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– O anhídrido carbónico… ¿quién sabe? -dijo Fidel.

– Es vapor de agua -dijo Herbert-. El espectrómetro no dejó lugar a dudas.

– ¿Cómo puede mantenerse tan estable en esta atmósfera? -preguntó Susana.

– La presión atmosférica debe ser mucho mayor en el fondo del Valle -le explicó Herbert-. La atmósfera de Marte es muy diferente a la de la Tierra debido a la menor gravedad, es… esponjosa; en el espacio se extiende a gran altura, y en el fondo del Valle debe de estar muy comprimida, para los estándares marcianos, claro.

– Sí -musitó Fidel-. Ese es el tipo de cosas que hubiéramos tenido que investigar, si todo hubiera ido bien.

Herbert no podía apartar la vista de aquella niebla lechosa.

– Hay algo que quisiera someter a vuestro criterio -dijo-. Podríamos intentar descender hasta ese banco de nubes.

Fidel se volvió. Herbert le contempló moverse contra el fondo del cañón, pero era sólo un casco refulgente, sin rasgos. Tan solo la placa con el nombre le indicaba quien era.

– ¿Estás bromeando? Ese barranco tiene más de cinco kilómetros de profundidad.

– Sí, pero la gravedad de este mundo es un tercio la de la Tierra, no es tan difícil como parece ¿Qué opinas Susana?

Susana no había perdido ojo de la niebla ni de las escarpadas laderas que conducían hasta ella. Por un momento se relamió el labio, seco de tanto respirar jadeando, y calibró lo que podía significar aquella masa blanda y blancuzca.

– Bueno… estamos aquí… ¿no? Si hemos llegado tan lejos… ¿Por qué no bajar para echar un vistazo?

Rodrigo se apoyó contra una roca y dejó caer los brazos a un costado.

– Claro, ¿por qué no?

– Bueno, en marcha de nuevo. No tenemos tiempo que perder.

Fidel no se movió. «Tiempo que perder» -se dijo.

Vio avanzar primero a Susana y luego a Herbert, que, al notar que no los seguía, se volvió.

– ¿Qué sucede, Fidel? -le preguntó.

– ¿Tiempo que perder? ¿Eso intentaba ser un chiste? Porque sólo lo cansado que me siento me impide ponerme a llorar ahora mismo.

– Podemos sentarnos por aquí a esperar -dijo Herbert sin rastro de humor-. O podemos seguir andando.

– En nombre de Dios, Herb, ¿para qué? -quiso saber el exobiólogo.

– Mientras tengamos un objetivo estaremos vivos. Cuando nos sentemos a esperar, en ese preciso instante, habremos muerto.

– Pero, Herb… -musitó Fidel-. Es imposible que podamos llegar hasta ahí abajo y tú lo sabes.

– No, no lo sé. Sólo sé que el hombre es capaz de hacer las cosas más inverosímiles. ¿Sientes tu corazón, Fidel? Está latiendo, estás vivo, amigo.

– Conectado a un equipo de aire que dejará de funcionar de un momento a otro.

– Quizá sí o quizá no. Tuve un amigo que enfermó de leucemia. Estuvo trabajando hasta casi el último día, haciendo planes, organizando sus próximas vacaciones. Los humanos no podemos aceptar nuestra propia extinción, y cuando lo hacemos dejamos de ser humanos. Nos convertimos en un conjunto de órganos que funcionan mecánicamente. Siente la fuerza de tu espíritu, amigo, y obedece tu instinto… Ese que te dice que no puedes morir.

Herbert le tendió la mano a Fidel y añadió:

– Vamos.

Fidel tomó su mano enguantada, y luego abrazó al geólogo. Las dos escafandras chocaron en aquel abrazo lleno de emoción.

– Vamos a vivir, amigo -dijo Herbert, y Fidel escuchó claramente su voz a través de las dos escafandras que se tocaban-. Vamos a vivir.

A un par de pasos de distancia Susana contemplaba la escena, en silencio.

Luego, los tres emprendieron el descenso al Valle Marineris.

Baglioni cortó la conexión y habló con normalidad, mirando a Jenny:

– Un propósito loable… pero, lamentablemente, no tienen ninguna posibilidad. El aire no les llegará para alcanzar el fondo del Valle.

Jenny volvió la vista a los monitores. El inmenso paisaje oscilaba con el ritmo de la marcha. Luego clavó sus ojos en Luca.

– ¿Te has vuelto loco?

Luca sonrió sin despegar los labios, torciendo un poco el gesto. Era la misma sonrisa que Jenny le había visto ejercer durante todo el viaje, desde antes incluso. Jenny sabía qué significaba y no podía continuar mirándola. Disimuló un gesto de asco y fijó la vista en los monitores.

– No te preocupes, Jenny, he apagado el micrófono. Y, además: ellos ya lo saben.

La voz de Jenny fue contenida, de poco volumen, cuando contestó sin dejar de mirar los monitores.

– Lo saben, es cierto, por eso no es necesario que tú se lo recuerdes.

– ¿Acaso nuestra situación es mucho mejor?

– Tenemos una posibilidad de sobrevivir, ellos no.

– Sí, una pequeña posibilidad; ¿y por eso debemos de ser considerados?

Jenny se volvió de nuevo hacia Luca. Ya no intentaba disimular, mostraba los dientes al hablar y sus ojos, siempre muy abiertos, eran sólo una ranura en la que asoman las pupilas muy brillantes.

– ¿Sabes? Hace años conocí a un tipo como tú.

– ¿En serio?

– Sí, se creía el hombre más inteligente del mundo, pero era un idiota. Los hechos lo han demostrado.

El comentario no había borrado la sonrisa del rostro a Luca, pero ahora mostraba los dientes al sonreír.

– ¿Tu pareja?

– Así es.

– Te diré algo Jenny…

– Dime.

– Deberías de sentirte agradecida por haber encontrado compañía masculina.

Jenny le miró un largo rato antes de responderle. Sintió como las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero hizo un esfuerzo por no llorar y lo consiguió.

– Jódete, Luca -dijo entre dientes-. Jódete.

27

Estaba anocheciendo. Las cámaras de los cascos intentaban compensar la falta de luminosidad aumentando el contraste, pero las imágenes se volvían un poco borrosas.

Susana hizo un alto y encendió las linternas que el traje llevaba acopladas. Y de inmediato de sapareció el paisaje y sólo se vio un nítido cono doble de luz delante suyo, justo donde iban pisando sus botas.

Fidel y Herbert la imitaron; y pronto hubo tres rayos muy blancos trazando líneas de luz en la atmósfera polvorienta de Marte.

Herbert veía bajar delante suyo a Susana y Fidel, dos figuras blancas en la semipenumbra azulada del anochecer y rodeadas por inmensas sombras que crecían amenazando aplastarlas.

Se detuvo y levantó la vista. No se cansaría nunca de mirar aquello. Había farallones como gigantes esculpidos puestos en fila para proteger la inmensidad, formidables rocas desprendidas por antiguos cataclismos a medias trabadas en su descenso. El Sol desaparecía al fin tras el borde opuesto del cañón. Florecía allí un fantasmal brillo azulado, un infierno azul que moría lentamente. El color había desaparecido del cañón y quedaban únicamente las formas brutales, los perfiles sin desbastar, las escombreras infinitas que poco a poco se fundían en una negrura uniforme.

Herbert dudó un instante, luego comenzó a andar para no perder a Fidel y Susana.

– Esto es una forma de locura, ni más ni menos -estaba diciendo Fidel-. Todos los que estamos aquí estamos locos, o no nos hubiéramos quedado en la Tierra contemplando esto por televisión.

¿Qué puede obligar a un hombre cuerdo a dejar a su mujer y a sus hijos… todo, y descender por un barranco de cinco mil metros de profundidad en el hemisferio Sur de un planeta muerto?

– Imagino que todos estamos razonablemente cuerdos, Rodrigo -razonó Herbert-, o no habríamos pasado los filtros psicológicos.

Susana se volvió un momento y les hizo una seña con la mano.

– Eh, muchachos, os recuerdo que todo esto se está grabando en la Belos, y que algún día lo pasarán por las televisiones de la Tierra. Cuidado con lo que decís.

En los cascos de los trajes se escuchó la voz de Luca:

– No hay problema, Susana, en la Tierra se cuidarán mucho de emitir algo que dañe de alguna forma la imagen de héroes que venderán de nosotros. Esta misión ha sido un completo fiasco y los héroes vienen muy bien para desviar la atención de los fracasos. Con un poco de suerte seremos elevados a los altares.