Y en las paredes de sus abismos, grafitis: «Estoy encerrado en una iglesia, bajo la mirada implacable de Dios: los querubines me lamen el culo, la Virgen se abre de gambas y voy hacia ella, descalzo, pisando arañas, caminando entre la mierda; alguien enciende velas, un cura con una cruz colgando sobre su pecho desnudo. Sostiene un cáliz con vino caliente, sonríe al verme, parece haber salido de una tumba, su carne está podrida, ya no veo a la Virgen y hay un atronador batir de alas en la oscuridad».
Su agenda, su diario, su quién sabe qué. Papeles en una botella arrojada al mar. Ninguna tierra firme a la vista por el resto de sus días, ninguna mención de Charo, ni de los hijos que había tenido con ella. Sólo del Rubio.
«Se me presenta de noche, en ropa de combate: ¡cuidado, viejo, ya vienen!, grita y me despierto meado, pasos todavía a la carrera, ojos de tigres en la oscuridad aullante y helada de las islas.»
– El Rubio fue amante de una tal Victoria. «Aracavictoria», la llamaba el Chivo. Una mina de guita, que dijo quererlo y él se la creyó -me contó la Pecosa, cuando cumplí con su encargo de leerle algunas páginas-. Se conocieron en Venecia, creo. ¿Venecia es la que tiene los canales? Bueno, ahí. El Chivo paseando en góndola con una pituca porteña, imaginátelo. En esa época era todavía una estrella, aparecía en las páginas de deportes de todos los diarios. Aracavictoria se lo llevó a pasear por media Europa, casi lo echan del equipo por faltar a los entrenamientos. Felices los tres: Araca, el Chivo y el Rubio.
– Y Charo en su casa, tejiendo mañanitas -dije.
– Nunca me habló de Charo, Mareco. No la tengo en mi álbum.
Tomando champán, el triángulo. Y prometiéndose amor y fidelidades, moneda falsa. Según la Pecosa, el Chivo volvió a su concentración en Nápoles, y al poco tiempo aquel curioso país de compadritos en el que había nacido, gobernado cuándo no por una dictadura militar, se hizo el guapo con la Gran Bretaña por unos islotes de piedra en el Atlántico Sur.
– Y Mambrú se fue a la guerra -dijo la Pecosa, por el Rubio.
Cuando la farsa sangrienta acabó, el Rubio volvió por refugio para su locura pero Aracavictoria le cerró las puertas de su petit hotel en las narices.
– ¿Y el Chivo?
– Si te he visto no me acuerdo. Al Chivo nunca le gustaron las mariquitas. Transó, a veces, por pura decadencia, o por hambre. Creo que el Rubio le había mandado una carta, ¿no está en la agenda?, fíjate.
No estaba. Y tampoco lo volvía a mencionar.
– Se colgó de un puente, el de la calle Salguero. No había pasado un año desde la rendición. Al Chivo debió caerle mal. Esas ganas de mostrarse en la hora del final, tan propia de los putos. Pero él no tuvo la culpa, Mareco, la culpa fue de las Malvinas. La gente llenaba las plazas en el 83 pero también las había llenado un año antes, cuando la invasión. Yo no era puta todavía, y me acuerdo: se iban los milicos y llegaba la democracia, todos de joda, todos héroes de la resistencia, limpios. Y este boludo agarra una soga y que les den por el culo. Creo que ahí empezó en serio el Chivo con la droga, mucho antes de conocer a Fabrizio.
La Pecosa eligió una de las fotos abrochadas con alfileres de gancho a la agenda, un recorte de Clarín, marzo del 85.
– Araca vendía heroína. Le clausuraron el boliche. Le pidió ayuda al Chivo, y el Chivo, solidario, le pagó el abogado. Pero no fue con el código que se libró del lío. En la boutique había merca para repartir como Papá Noel regalando juguetes en África: a la pasma, al juez, hasta quedó un poco de polvo para la propia Victoria. Se fue a vivir a Mar del Plata. Leeme entera esta página, no pude llegar ni a la mitad.
«Fui a buscarla -escribió el Chivo en la página que la Pecosa, segundo grado sin aprobar, no había podido leer completa-. No quiso verme. Sé que está con otro. Con un poli, seguro. No quiero joderle la vida ni vengo a cobrarme nada. La llamo por teléfono y no atiende, o reconoce mi voz y cuelga. Ayer me apretaron en pleno centro, frente al Casino: volvete a Buenos Aires, Chivo, sos un deportista, tenés mujer, dos pibes que te necesitan, dejate de joder. Eran polis, todos son polis. La Argentina entera es una comisaría, nadie sale sin permiso. Pero no quiero joderte, Araca. Sólo hablarte del Rubio, preguntarte por qué. Nada serio, no te juzgo, quién soy yo para juzgar a nadie.»
– Me quedo con esa pregunta que él mismo se hace: ¿quién era, Mareco?
Parecía realmente ansiosa por saberlo. Que yo, que sé leer de corrido, le explicara.
– Me voy, piba. No quiero que la grúa me lleve otra vez el taxi.
Con un beso en la mejilla, le devolví la agenda.
14
Di vueltas con el taxi pero sin recoger pasajeros. La gente me hacía señas y yo aceleraba, y a los peatones en las bocacalles les tiraba el auto encima. Nunca escuché tantos recuerdos para mi madre en boca de desconocidos. No quería llevar a nadie, no toleraba la idea de alguien atrás pretendiendo decirme a dónde ir, obligándome a sostener conversaciones mentirosas, palabras de cotillón.
Y sin embargo no podía volver a casa, la soledad fue ese día una ratonera en la que me negué a caer.
Cuando se pierde a un amigo, se desbarata la idea que teníamos del mundo. Como un pulóver tejido, bajo las garras de un gato. Hay que enhebrar y volver a armar la trama que creíamos terminada. Y ya nada es igual.
Rodolfo «Chivo» Robirosa no había hecho todo lo que hizo nada más que por desconcertarme. Ni me habría acercado a su mundo si la noche en que anunciaron su asesinato yo no hubiera estado mirando la tele, en vez de salir a lidiar con los pasajeros nocturnos.
Ya nada es igual, Nijinski. Con Fabrizio muerto, Charo que se negaba a hablar del pasado y Gloria la Pecosa que desconfiaba de un tipo que se presentaba post mortem más complicado de lo que había sido en vida, sólo me quedaba darme una vuelta por Mar del Plata.
Hablé antes con Gargano, para darme aliento.
– Tirate unas fichas en la casa de piedra, tomá solcito, que todavía es verano y andás bastante paliducho. Pero no te metas donde no te llamaron y donde nadie te espera, Mareco. Mar del Plata es una ciudad feliz de la boca para afuera, pero por dentro es una cloaca y hay tanta mala gente como en Ciudad Oculta, el Bronx o el Barrio Chino de Barcelona.
– A mí siempre me gustó Mar del Plata, Gargano. Hacen ricos alfajores y en verano van lindas mujeres.
– Pero esos banderines no son para tu corso, Mareco. Vos estás para la sierra, para juntar yuyos en Cosquín o La Falda, o para remojarte las articulaciones en las termas de Río Hondo. ¿Sabés, acaso, quién es esa Victoria?
Tomé el tren esa misma noche y llegué a Mar del Plata a las cinco de la mañana. En la terminal subí a un colectivo que me paseó por la costa. Recién amanecía. El sol asomaba allá en el fondo su lomo de ballena, pero ya las calles estaban llenas de corredores en equipos de gimnasia, maduros que madrugan para gambetearle al infarto y a la arterioesclerosis, y parejitas de jóvenes todavía colgados de la noche, revolcándose en las playas para envidia de tanto Herodes en potencia, filicidas con ropa de marca y las mejores intenciones para el futuro de sus hijos.