– Tus sueños están a salvo, Erik.
Me devolvió la sonrisa.
– Vuelva dentro de unos días y compartiré con usted lo que sepa. Prepararé té de nuevo.
Al mirar alrededor de la tienda vacía, pensando que no había aparecido ningún cliente durante mi visita, de repente sentí la necesidad de hacer algo por su negocio.
– Deja que compre un poco de ese té antes de irme.
Me dirigió una mirada indulgente, con un brillo de diversión en los ojos castaños, como si conociera mis verdaderas intenciones.
– Siempre la he tenido por alguien más aficionada al té negro… o admiradora de la cafeína, al menos.
– Oye, incluso a mí me gusta jugar con fuego de vez en cuando. Además, estaba bueno… a su herbácea y descafeinada manera.
– Le daré tus cumplidos a mi amiga. Es ella la que prepara las mezclas, yo sólo las vendo.
– Conque amiga, ¿eh?
– Amiga y nada más, señorita Kincaid.
Se acercó a una estantería detrás del mostrador, donde se alineaban distintas variedades de té. Me acerqué para pagar y admiré algunas de las joyas que había bajo el cristal. Me llamó la atención una pieza en particular, una gargantilla de tres hileras de perlas de agua dulce, de color melocotón, intercaladas con cuentas de cobre o trocitos de cristal verdemar. Un colgante de cobre con forma de ankh era la atracción principal.
– ¿Esto también es de alguno de los artesanos de la zona? -Lo hizo un viejo amigo que tengo en Tacoma. -Erik metió la mano en el expositor, sacó la gargantilla y la dejó encima del mostrador para enseñármela. Pasé las manos por las delicadas perlas lustrosas, todas ellas de forma ligeramente irregular.
– Creo que mezcló algo de influencia egipcia, pero su intención era invocar el espíritu de Afrodita y el mar, crear algo que se podrían haber puesto las sacerdotisas de la antigüedad.
– Nunca lucían nada así de elegante -murmuré mientras le daba la vuelta a la gargantilla y comprobaba el elevado precio que marcaba la etiqueta. Me descubrí hablando sin ser consciente de ello-. La influencia egipcia estaba presente en muchas de las antiguas ciudades griegas. En las monedas de Chipre se acuñaban ankhs, además de efigies de Afrodita.
El tacto del cobre del ankh me trajo a la memoria otro collar, uno perdido hacía mucho bajo el polvo del tiempo. Aquel era más sencillo: una simple ristra de cuentas grabadas con ankhs diminutos. Pero mi marido me lo había regalado la mañana de nuestra boda, colándose en nuestra casa a hurtadillas justo después del amanecer en un gesto inusitadamente impulsivo para él.
Le había regañado por la indiscreción.
– ¿Qué haces? Me vas a ver esta tarde… ¡y después todos los días!
– Tenía que darte esto antes de la boda. -Me enseñó la hilera de cuentas-. Era de mi madre. Quiero que te lo quedes, y que te lo pongas hoy.
Se inclinó hacia delante y me ciñó el cuello con ellas. Cuando sus dedos me rozaron la piel, una oleada cálida y hormigueante recorrió todo mi cuerpo. A la tierna edad de quince años no entendía exactamente esas sensaciones, aunque estaba decidida a explorarlas. Hoy en día, más sabia, las reconocía como los primeros coletazos de la pasión que eran, y… en fin, también había algo más. Algo que aún no alcanzaba a comprender por completo. Una conexión eléctrica, la sensación de que estábamos ligados a algo superior a nosotros. Sabía que estar juntos era inevitable.
– Ea -había dicho cuando las cuentas estuvieron seguras y mi cabello de nuevo en su sitio-. Perfecto.
No añadió nada más. No hacía falta. Sus ojos me decían todo lo que necesitaba saber, y me estremecí. Antes de Kyriakos, ningún hombre me había dirigido un segundo vistazo. Después de todo yo era la desgarbada hija de Marthanes, la lenguaraz que hablaba sin pensar. (El cambio de forma resolvería uno de esos problemas, a la larga, pero no el otro.) Sin embargo Kyriakos siempre me había escuchado y me observaba como si yo fuera algo más, alguien tentador y deseable, como las hermosas sacerdotisas de Afrodita que realizaban aún sus rituales a escondidas de los religiosos cristianos.
Quería tocarlo, sin comprender cuánto hasta que tomé su mano de repente, inesperadamente. La coloqué en mi cintura y lo atraje hacia mí. La sorpresa ensanchó sus ojos, pero no se resistió. Éramos casi igual de altos, lo que facilitó que su boca se aplastara contra la mía en un beso demoledor. Me apoyé en la cálida pared de piedra que había a mi espalda hasta quedar aprisionada entre ella y él. Podía sentir todas las partes de su cuerpo contra el mío, pero todavía no estábamos lo bastante cerca. Ni por asomo.
Nuestros besos ganaron en ardor, como si sólo nuestros labios pudieran tender un puente sobre el angustioso abismo que nos separaba. Moví su mano de nuevo, esta vez para subir mi falda sobre un muslo. Sus dedos acariciaron la piel tersa que quedó al descubierto y, sin necesidad de más apremio, se deslizó hasta la cara interior. Arqueé la espalda hacia su cuerpo, contoneándome casi contra él, desesperada por sentir su tacto en todas partes.
– ¿Letha? ¿Dónde te has metido?
La voz de mi hermana llegó en alas del viento; no estaba cerca, pero no tardaría en llegar. Kyriakos y yo nos separamos, jadeantes, con el pulso acelerado. Me miraba como si estuviera viéndome por primera vez, con un brillo abrasador en los ojos.
– ¿Alguna vez has estado con alguien? -preguntó, extrañado.
Sacudí la cabeza.
– Cómo… nunca te imaginé capaz…
– Aprendo rápido.
Sonrió y apretó mi mano contra sus labios.
– Esta noche -exhaló-. Esta noche…
– Esta noche -convine.
Entonces retrocedió, con la mirada aún encendida.
– Te quiero. Eres mi vida.
– Yo también te quiero. -Sonreí y lo vi partir. Un minuto después, oí otra vez a mi hermana.
– ¿Letha?
– ¿Señorita Kincaid?
La voz de Erik me despertó del recuerdo, y de improviso volví a encontrarme en su tienda, lejos del hogar de mi familia, reducido a ruinas hacía tanto tiempo. Sostuve su mirada interrogante y levanté el collar.
– Me llevo esto también.
– Señorita Kincaid -dijo con nerviosismo, manoseando la etiqueta del precio. La ayuda que le ofrezco… no hay necesidad… es
Lo sé le aseguré Ya lo sé. Pon esto en mi cuenta, de todos modos. Y pregúntale a tu amigo si podría hacer unos pendientes a juego.
Salí del establecimiento con la gargantilla puesta, pensando aún en aquella mañana, la sensación de ser tocada por vez primera, tocada únicamente por alguien a quien amaba. Expulse el aire despacio y lo aparté de mi mente. Como tantas otras veces.
Capítulo 9
A mi regreso a Queen Avenue descubrí que tenía aún toda la noche por delante. Por desgracia, no tenía nada que hacer. Un súcubo sin vida social. Qué triste. Más triste aún era el hecho de que podría haber tenido un montón de cosas que hacer, pero les había dado la espalda a todas. No sería porque Doug no me había pedido salir más de una vez; seguro que ahora estaba disfrutando de su tiempo con una mujer más complaciente. A Román también le había dado calabazas, por bonitos que fueran sus ojos. Sonreí ensimismada, recordando su agradable conversación y su encantadora agudeza. Podría haber sido el O'Neill de las novelas de Seth hecho realidad.
Pensar en Seth me recordó que todavía tenía mi libro y que iba ya para tres días. Suspiré, deseando saber qué ocurriría a continuación, perderme en las páginas de Cady y O'Neill. Ésa sí que sería una buena manera de pasar la velada. Cabrón. No me lo devolvería nunca. Jamás averiguaría qué…
Con un gemido, me dieron ganas de pegarme una palmada en la frente por estúpida. ¿Trabajaba en una librería importante o no? Después de aparcar el coche, caminé hasta Emerald City y encontré la espectacular colección de ejemplares de El pacto de Glasgow expuestos aún desde la sesión de firmas. Cogí una copia y me dirigí con ella al mostrador principal. Beth, una de las cajeras, estaba libre en ese momento.