Bajé del colectivo cerca del puerto. Caminé, respirando el aire fresco del mar, estimulado por el olor a pescado que venía de las banquinas, dejándome llevar en andas por los brazos tibios del sol. Me dije que, después de todo, estaba necesitando vacaciones, dejar el volante, o acabaría más loco que Robert de Niro en Taxi driver.
La ciudad estaba llena de turistas y me costó conseguir alojamiento, una habitación pequeña y limpia, con una ventana de calabozo desde la que se oía el mar a dos cuadras del hotel. Nada mal para quien, en opinión de Gargano, hubiera estado mejor en un contingente de jubilados compartiendo baños de agua termal.
– Victoria Pinto Rivarola no es siquiera la oveja negra cogotuda que pretendía ser -me había informado Gargano, con quien curiosamente parecía crecer una amistad de gato capón con perro desdentado: nos olfateábamos el culo uno al otro cada vez que hablábamos y ahí, sin haberlo pensado antes, parecíamos decidir que el mundo es demasiado peligroso para desdeñar la ayuda ocasional de una mascota de especie diferente-. Su verdadero nombre es Victoria Zemeckis, le dicen la Griega. O Hada Madrina, porque después de medianoche era la única que hacía milagros. De acá la corrieron porque se la comía ella sola, pero allá en la costa tuvo familia numerosa.
– ¿Muchos hijos?
– No, pelotudo -bramó sordamente Gargano detrás del escritorio, en su oficina del Departamento Central que parecía una celda con cuadro de San Martín-. Jueces, comisarios y capitalistas grosos, de los que en el yate de la vida no van de polizones.
– ¿Vos creés que el Chivo…?
– Yo creo que el Chivo nada, el Chivo era un pelotudo como vos. En su desvarío debió creerse que a los cincuenta y pico todavía era capaz de perforar la defensa del seleccionado neozelandés, pero la verdad de la milanesa es que se caía a pedazos. Estaba muerto antes de que lo tumbaran de un cohetazo. Era un vicioso, Mareco, un elefante ciego y en pedo del zoológico de Cutini. No pudo soportar la idea de no volver a la selva.
Poco que agregar a lo dicho con tanto afecto por Gargano. Obligado a resistir el mismo número todos los días, mastodonte desarraigado con su pelota de colores y unos caramelos chupados por toda recompensa. La desesperación pudo impulsar al Chivo Robirosa a morder la mano del amo, a patear el tablero. ¿Pero por qué querría volver con Araca?
Por supuesto que en los boliches de la zona del puerto conocían a la Griega, pero nadie abrió la boca. Cuando me di cuenta de que un chico de no más de diez años me seguía sin disimulo, tuve que reconocer como cierta la filosofía de Gargano de que ser poli es la imposibilidad de confiar en nadie. Ni en los niños, que fueron para la propaganda peronista los únicos privilegiados. Esperé al pibe a la vuelta de una esquina para aclararle que no soy poli, pero tampoco el payaso bobo de Gaby, Fofó y Miliki. Al toparse conmigo salió disparado como un cachorro perseguido por la perrera y se perdió detrás de una barranca, entre camiones estacionados en fila que apestaban a pescado.
Volví al hotel y me dije que hasta dos o tres días de vacaciones parecían excesivos en una ciudad colmada de turistas sin un mango, consumidores de oxígeno, incapaces de comprar mucho más que puras chucherías. La venta de falopa en un lugar así tiene que ser muy al menudeo: parece difícil que se acerquen los grandes viciosos con casas quinta en Pilar y cuentas en las islas Caimán.
Sin embargo esa noche, y gracias a mi comentario sobre el pésimo whisky que en el bar del hotel quisieron venderme como recién bajado de Escocia, me enteré de que en la descascarada Perla del Atlántico se celebraba una convención.
– El whisky bueno lo sirven en el Costa Feliz -me confió el barman, un tipo resentido al que en una noche con treinta grados de calor, noventa por ciento de humedad y sin aire acondicionado, obligaban a trabajar con chaqueta de botones del Sheraton-. Yo era barman allí pero me sacaron de circulación.
Hablaba del Gran Hotel Costa Feliz, un cinco estrellas del que, según sus infidencias, el dueño del hotel de cuarta donde me hospedaba era uno de sus accionistas.
– En vez de pagarme los diez años de indemnización que me correspondían, ese cretino me trasladó a esta pocilga.
Eché leña a la caldera de su odio diciéndole como al pasar que todos los patrones son la misma mierda clasista, aunque imaginé a ese sujeto allá en el cinco estrellas tomándose todos los Vat 69, los Napoleón y los Chivas para después quedarse mirando con cara de nada, desde su mostrador, a los turistas con tarjeta dorada que le reclamaban por el gusto a cloro de sus tragos largos. Me dijo que lo habían rajado para reemplazarlo por estudiantes de hotelería, pibes que laburan el doble y gratis, y con más esmero que si ganaran cinco mil dólares por quincena. De su rapiña alcohólica, ni palabra, aunque bastaba adivinar bajo sus párpados como colchas los ojos de moscón intoxicado con DDT para darse cuenta de que ese tipo tenía el hígado en ruinas.
La convención, que empezaba al otro día, era de operadores turísticos. Agencias, funcionarios, hoteleros, empresarios del transporte, medios de prensa especializados, casi doscientas almas que venían de todo el país y de Brasil, Uruguay, Chile, Paraguay, Bolivia.
– Y yo, por estar acá, me la pierdo -rezongó.
Propinas generosas, horas extra, coca a buen precio era lo que se perdía el barman desterrado en el hotelucho del puerto. Ya en confianza, y abasteciéndose compulsivamente con la botella de gin que escondía debajo del mostrador, me reveló que lo interesante en aquella convención no eran las ponencias ni los discursos de los funcionarios, sino las transacciones bajo mano.
– Nadie quiere quedarse afuera, imagínese. Mar del Plata está tan convulsionada que hasta hay polis disfrazados de lobos marinos.
Nunca alcancé a imaginar cómo se manejan los negocios en la Argentina, por eso soy taxista. Lo importante de aquella convención, según el barman, era que aparentemente se darían noticias de algunos cambios en la cúpula y se discutiría fuerte, a la hora de repartir tajadas de la torta en la región. Al otro día, leyendo El Atlántico, me enteré de que muchos de los asistentes a la convención del Costa Feliz no eran precisamente caras nuevas y tenían tanto que ver con el turismo como yo con la filatelia: capitalistas de gran calado, siempre listos a presentar ofertas por la construcción de una represa o una autopista, o por la posibilidad de darle un mordisco al becerro de oro de las comunicaciones, la pesca de altura o la adjudicación de territorios en cuyos subsuelos, oh sorpresa, hasta un día antes nadie se había enterado de que hubiera petróleo.
Según mi viejo, cuya vida y muerte me parecen hoy más lejanas y legendarias que las de Belgrano o Butch Cassidy, hubo un tiempo -parece que el de mis abuelos- en el que la gente venía a la Argentina a laburar. Miles de millas de pura agua salada y tiburones, cruzaban, a veces hasta con el riesgo de que algún submarino alemán o aliado los mandara a pique, y en peores condiciones que paraguas o relojes chinos en un container, hacinados en la tercera cuando no colgados de la quilla, todo por llegar a la tierra prometida. Ilusos, sentimentales piojosos a los que alguien engañó con la idea de que la plata se hace trabajando. Desarrapados del alma que después juntaron sus monedas y, en vez de comprarse la casa quinta y la todoterreno, mandaron a estudiar a sus hijos para que fueran doctores. Cualquiera sabe que los pobres se llenan de hijos, y aquellos pobres no fueron la excepción. Cogieron como conejos y curraron como burros para parir universitarios. Fundación mítica de un país que después se iría por las alcantarillas, licuado por fuerzas centrífugas con nombre y apellido, salpicando de doctores y de furibundas melancolías los más apartados rincones del mundo.