Román.
Exhalé aliviada y abrí la puerta, resistiendo el impulso de colgarme de su cuello.
– Hola.
– ¿Hablas conmigo? -preguntó Seth al otro lado de la línea.
– Hola -dijo Román, con aspecto de sentirse igual de inseguro que yo-. ¿Puedo… pasar?
– Er, no, quiero decir, sí que puedes, y sí que estoy hablando contigo ahora. -Me hice a un lado para franquearle el paso a Román-. Mira, Seth, esto, ¿puedo llamarte luego? O si no… Nos vemos mañana, ¿de acuerdo?
– Eh, claro. Supongo. ¿Va todo bien?
– Sí. Gracias por llamar.
Colgamos, y dirigí toda mi atención sobre Román.
– ¿Seth Mortensen, el famoso escritor?
– He estado mala hoy -le expliqué, empleando la misma excusa que le había dado a Seth-. Sólo quería saber cómo estaba.
– Tremendamente considerado. -Román metió las manos en los bolsillos y deambuló de un lado a otro.
– Sólo somos amigos.
– Claro. Porque no aceptas citas con nadie, ¿verdad?
– Román… -Reprimí la réplica que quería escapar de mis labios y opté por llevar la conversación por cauces más seguros-. ¿Quieres tomar algo? ¿Soda? ¿Café?
– No puedo quedarme. Pasaba por aquí y recibí tu mensaje. Pensé que… no sé en qué estaba pensando. Ha sido una estupidez.
Se dio la vuelta como si se dispusiera a marcharse. Desesperada, alargué la mano y le agarré el brazo.
– Espera. No. Por favor.
Se giró para mirarme desde arriba, serio hoy su rostro generalmente risueño. Combatiendo la reacción natural que me inspiraba su proximidad, me sorprendí cuando su expresión se suavizó y dijo, ligeramente sorprendido:
– Es verdad que no te encuentras bien.
– ¿Q-qué te hace decir eso? -Había cambiado de forma mis magulladuras, tal y como sugirió Jerome, y cualquier posible dolor residual que sintiese no era visible.
Dubitativo, estiró el brazo y me acarició la mejilla, cada vez menos tímidos sus dedos.
– No lo sé… es sólo que… estás un poco pálida, supongo.
Quise replicar que no me había puesto maquillaje, pero recordé que me interesaba aparentar malestar.
– Será un resfriado.
Bajó la mano.
– ¿Puedo hacer algo por ti? No me gusta… verte así… Dios, ¿tan mal aspecto tenía?
– No debería haberte empujado…
Me lo quedé mirando, asombrada.
– Tú no hiciste nada. Fui yo. Yo me puse como una loca. Yo fui la que no supo controlar las cosas.
– No, fue culpa mía. Sabía lo que pensabas sobre ir en serio, y aun así te besé.
– También yo te besé. No fue ése el problema. El problema fue mi salida de tono. Estaba borracha y atontada. No debería haberte hecho eso.
– No fue nada. En serio. Me alegra ver que estás bien. -Una ligera sonrisa rutiló en sus rasgos apuestos, y recordé lo que había dicho Seth sobre que era fácil perdonarme-. Mira, puesto que los dos nos consideramos culpables, a lo mejor podemos compensarnos mutuamente. Ir a algún sitio este fin de semana y…
– No. -La calma y certidumbre de mi voz nos sobresaltó a los dos.
– Georgina…
– No. Román, no vamos a seguir saliendo… y tampoco creo que podamos ser simplemente amigos. -Tragué saliva-. Lo mejor sería cortar de raíz…
– Georgina -exclamó, con los ojos como platos-. No lo dirás en serio. Tú y yo…
– Lo sé. Ya lo sé. Pero no puedo hacer esto. Ahora no.
– Estás rompiendo conmigo.
– Bueno, nunca salimos realmente…
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó-. ¿Qué fue lo que te pasó en algún momento de tu vida para que te aterre tanto estar cerca de otra persona? ¿Qué te hace huir así? ¿Quién te hizo daño?
– Mira, es complicado. Y no tiene importancia. Lo pasado, pasado está, ¿recuerdas? Es sólo que no puedo salir contigo ahora, ¿vale? -¿Hay otra persona? ¿Doug? ¿O Seth?
– ¡No! No hay nadie. Sencillamente no puedo estar contigo. Seguimos dándole vueltas y más vueltas, reformulando las mismas frases de distinta manera, cada vez más inflamadas nuestras emociones. Me pareció una eternidad, aunque en realidad sólo transcurrieron unos minutos de tira y afloja. En ningún momento se enfadó ni se volvió agresivo, pero su desolación era evidente, y estaba segura de que rompería a llorar en cuanto se fuera.
Al final, tras consultar la hora de reojo, se pasó una mano con gesto pesaroso por el cabello moreno, brillantes de contrariedad sus ojos turquesa.
– Me tengo que ir. Quiero hablar contigo más…
– No. Creo que no deberíamos. Así es mejor. Me ha gustado de veras estar contigo…
Se rió roncamente mientras caminaba hacia la puerta.
– No lo digas. No me dores la pastilla.
– Román… -me sentía fatal. Todo su rostro era un poema de rabia y dolor-. Por favor, entiéndelo…
– Nos vemos, Georgina. O a lo mejor no. No había terminado de salir dando un portazo cuando las primeras lágrimas rodaron por mis mejillas. Fui al dormitorio y me eché en la cama, lista para el llanto reparador que no llegaba. No caían más lágrimas, pese al torbellino mezcla de desolación y alivio que me azotaba. Una parte de mí quería llamar a Román ahora mismo, pedirle que volviera conmigo; la otra parte me advertía fríamente de que ahora tenía buenos motivos para cortar de raíz con Seth lo antes posible, antes de que las aguas se salieran de su cauce.
Dios santo, ¿por qué parecía que siempre tuviera que hacer daño a las personas que me importaban? ¿Qué era lo que me hacía repetir este ciclo una y otra vez? El semblante devastado de Román flotaba aún en mi mente, pero me consolaba el hecho de que no se hubiera traumatizado tanto como Kyriakos. Ni de lejos.
El descubrimiento de mi aventura con Aristón había desembocado en el repudio de nuestras familias y en un inminente divorcio al que se sumaba la pérdida de mi dote. Creo que habría sido capaz de soportar el desprecio, incluso las miradas de odio. Lo que no podía soportar era la forma en que Kyriakos había quedado privado de toda vida e interés. Casi deseaba que se enfadara y la emprendiera conmigo, pero no queda nada parecido dentro de él. Nada en absoluto. Lo había destruido.
Tras varios días de separación, lo descubrí sentado en uno de los salientes rocosos con vistas al agua. Intenté entablar conversación con él varias veces, pero no respondía. Se limitaba a dejar vagar la mirada por aquella extensión azul, muerto e inexpresivo el semblante.
De pie junto a él, mis emociones se arremolinaban en mi interior. Había disfrutado siendo un objeto de deseo prohibido para Aristón, pero también quería serlo de amor para Kyriakos. Aparentemente no podía tener las dos cosas.
Estiré el brazo para secarle las lágrimas de las mejillas, y me apartó la mano. Era lo más cerca de golpearme que había estado nunca.
– No -me advirtió, poniéndose en pie de un salto-. No se te ocurra volver a tocarme. Me das asco.
Sentí ahora mis propias lágrimas, aunque su rabia significaba que todavía estaba vivo.
– Por favor… ha sido un error. No sé cómo pudo pasar.
Se rió con voz rota; un sonido espantoso, desprovisto de humor.
– ¿No? Parecías saberlo perfectamente en todo momento. Igual que él.
– Fue un error.
Me dio la espalda y se acercó al filo del precipicio, con la mirada perdida en el mar. Extendió los brazos en cruz y echó la cabeza hacia atrás, dejando que el viento lo azotara. Las gaviotas gritaban no muy lejos.
– ¿Q-qué haces?
– Estoy volando -me dijo-. Si sigo volando… más allá de este borde, volveré a ser feliz. O mejor aún, no sentiré absolutamente nada. No volveré a pensar en ti. No pensaré en tu cara, ni en tus ojos, ni en tu sonrisa, ni en tu olor. No volveré a amarte. No volveré a sufrir.
Me acerqué a él, temerosa de que mi presencia lo impulsara a saltar.