A lo largo de todo el apasionante discurso, Román y yo mantuvimos el contacto, tocándonos con las manos, los brazos y las piernas. En ningún momento intentó besarme, por lo que di gracias, puesto que eso hubiera sido meterse en campo minado. La cita era verdaderamente ideal para mí: conversación estimulante y todo el contacto físico que un súcubo podía controlar sin peligro. Cruzábamos insinuaciones sin esfuerzo, como si estuviéramos leyendo un guión.
Nuestras bebidas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, y antes de darme cuenta estábamos nuevamente en la calle, despidiéndonos y concertando otra cita. Intenté protestar como de costumbre, pero los dos sabíamos que no sonaba convencida. Román insistía incesantemente en que le debía una escapada de verdad, sin carabinas. Allí de pie junto a él, abrigada por su presencia, me sorprendió lo mucho que deseaba esa cita. La pega de dar largas a los tipos buenos es que siempre termino sola. Sin dejar de mirar a Román, decidí que quería dejar de estar sola… al menos durante algún tiempo.
De modo que accedí a volver a verlo, desoyendo las alarmas mentales que disparaba esta decisión. Su rostro se iluminó, y pensé que ahora definitivamente intentaría besarme en la boca. La perspectiva hizo que mi corazón latiera desbocado, temeroso y dispuesto.
Sin embargo, al parecer, mis anteriores desvaríos neuróticos sobre guardar las distancias habían calado hondo. Se limitó a sostenerme la mano, para finalmente rozarme la mejilla con los labios en un beso que apenas si era merecedor de tal nombre. Se alejó por las calles de Queen Anne; un momento después, cubrí andando la media manzana de distancia hasta mi apartamento.
Cuando llegué a la puerta descubrí que había una nota pegada en ella, con mi nombre escrito en letras elegantes y recargadas. Me recorrió un escalofrío de aprensión. La nota decía:
Eres una mujer hermosa, Georgina. Lo suficientemente hermosa, creo, como para tentar incluso a los ángeles, algo que ya no ocurre con tanta frecuencia como debería. Una belleza como la tuya no requiere ningún esfuerzo, sin embargo, cuando puedes darle la forma que desees. Tu corpulento amigo, por desgracia, no puede permitirse ese lujo, lo cual es una auténtica lástima después de lo ocurrido hoy. Afortunadamente, trabaja en el negocio adecuado para corregir cualquier daño sufrido por su aspecto.
Me quedé mirando la nota como si pudiera morderme. No estaba firmada, por supuesto. La arranqué de la puerta, entré corriendo en mi apartamento y descolgué el teléfono. Marqué el número de Hugh sin perder tiempo. Con las pistas «corpulento» y «negocio adecuado», era la única persona a la que podía referirse la nota.
Su teléfono sonó una y otra vez antes de dar paso al contestador automático. Irritada, marqué el número de su móvil.
Después de tres tonos, respondió una desconocida voz de mujer.
– ¿Está Hugh Mitchell ahí?
Se produjo una larga pausa.
– Él… no puede hablar en estos momentos. ¿Quién llama, por favor?
– Georgina Kincaid al habla. Soy amiga suya.
– He oído hablar de ti, Georgina. Soy Samantha. Ni su nombre me decía nada, ni tenía paciencia para andarme con rodeos.
– Bueno, entonces, ¿puedo hablar con él, por favor?
– No… -Su voz sonaba tensa, preocupada-. Georgina, ha ocurrido una desgracia…
Capítulo 11
Los hospitales son espeluznantes, fríos y estériles. Un auténtico recordatorio de la tenue naturaleza de la mortalidad. Pensar que Hugh estuviera aquí me ponía enferma, pero reprimí mis sentimientos lo mejor que pude mientras corría por los pasillos hasta la habitación indicada por Samantha.
Al llegar encontré a Hugh plácidamente tendido en la cama, ceñido su corpachón por una bata, magullada y vendada la piel. Una figura rubia estaba sentada junto a la cama, a su lado, sosteniéndole la mano. Se giró sorprendida cuando irrumpí en el cuarto.
– Georgina -dijo Hugh, dedicándome una débil sonrisa-. Eres muy amable dejándote caer.
La rubia, presumiblemente Samantha, me estudió con nerviosismo. Esbelta y con ojos de gacela, afianzó su presa sobre la mano de Hugh; supuse que ésta debía de ser la veinteañera del trabajo. Así lo atestiguaban sus pechos artificiales.
– Está bien -la tranquilizó Hugh-. Ésta es mi amiga Georgina. Georgina, Samantha.
– Hola -le dije, tendiéndole la mano. Me la estrechó. La suya estaba helada, y comprendí entonces que su nerviosismo no obedecía tanto al hecho de conocerme como a la preocupación generalizada por lo que le había sucedido a Hugh. Conmovedor.
– Cariño, ¿nos disculpas un momento a Georgina y a mí? ¿Por qué no bajas a la cafetería y te tomas algo? -Hugh se dirigía a ella con delicadeza y amabilidad, en un tono que rara vez empleaba con el resto de nosotros en nuestras noches de pubs.
Samantha se volvió hacia él, indecisa.
– No quiero dejarte solo.
– No estaré solo. Georgina y yo tenemos que hablar. Además, es… esto… cinturón negro; no me pasará nada.
Hice un mohín en dirección a Hugh a espaldas de Samantha, mientras ésta se lo pensaba.
– Supongo que está bien… llámame al móvil si me necesitas, ¿vale? Enseguida vuelvo.
– Claro -prometió Hugh, besándole la mano.
– Te echaré de menos.
– Yo a ti más.
Samantha se levantó, me echó otro vistazo dubitativo, y se retiró.
La vi salir un momento antes de ocupar la silla junto a Hugh.
– Qué dulzura. Creo que me van a salir caries.
– No hace falta ponerse sarcástico. Sólo porque tú seas incapaz de establecer lazos serios con los mortales.
Su puya me hizo más daño del que seguramente debería, claro que, todavía estaba pensando en Román.
– Además -continuó-, está un poco preocupada por lo de hoy.
– Ya, me lo imagino. Jesús. Mírate.
Examiné sus heridas con detenimiento. Bajo algunas de las vendas se atisbaban series de puntos, y aquí y allá florecían hinchazones moradas.
– Podría ser peor.
– ¿Sí? -repuse bruscamente. Nunca había visto un inmortal tan lastimado.
– Claro. Para empezar, podría estar muerto, y no es así. Además, me curo igual que tú. Deberías haberme visto esta tarde, cuando me trajeron. Lo peliagudo será largarme de aquí antes de que alguien se fije en lo deprisa que me estoy recuperando.
– ¿Lo sabe Jerome?
– Por supuesto. Lo llamé antes, pero ya lo había presentido. Supongo que aparecerá de un momento a otro. ¿Te ha avisado él?
– No exactamente -reconocí, remisa a mencionar la nota todavía-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde te atacaron?
– No recuerdo gran cosa. -Hugh se encogió ligeramente de hombros, maniobra complicada para quien está tumbado de espaldas. Sospechaba que ya les había contado esta historia a varias personas-. Salí a tomar un café. Estaba solo en el aparcamiento, y cuando regresaba al coche, este… tipo, supongo, se me echó encima y me agredió. Sin previo aviso.
– ¿Supones?
Frunció el ceño.
– Lo cierto es que no pude verlo bien. Era grande, eso sí, hasta ahí pude fijarme. Y fuerte… realmente fuerte. Mucho más de lo que hubiera creído posible.
El propio Hugh no era ningún alfeñique. Cierto, no levantaba pesas ni se cuidaba mucho el cuerpo, pero tenía buena percha y carne de sobra colgando de ella.
– ¿Por qué paró? -pregunté-. ¿Os vio alguien?