—No hay tiempo para charlar, pero volveremos —dijo Jag, y Morrolargo llevó la nave de vuelta al atajo.
—Apuesto sorprendido eso a ellos —dijo el delfín mientras pasaban por el portal.
Esta vez emergieron cerca de un planeta del tamaño de Marte, e igualmente seco, pero amarillo en vez de rojo. Su sol, una estrella azul-blanca, era visible en la distancia, del doble del diámetro aparente del Sol visto desde la Tierra.
—Nada aquí —dijo Jag.
Morrolargo se dio el gusto de mover la Rum Runner de manera que el planeta amarillo eclipsara con precisión a la estrella. La corona —una mezcla de blanco y azul marino y púrpura— era hermosísima, y cubría mucho más cielo de lo que el delfín había esperado. Él y Jag disfrutaron de la vista durante un momento, y luego se zambulleron de nuevo en el atajo.
La siguiente salida también tenía una estrella recién emergida, pero no era verde. Como en Tau Ceti, ésta era una enana roja, pequeña y fría.
Jag consultó sus escáneres.
—Nada.
Atravesaron el atajo de nuevo, que se abrió como una boca de labios pintados de púrpura para acogerlos.
Pura negrura; ninguna estrella en absoluto.
—Una nube de polvo —dijo Jag, con el pelaje bailando por la sorpresa—. Interesante; no estaba aquí la última vez que se atravesó este atajo. Gránulos de carbono sobre todo, aunque hay algunas moléculas complejas también, incluyendo formaldehído e incluso algunos aminoácidos, y… Cervantes querrá volver aquí, me parece. Estoy registrando ADN.
—¿En la nube? —preguntó Morrolargo, incrédulamente.
—En la nube —dijo Jag—. Moléculas autorreplicantes flotando libres en el espacio.
—Pero no darmat, ¿correcto?
—Correcto —dijo Jag.
—Una maravilla para otra ocasión —dijo Morrolargo, e hizo girar la nave, disparó los retrocohetes, y volvió al atajo.
Un nuevo sector del espacio, otro en el que había aparecido recientemente una estrella. Esta vez la intrusa era una estrella azul de tipo O, con más manchas solares púrpura de las que tendría un humano rubio al sol. La Rum Runner había emergido justo en el borde de uno de los brazos espirales de la Vía Láctea. A un lado, el cielo estaba repleto de jóvenes estrellas brillantes; al otro, eran escasas. Por encima se veía un cúmulo globular, un millón de viejos soles rojos empaquetados en una bola. Y…
—Bingo —dijo Jag, o al menos ladró algo que se podría traducir así—. ¡Ahí está!
—Verlo puedo —asintió Morrolargo—. Pero…
—¡Tierra reseca! —maldijo Jag—. Está atrapado.
—Asiento. Atrapado en la red.
Y así era. El bebé darmat había salido del atajo claramente pocos días antes de que llegara la estrella azul, y la estrella había salido más o menos en la dirección del darmat. Como ya habían descubierto para su alarma, un darmat podía moverse con una agilidad sorprendente para un mundo flotante, pero la gravedad de una estrella era enorme. El bebé estaba sólo a cuarenta millones de kilómetros de su superficie, menos que la distancia de Mercurio a Sol.
—No hay modo de que alcance velocidad de escape —dijo Jag—. Ni siquiera estoy seguro de que haya conseguido estabilizarse en una órbita; podría estar cayendo en espiral. Sea como sea, ese darmat no va a ir a ningún sitio.
—Enviaré señal —dijo Morrolargo, e hizo que el transmisor de la nave enviara el mensaje pregrabado en todas las frecuencias que la comunidad de darmats había usado.
Estaban a cosa de trescientos millones de kilómetros de la estrella; las señales tardaban quince minutos en alcanzar al darmat, y la respuesta más rápida posible tardaría otros quince minutos en llegar. Esperaron, Jag moviéndose inquieto, Morrolargo divirtiéndose en dibujar una caricatura de Jag. Pero no se recibió respuesta.
—Bueno —dijo el waldahud—, hay tanto ruido de radio proveniente de la estrella que puede que no captemos la transmisión del darmat. O quizá no pueda oírnos.
—O darmat podría estar muerto —dijo Morrolargo.
Jag emitió un sonido que hizo vibrar su hocico, como de plástico de burbujas siendo aplastado. Ésa era la única posibilidad que no quería contemplar. Pero el calor tan cerca de la estrella sería increíble. El lado del darmat encarado hacia ella podría estar a más de 350 grados Celsius, un calor suficiente como para fundir el plomo. Ni Jag ni Delacorte habían estudiado aún todas las propiedades de la metaquímica de la materia-efecto, pero muchas moléculas complejas normales se degradaban a tal temperatura.
A Jag se le ocurrió otra cosa. ¿Qué costumbres funerarias tendrían los darmats, si es que tenían alguna? ¿Querrían tener de vuelta el cadáver del tamaño de un mundo? Miró de reojo a Morrolargo. Los delfines dejaban que el cuerpo flotara lejos cuando uno de los suyos moría. Jag esperaba que los darmats fueran igual de sensatos.
—Volvamos —dijo Jag—. No podemos hacer nada solos.
La Rum Runner se lanzó hacia el atajo de una de las amplias curvas patentadas de Morrolargo, alcanzando el punto con el ángulo exacto requerido para salir por donde habían empezado tantos saltos atrás. Allí estaba Starplex, flotando en la noche, teñida de verde por la luz de la estrella de cuarta generación. Más allá estaban los seres de materia oscura, con zarcillos de gas tendidos entre ellos. La pregunta era qué hacer ahora. Durante un breve momento Jag sintió simpatía por Lansing. No querría nadar en las turbulentas aguas del río que ahora se extendía frente al humano.
Keith estaba en su apartamento, preparándose para salir hacia su inminente reunión con la Premier Kenyatta en Grand Central Station.
Sonó un pitido eléctrico.
—Rombo desea verle —anunció PHANTOM—. Solicita siete minutos de su tiempo.
¿Rombo? ¿Aquí? Keith quería realmente estar solo ahora. Estaba ordenando sus ideas, intentando decidir qué decir en la reunión. Aun así, que un ib fuera a su casa era lo bastante inusual como para picar su curiosidad.
—Se concede el tiempo —dijo Keith, la respuesta adecuada según los modales Ibeses.
PHANTOM de nuevo:
—Ya que va a tener un visitante ib, ¿permite que atenúe las luces?
Keith asintió. Los paneles luminosos del techo disminuyeron de intensidad, y el reluciente glaciar blanco del holograma mural de Lake Louise se volvió de un gris apagado. La puerta se abrió y Rombo rodó al interior. Las luces parpadearon en su red.
—Hola, Keith.
—Hola, Rombo. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Disculpe la interrupción —dijo la agradable voz británica—, pero estaba usted muy enfadado hoy en el puente.
Keith frunció el ceño.
—Lo siento si fui brusco —dijo Keith—. Estoy furioso con Jag, pero no debí habérselo hecho pagar a nadie más.
—Oh, su ira parecía muy enfocada. Dudo de que causara ofensa.
Keith alzó las cejas.
—¿Entonces cuál es el problema?
Rombo no dijo nada durante unos momentos, y luego:
—¿Nunca ha considerado la aparente contradicción que representa mi especie? Estamos obsesionados, dicen ustedes los humanos, con el tiempo. Odiamos desperdiciarlo. Pero aun así pasamos tiempo siendo amables, y, como han notado muchos humanos, nos tomamos muchas molestias para no herir los sentimientos de nadie.
Keith asintió.
—Lo he pensado. Da la impresión de que gastar tiempo en amabilidades sociales lo quita a tareas más importantes.
—Precisamente —dijo Rombo—. Exactamente el punto de vista que adoptaría un humano. Pero nosotros no lo percibimos así en absoluto. Entendemos que llevarse bien es… Bueno, nuestra metáfora es «el eje en la rueda», pero ustedes dirían «ir de la mano», con una filosofía de no malgastar tiempo. Un encuentro breve pero desagradable termina malgastando más tiempo que uno más largo pero agradable.