Ah, Román. Ahí estaba, la posibilidad que llevaba tiempo al acecho en el fondo de mi mente. La realidad que había eludido porque implicaba hablar con él, romper el silencio que tanto había insistido en mantener. No sabía qué existía entre nosotros, aparte de una atracción abrasadora y alguna que otra muestra de solidaridad. No sabía si era amor, o un conato de amor, o cualquier otra cosa. Pero sabía que me importaba. Mucho. Lo extrañaba. Aislarme de él por completo había sido la forma más segura de recuperarme, de superar el anhelo y seguir mi camino. Me asustaba lo que pudiera significar restablecer el contacto.
Y sin embargo… puesto que me importaba, no podía permitir que este nefilim se ensañara con él. No podía arriesgar la vida de Román porque, la verdad, era el candidato más probable. La mitad de los empleados de la librería consideraban que éramos pareja; ¿por qué no el nefilim? Sobre todo a tenor de las carantoñas que nos habíamos prodigado tantas veces en público. Cualquier nefilim al acecho estaría en su derecho si interpretara esta relación como sentimental.
Cogí el teléfono y lo llamé con el pulso acelerado. No hubo respuesta.
– Mierda -maldije, escuchando su buzón de voz-. Hola Román, soy yo. Sé que, esto, no iba a volver a llamarte, pero ha surgido algo… y necesito hablar contigo urgentemente. Lo antes posible. Es realmente extraño, pero también muy importante. Por favor, llámame. -Le dejé el número de mi móvil y el de la tienda.
Colgué, me senté y reflexioné. ¿Qué hacer ahora? Por impulso, miré de reojo el directorio del personal y marqué el número de la casa de Doug. Tenía el día libre.
Como en el caso de Román, no hubo respuesta. ¿Dónde se habían metido todos?
Pensando de nuevo en Román, intenté adivinar dónde podría estar. Trabajando, lo más seguro. Por desgracia, no sabía dónde. Menuda pseudonovia más negligente estaba hecha. Me había dicho que daba clases en una facultad. Se refería a ello constantemente, pero siempre decía «en clase» o «en la facultad». Nunca había mencionado ningún nombre.
Me volví hacia el ordenador e hice una búsqueda de las facultades de la zona. Cuando dicha búsqueda arrojó varios resultados sólo en Seattle, maldije de nuevo. También había más fuera de la ciudad, en los suburbios de las poblaciones vecinas. Podía ser cualquiera de ellas. Imprimí una lista con todas ellas, con números de teléfono, y guardé la hoja en el bolso. Tenía que salir de aquí, necesitaba realizar esta búsqueda sobre el terreno.
Abrí la puerta de la oficina y di un respingo. Había otra nota idéntica pegada en la puerta. Miré alrededor del pasillo de los despachos, esperando ver algo. Nada. Cogí la nota y la abrí.
«Estás quedándote sin tiempo y sin hombres. Ya has perdido al escritor. Será mejor que te des prisa con esta gymkana.»
– Gymkana, no te fastidia -mascullé, arrugando la nota-. Menudo capullo.
Pero… ¿qué quería decir con que había perdido al escritor? ¿Seth? Se me aceleró el pulso y subí corriendo a la cafetería, provocando unos cuantos sustos por el camino.
Seth no estaba. Su rincón estaba vacío.
– ¿Dónde está Seth? -le pregunté a Bruce-. Estaba aquí hace un momento.
– Estaba -concurrió el camarero-. Recogió los bártulos de pronto y se fue.
– Gracias.
Definitivamente necesitaba salir de aquí. Encontré a Paige en la sección de novedades.
– Creo que tengo que irme a casa -le dije-. Me está entrando migraña.
Pareció sorprenderse. Mi historial de asistencia era el mejor de todos los empleados. Nunca pedía la baja por enfermedad. Sin embargo, por ese mismo motivo, no podía negarse. No era una trabajadora que abusara del sistema.
Tras asegurarme que debería irme, añadí:
– A lo mejor podrías pedirle a Doug que venga.
– Así mataría dos pájaros de un tiro.
– A lo mejor -respondió-. Aunque seguro que nos las apañamos. Warren y yo estaremos aquí todo el día.
– ¿Él va a estar aquí todo el día?
Cuando repitió que, en efecto, así era, me sentí algo aliviada. Vale. Podía tacharlo de mi lista.
Mientras me dirigía a mi apartamento, llamé al móvil de Seth.
– ¿Dónde estás? -pregunté.
– En casa. Se me olvidaron unos apuntes que me hacen falta. ¿En casa? ¿Solo?
– ¿Te apetece desayunar conmigo? -pregunté de repente; necesitaba hacerle salir.
– Ya casi es la una.
– ¿Almuerzo? ¿Comida?
– ¿No estás trabajando?
– Me he ido a casa porque me encontraba mal.
– ¿Te encuentras mal?
– No. Ven a verme. -Le di una dirección y colgué.
Mientras conducía al lugar de la cita, probé a llamar a Román de nuevo. Buzón de voz. Saqué la lista de números de teléfono de las facultades y empecé por el primero.
Qué engorro. Primero, tenía que llamar a información del campus e intentar encontrar el departamento adecuado. La mayoría de las facultades ni siquiera contaban con un departamento de lingüística, aunque casi todas ofrecían al menos una clase de introducción impartida mediante otra área relacionada, como antropología o humanidades.
Había hablado con tres facultades cuando llegué a Capítol Hill. Suspiré aliviada al ver a Seth esperándome frente al lugar que le había indicado. Tras aparcar y sacar el tíquet, me dirigí a él, intentando sonreír y aparentar naturalidad.
Por lo visto no funcionó.
– ¿Qué sucede?
– Nada, nada -proclamé risueña. Demasiado risueña.
Su expresión daba a entender que no me creía, pero lo dejó correr.
– ¿Vamos a comer aquí?
– Sí. Pero antes tenemos que ir a ver a Doug.
– ¿Doug? -La confusión de Seth se acrecentó.
Lo conduje a un edificio de apartamentos cercano y subí las escaleras hasta la puerta de Doug. Del interior del piso escapaba un torrente de música ensordecedor, lo que tomé por buena señal. Hube de aporrear la puerta tres veces antes de que se abriera.
No era Doug, sino su compañero de habitación. Parecía colocado.
– ¿Está Doug?
Parpadeó y se rascó el pelo largo y desaliñado.
– ¿Doug? -repitió.
– Sí, Doug Sato.
– Ah, Doug. Sí.
– ¿Sí está?
– No, hombre. Está… -El tipo guiñó los ojos. Dios, ¿quién se colocaba a estas horas? Ni siquiera yo lo había hecho en los sesenta-. Está ensayando.
– ¿Dónde? ¿Dónde ensayan?
El tipo se me quedó mirando fijamente.
– ¿Dónde ensayan? -repetí.
– Tía, ¿sabes que tienes las tetas, no sé, más perfectas que he visto? Son como… un poema. ¿Son de verdad? Apreté los dientes.
– ¿Dónde? ¿Ensaya? ¿Doug? Apartó los ojos de mi busto, no sin esfuerzo.
– West Seattle. Por Alki.
– ¿Tienes la dirección?
– Está entre… California y Alaska. -Pestañeó otra vez-. Guau. California y Alaska. ¿Lo pillas?
– ¿La dirección?
– Es verde. No tiene pérdida.
Cuando no pude sonsacarle más información, Seth y yo nos fuimos. Entramos en el restaurante que le había indicado.
– Un poema -reflexionó por el camino, divertido-. Un poema de E.E. Cummings, añadiría.
Estaba demasiado preocupada como para procesar lo que decía, mi mente trabajaba a toda velocidad. Ni siquiera los gofres con fresas consiguieron que dejara de preocuparme por esta estúpida gymkana. Seth intentó entablar conversación, pero mis respuestas eran imprecisas y distraídas, era evidente que mis pensamientos estaban en otra parte. Cuando acabamos, volví a intentar llamar a Román, sin éxito. Me volví hacia Seth.
– ¿Vas a volver a la librería?
Sacudió la cabeza.
– No. Estaré en casa. He visto que dependo demasiado de mis apuntes para escribir esta escena. Será más fácil si me quedo en mi propia oficina.
El pánico se apoderó de mí.