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La coordinación y la desesperación se combinaron para arrojarme contra la gente, que respondía con distintos grados de educación a mi manía. ¿Me seguía Román? No lo sabía. Había bebido por lo menos tanto como yo; su coordinación no sería mucho mejor. Si pudiera quedarme a solas, cambiaría de forma o me volvería invisible para salir de aquí…

Empujé una puerta, y una oleada de frío aire nocturno me engulló de pronto. Jadeante, miré a mí alrededor. Estaba en el aparcamiento de la parte de atrás. Estaba repleto de coches, y había unos cuantos fumadores de hachís que no me prestaron atención. La puerta que acababa de trasponer se abrió, y me giré, esperándome a Román. En vez de eso vi a Seth, con cara de preocupación.

– No te acerques a mí -le advertí.

Levantó las manos, adelantando las palmas en un gesto conciliador mientras se acercaba despacio.

– ¿Estás bien?

Retrocedí dos pasos, revolviendo el interior de mi bolso.

– Estoy bien. Es sólo que tengo que… tengo que salir de aquí… alejarme de él. -Saqué el móvil con la intención de llamar a alguno de los vampiros. Se me escurrió entre los dedos, esquivó mis intentos por capturarlo, y golpeó el asfalto con un chasquido enfermizo-. Joder.

Me arrodillé, recogí el teléfono y contemplé desesperada los garabatos de la pantalla.

– Joder -repetí.

Seth se arrodilló junto a mí.

– ¿Qué puedo hacer?

Lo miré. Su cara oscilaba, borrosa.

– Tengo que salir de aquí. Tengo que alejarme de él.

– Vale. Vamos. Te llevaré a casa.

Seth me tomó del brazo, y tuve la vaga impresión de que me conducía unas pocas manzanas hasta un coche de color oscuro. Me ayudó a subir y arrancó. Me recliné en el asiento y me sumergí en la sensación del paseo, dejándome llevar por el balanceo de la inercia, adelante y atrás, adelante y atrás…

– Para.

– ¿Qué?

– ¡Que pares!

Así lo hizo, y yo abrí la puerta para verter el contenido de mi estómago en la calle. Cuando hube terminado, Seth aguardó un momento antes de preguntar:

– ¿Te encuentras en condiciones de seguir?

– Sí.

Pero pocos minutos después, le obligué a hacerse a un lado y repetí la operación.

– Este… viaje me está matando -jadeé cuando volvimos a la carretera-. No puedo quedarme en el coche. El movimiento…

Seth frunció el ceño; de improviso, giró bruscamente a la derecha, a punto de provocar que vomitara dentro del vehículo.

– Lo siento -dijo.

Condujimos unos minutos más, y ya me disponía a pedirle que parara de nuevo cuando el coche se detuvo. Me ayudó a salir, y miré en rededor, sin reconocer el edificio que se alzaba ante nosotros.

– ¿Dónde estamos?

– Mi casa.

Me guió adentro, directamente a un cuarto de baño donde no tardé en arrodillarme y rendirle tributo al retrete, liberando nuevamente más líquido del que creía posible que cupiera en mi interior. Era distantemente consciente de Seth a mi espalda, apartándome el pelo. Tenuemente, recordé que los inmortales superiores como Jerome y Cárter podían dejarse afectar por el alcohol hasta donde ellos quisieran, eligiendo despejarse a voluntad. Cabrones.

No sé cuánto tiempo pasé de rodillas antes de que Seth me ayudara a incorporarme con delicadeza.

– ¿Te tienes en pie?

– Creo que sí.

– Tienes… eh… en el pelo y en el vestido. Me parece que deberías cambiarte.

Bajé la mirada a la tela georgette azul marino y suspiré.

– Sugerente.

– ¿Cómo?

– No importa. -Empecé a bajarme los tirantes para poder desenfundarme el vestido. Seth enarcó las cejas y se dio media vuelta corriendo.

– ¿Qué haces? -preguntó con voz fingidamente normal.

– Necesito una ducha.

Desnuda, me metí en la bañera a trompicones y abrí el grifo. Seth, aún sin mirarme, se retiró hasta la puerta.

– No irás a caerte ni nada.

– Espero que no.

Me coloqué debajo del agua, cuyo calor me arrancó un gemido. Me apoyé en la pared de baldosas y dejé que el pesado chorro me purificara. El shock me despejó las ideas de repente. Levanté la cabeza y vi que Seth se había ido; la puerta del cuarto de baño estaba cerrada. Suspiré y cerré los ojos con fuerza, deseando caer de rodillas y desmayarme. Allí de pie, pensé otra vez en Román, en lo agradable que había sido besarlo. No sabía qué iba a pensar de mí ahora, no después de mi comportamiento.

Cuando cerré el grifo y salí de la bañera, la puerta se abrió una rendija.

– ¿Georgina? Usa esto.

Una toalla y una camiseta gigante volaron por los aires antes de que la puerta volviera a cerrarse. Me sequé y me puse la camiseta. Era roja y lucía una imagen de Black Sabbath. Qué bien.

La actividad me pasó factura, sin embargo, y volvió a invadirme una oleada de náusea.

– No -gemí, camino del retrete.

La puerta se abrió.

– ¿Estás bien? -Seth entró y de nuevo me sujetó el pelo. Esperé, pero no pasó nada. Finalmente me puse de pie, temblorosa. -Estoy bien. Necesito tumbarme.

Me sacó del cuarto de baño y me llevó a un dormitorio presidido por una cama enorme sin hacer. Me desplomé encima de ella, agradecida porque fuera llana y estable, aunque la habitación continuaba dando vueltas. Seth se sentó con cuidado al borde de la cama, observándome con expresión dubitativa.

– Lo siento mucho -le dije-. Siento que hayas tenido que… hacer todo esto.

– No pasa nada.

Cerré los ojos.

– Las relaciones son una mierda. Por eso no acepto citas de nadie. Al final siempre sale alguien perjudicado.

– La mayoría de las cosas buenas conllevan el riesgo de algo malo -observó en tono filosófico.

Me acordé de la carta que me había enviado, en la que hablaba de la relación duradera que había descuidado en favor de su escritura.

– ¿Volverías a hacerlo? -pregunté-. ¿Saldrías con esa chica? ¿Aunque supieras que el resultado sería exactamente el mismo?

Se produjo una pausa.

– Sí.

– Yo no.

– ¿Tú no qué?

Abrí los ojos y lo miré.

– Estuve casada una vez. -Era la clase de confesión motivada por el alcohol que una no pronunciaría jamás de estar sobria-. ¿Lo sabías?

– No.

– Nadie lo sabe.

– Entonces, ¿no funcionó? -preguntó Seth al ver qué pasaba el tiempo sin que yo añadiera nada más.

No pude evitar soltar una risita de amargura. ¿Que si no funcionó? Eso era quedarse corto. Había sido débil y estúpida, rendida a los mismos impulsos físicos que habían estado a punto de llevarme al desastre con Román. Sólo que en el caso de Aristón, no podía justificar mi desliz con el alcohol. Estaba sobria por completo, y sinceramente, creo que llevaba mucho tiempo planeándolo de todos modos. Igual que él.

Había venido un día para hacerme otra visita, sólo que esta vez no hablamos demasiado. Creo que para entonces los dos estábamos ya por encima de conversaciones. Ambos nos mostrábamos nerviosos, deambulando sin rumbo y quedándonos parados, conversando sobre trivialidades que no nos interesaban realmente. Mi atención estaba volcada sobre su presencia física, sobre su cuerpo y los poderosos músculos de sus brazos y piernas. El aire estaba tan cargado de tensión sexual que me extrañaba incluso que pudiéramos movernos.

Me acerqué a la ventana, con la mirada perdida mientras escuchaba sus pasos por el resto de la casa. Regresó un momento después, situándose a mi espalda esta vez. Sus manos se posaron de repente en mis hombros, el primer contacto intencionado que establecía. Sus dedos me abrasaban como un hierro de marcar, y me estremecí; su presa se afianzó al arrimarse más contra mí.

– Letha -me dijo al oído-, sabes… sabes que pienso en ti a todas horas. Pienso en cómo sería… estar contigo.

– Ya estás conmigo.

– Sabes que no es eso lo que quiero decir.