No me gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación.
– ¿Qué quieres que haga?
– Nada extraordinario, te lo aseguro. Tan sólo habla con él como harías normalmente. Como si quisieras continuar con vuestra última conversación. Alude al nefilim si puedes, a ver qué ocurre. Le caes bien.
– ¿Qué harás tú?
– Estaré allí, invisible.
– Terminaremos a tiempo de conducir de regreso puntuales para la clase de baile.
– Falso. Te teletransportaré.
– Ugh. -A lo largo de los años me había dejado teletransportar por más de un inmortal superior. No era una experiencia agradable.
– Vamos -insistió al presentir mi renuencia-. ¿No quieres poner punto final a este asunto del nefilim?
– Vale, vale, deja que me cambie de ropa. Sigo sin estar segura de que no vayamos a llevarnos mal al final.
Hizo algunos comentarios propios de Jerome sobre mi tendencia a vestirme a la antigua, pero no le hice caso. Cuando estuve lista, nos volvimos invisibles, y me cogió las muñecas. Sentí algo, sólo un milisegundo, como una ráfaga de viento, y aparecimos en una esquina de la tienda de Erik. Un pequeño ataque de náusea, parecido al que había sufrido después de beber tanto, se apelotonó en mi interior antes de remitir.
Al no ver a nadie en los alrededores, ni siquiera a Erik, me hice visible.
– ¿Hola?
Momentos después, el anciano librero asomó la cabeza desde la trastienda.
– Señorita Kincaid, santo cielo. No la he oído entrar. Es un placer volver a verla.
– Lo mismo digo. -Le dediqué una sonrisa de súcubo de cinco estrellas.
– Qué arreglada va usted esta noche -observó, fijándose en mi vestido-. ¿Alguna ocasión especial?
– Voy a bailar después de esto. De hecho, no puedo quedarme mucho rato.
– Sí, por supuesto. ¿Le da tiempo a tomar el té?
Dudé un instante, que Cárter aprovechó para decirme mentalmente: Sí.
– Sí.
Erik fue a poner el agua al fuego, y yo despejé nuestra mesa, asumiendo ambos nuestros papeles habituales. Cuando volvió con el té, descubrí que era otra de sus variedades de hierbas, esta vez llamada Claridad.
Le felicité por la mezcla, sin dejar de sonreír, esforzándome al máximo por resultar encantadora. Hablamos incluso de trivialidades antes de lanzarme de cabeza al objetivo de mi misión.
– Quería darte las gracias por la ayuda prestada la última vez con la referencia de las escrituras -le expliqué-. Me sirvió para comprender toda la parte relacionada con los ángeles caídos, aunque confieso… que me condujo en una dirección extraña.
– ¿Sí? -Sus pobladas cejas grises se arquearon mientras se acercaba la taza a los labios.
Asentí con la cabeza.
– Además de mencionar la caída de los ángeles… hablaba también de los que se casaron y tuvieron descendencia. Los que tuvieron nefilim.
«Chica, no te andas por las ramas, observó secamente Cárter.»
El anciano asintió nuevamente, como si acabara de hacer un comentario perfectamente normal.
– Sí, sí. Un tema fascinante, los nefilim. Bastante polémico entre los estudiosos de la Biblia.
– ¿Y eso?
– Bueno, algunos fieles se resisten a aceptar que los ángeles, las más santas de las criaturas, pudieran rebajarse a practicar unas actividades tan ordinarias, caídos en desgracia o no. Que sus bastardos semidivinos pudieran caminar por el mundo es más impactante aún. Es algo que irrita a muchos religiosos.
– ¿Pero entonces es cierto? ¿Existen los nefilim? Erik me dedicó una de sus enigmáticas sonrisas.
– Nuevamente, me hace usted preguntas cuya respuesta me sorprende que no conozca.
«¿Lo ves? Conmigo hace lo mismo. Evita la pregunta.» «Jerome y tú nos lo hacéis todo el tiempo», le repliqué al ángel. A Erik le contesté:
– Bueno, como dije antes, mis conocimientos son muy limitados. -Se limitó a reírse por lo bajo, e insistí-: ¿Entonces? ¿Existen o no?
– Habla usted como si estuviera persiguiendo extraterrestres, señorita Kincaid. Irónico, puesto que algunos conspiranoicos afirman que los avistamientos de alienígenas son en realidad manifestaciones de los nefilim, y viceversa. Pero para tranquilizarla… o no, depende… sí, es cierto que existen.
– ¿Los alienígenas o los nefilim? -bromeé, intentando mantener el tono informal de la conversación, aunque sabía que se refería a estos últimos. Yo ya conocía su existencia, pero me alegró escuchar su vehemente confirmación. Si quisiera disimular el hecho de estar colaborando con un nefilim, sin duda se mostraría más elusivo.
– Si hubiera pasado usted tanto tiempo como yo en mi antiguo lugar de empleo, de hecho, sabría que ambos son reales.
Me reí, recordando que Krystal Starz tenía a la venta libros sobre cómo comunicarse con los seres del espacio exterior.
– Se me había olvidado. ¿Sabes?, últimamente he tenido un par de encontronazos con tu antigua jefa.
Erik entornó los ojos.
– ¿Sí? ¿Qué ha pasado?
– Nada grave. Diferencias profesionales, supongo. Le robé un par de antiguas colegas de trabajo tuyas… ¿Tammi y Janice? A Helena no le hizo mucha gracia.
– No. Me lo imagino. ¿Hizo algo?
– Se presentó en mi librería y armó un revuelo enorme, me vaticinó toda clase de desgracias. Nada serio.
– Es una mujer interesante -dijo.
– Eso es quedarse cortos. -Vi que nos habíamos desviado del tema y esperé que Cárter me amonestara por ello. No lo hizo-. Entonces, ¿sabes de alguna manera para detectar a los nefilim? ¿De anticipar dónde aparecerán?
Erik me dedicó una mirada extraña y no respondió de inmediato. Sentí cómo se me encogía ligeramente el estómago. Tal vez supiera algo más sobre nuestro nefilim. Esperaba que no.
– En realidad no -dijo, al cabo-. Identificar a los inmortales no es tan sencillo.
– Pero se puede hacer.
– Sí, por supuesto, aunque algunos se camuflan mejor que otros. Los nefilim especialmente tienen motivos para ocultarse, puesto que los persiguen constantemente.
– ¿Aunque no causen problemas? -pregunté, sorprendida. Ni Cárter ni Jerome habían mencionado eso.
– Aun así.
– Qué triste.
Recordé el extracto del libro de Harrington que hablaba de cómo tanto el cielo como el infierno habían repudiado a los nefilim. Puede que yo también me cabreara en ese caso, y quisiera causar problemas y hacerles saber a ambos bandos que no aprobaba su política.
Erik tenía poco más que ofrecer sobre los nefilim, y nuestra conversación fue tomando otros derroteros. Transcurrió una hora, para mi sorpresa, puesto que esperaba que Cárter me parara los pies antes. Me excusé y me disculpé con Erik, alegando tener que irme. Compré té, como de costumbre, y me invitó a volver cuando quisiera, también como de costumbre.
Cuando llegué a la puerta, me llamó con voz vacilante:
– ¿Señorita Kincaid? Sobre los nefilim…
Sentí cómo se me ponía la piel de gallina. Al final sí que sabía algo de todo esto. Maldición.
– Recuerde que son inmortales. Llevan aquí mucho tiempo, pero al contrario que otros inmortales, no tienen planes propios ni divinos que seguir. Muchos intentan llevar vidas honradas, incluso ordinarias.
Reflexioné acerca de esta curiosa información mientras salía, imaginándome a un nefilim cogiendo el tren para ir a trabajar todos los días. Costaba reconciliar esa imagen con otras, más horrendas, que llevaban tiempo rondándome la cabeza.
Hacía tiempo que había oscurecido, y el aparcamiento estaba vacío. Me hice invisible y esperé a que Cárter nos sacara de allí. Esperé. Y esperé.
– ¿Y bien? ¿Te vas a hacer de rogar? -murmuré. No hubo respuesta.
– ¿Cárter?
Nada.