a todos los puestos para una posible situación de primer contacto.

Salió deprisa del apartamento, con Rissa detrás.

Beta Draconis

Keith Lansing miró a su alrededor en el hangar de la extraña nave alienígena. Era un área tan poco llamativa como el exterior. No había junturas, ni equipamiento, nada que alterara las seis luminosas caras del cubo.

Cuando los atajos fueron descubiertos, la prensa se había deleitado en recordar un dicho de un siglo atrás, atribuido al escritor de Sri Lanka Arthur C. Clarke: «Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».

Los atajos eran magia.

Al igual que esta extraña y hermosa nave espacial, esta nave que se movía desafiando aparentemente las leyes de Newton…

Keith respiró hondo. Sabía lo que iba a pasar, lo sentía en los huesos. Estaba a punto de conocer a los constructores de los atajos.

La trayectoria de la cápsula por el hangar se curvó suavemente hacia abajo y pronto se posó en la lisa cara inferior. Keith sintió que su peso volvía. Siguió aumentando lentamente, y se aposentó en el suelo. La gravedad siguió aumentando, más y más, hasta que alcanzó el estándar a bordo de Starplex. Luego aumentó aún más, y Keith intentó dominar el pánico, temiendo acabar hecho gelatina.

Pero finalmente se detuvo, y Keith se dio cuenta de que estaba más o menos al nivel al que la mantenía en su cabina de la nave, cosa de un nueve por ciento por encima del estándar de la Commonwealth, pero igual a la gravedad en la superficie de la Tierra al nivel del mar.

Y entonces, de pronto…

Todo a su alrededor era… era familiar.

Era la Tierra.

Estaba en la linde de un bosque mezclado, con arces y piceas alzándose hacia un cielo de un tono azul que no había encontrado en ningún otro planeta. Luz del color exacto de la de Soclass="underline" igual a la de las lámparas antinostalgia que Rissa y él tenían en el apartamento a bordo de Starplex. A su derecha se veía un lago cubierto de hojas de lirios, con juncos alzándose en las riberas. Arriba, una bandada en forma de V de —seguro— gansos canadienses, y… sí, para disipar cualquier duda que quedara, una luna diurna en tres cuartos, mostrando el Mar de la Tranquilidad y el Mar de Grises, en forma de O, a la derecha.