Y sin embargo… en aquel momento, la lujuria no era realmente el problema. Lo era él. Estar con él. Hablar con él. Volver a tener a alguien en mi vida. Alguien que se preocupaba por mí. Alguien que me comprendía. Alguien a quien acudir. Y con quien estar.
– ¿A qué hora quieres que te recoja? -murmuró.
Agaché la cabeza, acalorada de repente.
– El concierto empieza tarde…
Su mano se deslizó desde mi mejilla a mi nuca, enlazándose en mi cabello e inclinando mi rostro hacia el suyo.
– ¿Te apetece hacer algo antes?
– No deberíamos. -Todas mis palabras sonaban débiles e interminables, como si tuviera la boca pastosa.
Román se agachó y me dio un beso en la oreja.
– Estaré en tu casa a las siete.
– A las siete -repetí.
Sus labios pasaron a besar la parte de mi mejilla pegada a mi oreja, luego el centro de la mejilla, después justo debajo de la boca. Sus labios flotaban rozando los míos; todo mi cuerpo estaba concentrado en esa proximidad. Podía sentir el calor de su boca, como si fuera su propia aura privada. Todo se movía a cámara lenta. Quería que me besara, quería que me consumiera con sus labios y su lengua. Lo quería y lo temía, pero me sentía impotente para actuar en uno u otro sentido.
– ¿Les puedo ofrecer algo más?
La voz ligeramente azorada del camarero hizo añicos mi ensimismamiento, devolviéndome de golpe a la realidad, recordándome qué le ocurriría a Román siquiera con un beso. No demasiado, cierto, pero suficiente. Me zafé de su abrazo y sacudí la cabeza.
– Nada más. La cuenta.
Román y yo hablamos poco después de aquello. Me llevó a casa y no intentó nada cuando me acompañó hasta la puerta; se limitó a sonreír con dulzura mientras volvía a besarme bajo la barbilla y me recordaba que se pasaría a las siete el sábado.
Me fui a la cama nerviosa y ávida de sexo. El alcohol me ayudó a conciliar el sueño con facilidad, pero cuando me desperté por la mañana, aturdida, todavía podía recordar la sensación de sus labios tan cerca de los míos. El abrasador anhelo regresó con más fuerza que nunca.
– Esto no está bien -me quejé para Aubrey mientras rodaba fuera de la cama.
Disponía de tres horas antes de empezar a trabajar y sabía que necesitaba hacer algo aparte de soñar despierta con Román. Al acordarme de que no había vuelto a llamar a Erik, decidí hacerle una visita. La teoría del cazador de vampiros había quedado más o menos obsoleta por lo que a mí respectaba, pero quizá hubiera averiguado algo útil. También podía preguntarle acerca de los ángeles caídos.
Teniendo en cuenta la amenaza del «encierro», probablemente debería sentir más reparos por regresar a Arcana, S.A. Sin embargo, me sentía relativamente a salvo. Una cosa que había aprendido sobre el archidemonio era que no le gustaba madrugar. No necesitaba descansar realmente, claro, pero era un lujo mortal al que se había aficionado. Esperaba que estuviera dormido, dondequiera que estuviese, sin ninguna forma de saber qué me proponía hacer.
Me vestí, desayuné, y pronto tomé la carretera a Lake City. Esta vez encontré la tienda sin problemas, desolada nuevamente por su destartalada fachada y su aparcamiento vacío. Sin embargo, cuando entré, vi una figura inclinada sobre una esquina de libros, demasiado alta para tratarse de Erik. Me recorrió una oleada de placer ante la idea de que Erik tuviera más clientes, hasta que la figura se enderezó y me taladró con sus sarcásticos ojos grises.
– Hola, Georgina.
Tragué saliva.
– Hola, Cárter.
Capítulo 13
Cárter cogió un libro y lo hojeó distraídamente. Llevaba el lacio pelo rubio recogido bajo una gorra de béisbol puesta del revés, y su camisa de franela parecía haber visto días mejores.
– ¿Buscas repuestos para el altar? -Me preguntó sin levantar la cabeza-. ¿O venías a desempolvar tus conocimientos de astrología?
– Lo que haga aquí no es de tu incumbencia -le espeté, demasiado conmocionada por su aparición como para pensar en algo gracioso o incluso plausible.
Aquellos ojos grises volvieron a posarse en mí.
– ¿Sabe Jerome que estás aquí?
– Tampoco es de su incumbencia. ¿Por qué? ¿Te vas a chivar?
Las palabras sonaron desafiantes, aunque una parte de mí no dejaba de pensar que si realmente era Cárter quien estaba detrás de los ataques, el enfado de Jerome sería la menor de mis preocupaciones.
– A lo mejor. -Cerró el libro y lo sostuvo entre las palmas-. Aunque sospecho que, a largo plazo, me reiré más si espero y dejo que tus planes prosigan sin interrupciones.
– No sé de qué «planes» me hablas. ¿Es que no puede una ir de compras sin que le apliquen el tercer grado? Mira cómo yo no te pregunto qué haces tú aquí.
Lo cierto era que me moría por saber qué estaba haciendo allí.
No me sorprendía que conociera a Erik, todos lo conocíamos, pero encontrarlo aquí después de todo lo que había pasado últimamente no hacía sino aumentar mis sospechas.
– ¿Yo? -Levantó el libro que había estado hojeando. Aprende brujería en 30 días o menos-. Tengo que recuperar el tiempo perdido.
– Qué mono.
– Cumplidos de una maestra. Me siento halagado. ¿Has tenido ya tiempo suficiente para inventarte una coartada igualmente «mona»? -Posó el libro.
– Señorita Kincaid. -Erik entró en la estancia antes de que yo pudiera responder nada-. Cuánto me alegro de verla. Mi amigo acaba de dejar los pendientes que me pidió.
Me quedé mirándolo fijamente, aturdida por un momento, hasta que recordé la gargantilla de perlas, además de los pendientes que tan impulsivamente le había pedido.
– Me alegra que haya podido hacerlos tan deprisa.
– Buena finta -reconoció Cárter en voz baja.
No le hice caso.
Erik abrió una cajita para mí, y me asomé a su interior. Tres diminutas ristras de perlas de agua dulce, idénticas a las del collar, colgaban de los delicados alambres de cobre de cada pendiente.
– Son preciosos -le dije. Hablaba en serio-. Dale las gracias a tu amigo. Tengo un vestido al que le sentarán de maravilla.
– Debe de ser un alivio -comentó Cárter, viendo cómo Erik llevaba los pendientes al mostrador-. Disponer de los accesorios adecuados, digo. Cody dice que estás teniendo muchas citas últimamente. Supongo que no habrás tenido tiempo de leer el libro que te mandé.
Le di mi tarjeta de crédito a Erik. Cody había visto mi séquito masculino en la clase de baile, pero hasta ayer no le había dicho nada de mi consiguiente cita con Román.
– ¿Cuándo has hablado con Cody?
– Anoche.
– Tiene gracia, también yo. Y aquí estás hoy. ¿Me estás siguiendo? Un brillo de diversión iluminó los ojos de Cárter.
– Yo he llegado primero. A lo mejor eres tú la que me sigue. A lo mejor estás cogiéndole gusto a esto de las citas e intentas encontrar la manera de pedirme una.
Firmé el recibo de la tarjeta de crédito y se lo devolví a un callado y atento Erik.
– Lo siento. Me gustan los hombres con un poco más de vida.
Cárter soltó una risita ante mi chiste. El sexo con otros inmortales no me reportaba ninguna energía.
– Georgina, a veces pienso que merecería la pena seguirte, tan sólo para ver qué dices a continuación.
Erik levantó la cabeza. Si se sentía incómodo en medio del fuego cruzado de dos inmortales, no daba muestras de ello.
– ¿Le apetece tomar el té con nosotros, señor Cárter? Iba usted a quedarse, ¿verdad, señorita Kincaid?
Le dediqué a Erik una de mis mejores sonrisas.
– Sí, por supuesto.
– ¿Señor Cárter?