Lo que se fue confirmando a medida que se desarrollaba la noche. Mi cómputo de bolos aumentó lentamente, aunque pronto caí en la mala costumbre de provocar splits con el primer lanzamiento. Pese a todas las explicaciones de Román, no demostré la menor aptitud a la hora de cazarlos. La verdad sea dicha, sus consejos eran buenos e inofensivos, y también me hizo alguna demostración práctica.
– El brazo va así, y el resto del cuerpo se inclina de esta manera -me explicó, de pie a mi espalda con una mano en mi cadera y otra en mi muñeca. Su contacto me caldeaba la piel, y me pregunté hasta qué punto lo impulsaba realmente el altruismo, y hasta qué punto estaba aprovechando la excusa para ponerme las manos encima. En mi trabajo como súcubo ejercía esas técnicas con frecuencia. Los hombres se volvían locos, y ahora entendía por qué. Estratagema o no, no le pedí que parara. Alcancé mi mejor momento en la segunda partida, donde conseguí incluso un strike, aunque mi actuación declinó en la tercera ronda, cuando la cerveza y el cansancio hicieron mella en mí. Román se percató y dio por concluida nuestra aventura bolística, elogiando mi evolución como sumamente impresionante.
– ¿Ahora tenemos que ir a cenar a algún tugurio para continuar con esta fantasía de cita cutre que has planeado?
Me rodeó con un brazo mientras nos dirigíamos al coche.
– Supongo que eso depende de si has sucumbido a mi maquiavélico encanto o no.
– Si digo que sí, ¿me llevarás a algún sitio decente? A veces los restaurantes elegantes funcionan, ¿sabes?
Terminamos en un japonés refinado, para mi satisfacción. Nos tomamos nuestro tiempo disfrutando de la comida y la conversación, y de nuevo el ingenio y los conocimientos de Román me dejaron impresionada. Esta vez hablamos de temas de actualidad, compartiendo opiniones sobre noticias recientes y cultura, cosas que nos gustaban, cosas que nos volvían locos, etc. Descubrí que Román había viajado bastante, y que tenía las ideas muy claras en cuestión de política y asuntos internacionales.
– Este país está tan pagado de sí mismo -se lamentó mientras pegaba un sorbo de sake-. Es como un espejo gigante. Se pasa el día sentado, mirándose el ombligo. Cuando se molesta en levantar la cabeza, sólo es para decirles a los demás «haced esto» o «sed iguales que yo». Nuestra política militar y económica hostiga a los ciudadanos de fuera de nuestras fronteras, y en el interior, los grupos conservadores se encargan de hostigarnos a nosotros. Lo odio.
Lo escuchaba con interés, intrigada por esta faceta de un tipo por lo general informal y tranquilo.
– Pues haz algo al respecto. O vete.
Sacudió la cabeza.
– Palabras típicas de una ciudadana acomodaticia. La vieja política de «si no te gusta, te puedes largar». Por desgracia, separarse de las raíces de uno es un poco más complicado. -Se reclinó y le quitó hierro a sus palabras con una sonrisita-. Además, de vez en cuando sí que hago algo. Cosas pequeñas. Libro mi propia batalla contra el estatus quo, ¿sabes? Asisto a manifestaciones. Me niego a comprar productos elaborados con mano de obra del tercer mundo.
– ¿No compras pieles? ¿Comes alimentos orgánicos?
– Eso también -se rió.
– Tiene gracia -dije tras un momento de silencio. Se me acababa de ocurrir una idea.
– ¿El qué?
– Todo este tiempo hemos hablado de temas actuales. Sin compartir traumas de la infancia, experiencias universitarias, antiguas parejas, o lo que sea.
– ¿Y qué tiene eso de gracioso?
– Nada, en realidad. Es sólo que el proceso de apareamiento humano parece dictar generalmente que todo el mundo comparta sus historias.
– ¿Quieres hacerlo?
– La verdad, no. -De hecho, detestaba esa parte de las citas. Siempre tenía que manipular mi pasado. Aborrecía mentir, tener que llevar la cuenta de mis historias.
– Creo que el pasado ya nos acosa lo suficiente sin necesidad de enredarlo en nuestro presente. Prefiero mirar adelante, no atrás.
Lo estudié con curiosidad.
– ¿Tu pasado te acosa?
– Mucho. Todos los días lucho para que no me alcance. Unas veces gano yo, otras él.
Sólo Dios sabía que el mío hacía lo mismo. Era curioso hablar con alguien de esto, alguien que opinaba lo mismo. Me pregunté cuánta gente viajaría por el mundo con su equipaje invisible, ocultándoselo a los demás. Aunque acarreara dicho equipaje, lo mantenía escondido en todo momento. Sentía la necesidad imperiosa de mantener las apariencias… de ahí la llamada «buena cara». Sonreía y asentía mientras atravesaba las peores rachas de mi vida, y cuando esa reacción superficial no bastaba, huía… aunque me costara el alma.
Esbocé una ligera sonrisa.
– Bueno, en tal caso me alegra que tú y yo nos atengamos al presente.
Manipuló mis palabras.
– Yo también me alegro. De hecho, mi presente tiene una pinta estupenda ahora mismo. A lo mejor mi futuro también, si sigo minando tu determinación.
– No te pases.
– Oh, venga. Reconócelo. Mi rebelión frente a la autoridad te resulta intrigante. Tal vez erótica, incluso.
– Creo que «divertida» sería una palabra más adecuada. Si quieres saber lo que es rebelión deberías pasar algún tiempo con Doug, mi compañero de trabajo. Tenéis mucho en común. De día se arregla y finge ser un asistente de ventas respetable, pero por la noche canta en una banda atroz para dar rienda suelta a su descontento con la sociedad a través de la música.
Un brillo de interés iluminó los ojos de Román.
– ¿Toca por aquí cerca?
– Sí. Este sábado actúa en la Old Greenlake Brewery. Iré a verlo con otros empleados.
– ¿Sí? ¿A qué hora quieres que te recoja?
– No recuerdo haberte invitado.
– ¿No? Porque juraría que acabas de decirme un día y un sitio. A mí me suena a invitación pasiva. Ya sabes, del tipo donde me tocaría preguntar «¿te importa que vaya?», y tú respondes «claro, sin problemas», y así. Sólo me he saltado unos pocos pasos.
– Qué práctico -observé.
– Entonces… ¿te importa que vaya?
Solté un gemido.
– Román, no podemos seguir viéndonos. Al principio tenía gracia, pero se suponía que iba a ser sólo una cita. Ya hemos superado ese límite. En el trabajo se piensan que eres mi novio. -Casey y Beth me habían felicitado recientemente por el «buen ejemplar» que había pescado.
– ¿Sí? -Parecía encantado con la idea.
– No bromeo. Hablo en serio cuando digo que no quiero empezar nada serio con nadie en estos momentos.
Y sin embargo, no hablaba realmente en serio. No con el corazón. Me había pasado siglos privándome de cualquier clase de relación seria con otra persona, y me dolía. Incluso cuando había cultivado relaciones con tipos decentes en mis días de gloria como súcubo, inmediatamente después del sexo los abandonaba y desaparecía. En cierto modo, mi vida era ahora más dura. Evitaba la culpa que sentía al robar la energía vital de un hombre agradable, pero tampoco conocía nunca el verdadero compañerismo. Nadie se preocupaba exclusivamente por mí. Cierto, tenía amigos, pero ellos vivían su vida, y debía apartar por su propio bien a quienes se acercaban demasiado, como Doug.
– ¿No crees en las citas informales? ¿O en la amistad entre hombres y mujeres?
– No -respondí tajantemente-. No creo en eso.
– ¿Qué hay de los otros hombres en tu vida? ¿Ese Doug? ¿El instructor de baile? ¿Incluso ese escritor? Eres amiga de ellos, ¿no?
– Bueno, sí, pero es distinto. No me siento atraída…
Me mordí la lengua, pero ya era demasiado tarde. La esperanza y el placer florecieron en el gesto de Román. Se inclinó hacia mí, acariciándome la mejilla con la mano.
Tragué saliva, aterrada y electrizada por su proximidad. La cerveza y el sake me habían dejado el cuerpo y la mente temblorosos, y me hice la promesa de no beber la próxima vez que saliéramos. Aunque no íbamos a volver a salir… ¿verdad? El alcohol me nublaba los sentidos, dificultaba el distinguir entre el instinto de alimentación de súcubo y la pura pasión animal. Cualquiera de los dos era peligroso cerca de él.