Señalé a unos flacos pelilargos que pasaron arrastrando los pies rumbo al salón del desayuno.
– Rockeros -dijo con desprecio-. Actúan esta noche al aire libre, si no llueve, en la explanada que separa el Casino del hotel Provincial. Les paga el gobierno de la provincia. Quieren que la juventud vuelva a Mar del Plata. Guita tirada, ésta es una ciudad de viejos y de gángsteres.
Encontré a Dubatti en el comedor, en la mesa contigua a la de los rockeros. Lucía un patético conjunto de jogging, zapatillas Nike y la rubia, que debió haber dormido con pintura, joyas y tacones altos puestos porque apestaba como los camiones en el puerto, como todo aquel asunto que se cocinaba a la vista de todos y sin que nadie se diera por enterado.
Notorio a la luz rasante del sol que entraba por los ventanales, un halo de moscas revoloteaba sobre ellos, anticipándose a la putrefacción de los cuerpos.
Los rockeros hablaban a gritos como mujeres en un vestuario. Habían desplegado unas partituras entre las tazas de café con leche y los vasos de jugo de naranja. «Yo entro recién acá -dijo uno, marcando con birome el lugar del pentagrama que se había reservado-, y después arranca Pedernera a calentar la plaza.» Pedernera golpeaba la mesa con las palmas sin darle bola a los demás, que ahora discutían cuál sería el tema indicado para levantar los ánimos del recital. El gobierno de la provincia le pagaba a ese grupo de terroristas de la música para que la juventud volviera a preferir Mar del Plata para sus alegres vacaciones: Megainfierno, se llamaba, y Pedernera el baterista golpeaba la mesa al compás de la discusión de sus compañeros. «¿Quién controla a los loquitos?», preguntó uno, el más veterano, tal vez el líder de la banda, y como en un libreto en el que cada movimiento está previsto, Dubatti se levantó de su mesa y se presentó.
No me reconoció. En realidad, ni reparó en mí. Si hubiera sido rencoroso, podría haberlo liquidado ahí mismo, en el salón de desayunos del Costa Feliz, pero no soy asesino, no sé manejar armas ni me interesaba tomar como una cuestión personal las decisiones administrativas de un pistolero. Gargano me confirmaría más tarde lo que creí escuchar en ese momento: que Dubatti era el secretario privado del gobernador. Burrumbumbún, golpeó la mesa Pedernera, en cuanto los de Megainfierno se enteraron por Dubatti de que un grupo de élite de la policía provincial sería el encargado de identificar a los drogones, clasificarlos y echarlos a patadas de la ciudad. El líder de la banda aprobó el anuncio levantando su pulgar derecho y hubo aplauso cerrado, anticipo del seguro éxito del recital.
Es extraño estar sentado frente a un tipo que, apenas unas horas antes, ordenó que nos cocinaran a balazos. A la luz del día, Romeo Dubatti se veía como un pelafustán casi simpático, ganándose la voluntad de aquellos rebeldes a sueldo de las grabadoras cuyo hit en esos momentos era el tema Maten al viejo perro policía.
Apenas salí y antes de llegar siquiera a la puerta de calle del Turn Around Club, Araca debió decirle por teléfono a Dubatti: «El que acaba de irse tiene cara de pelotudo pero es un tipo peligroso, por ser amigo del Chivo y de Tirofijo Gargano, y porque encima te conoce y sabe ahora que el secretario privado del gobernador se telefonea amistosamente con la madama que tiene en Mar del Plata el franchising del Cartel de Cali».
Malentendidos que, como señales de tránsito, nos indican el camino más directo hacia la tumba. El Chivo debió morir por ellos, además de por estar en el lugar equivocado. Pero a esa altura, y mientras mi creciente congestión bronquial era la prueba palpable de que la incursión marina no me había salido gratis, decidí que no pararía hasta averiguar quién le bajó el pulgar al que alguna vez había sido la estrella sudamericana del rugby italiano. No por afán de justicia, no soy el enmascarado solitario y no me avergüenza rendirme incondicionalmente al primer disparo. Pero quería saber por qué, qué había pasado para que el Chivo se transformara en lo que terminó siendo. Araca y el Rubio tuvieron su parte, no me cabían dudas, pero esa ensalada de perversiones no era suficiente para que un tipo como él se dejara tumbar desde allá arriba sin paracaídas.
Aprovechando el poco celo de la mucama que limpiaba en ese momento el baño, me filtré en la habitación de Dubatti y me escondí en el ropero hasta que la empleada terminó su tarea. Dubatti y su rubia para armar corrían seguramente por la playa, dando ejemplo de vida saludable: revisé cajones y equipaje. Encontré una agenda Morgan del tamaño de un cuaderno de clase de escuela primaria, con tapas de cuero y el nombre «Romeo Dubatti» estampado en oro. Sobre el escritorio de la suite había un teléfono celular que sonaba a cada rato con una chicharra ahogada, un set de maquillaje y una caja con pelucas para que la Barbie pudiera elegir con qué cabellera bajaría al baile de cierre de la convención, que se celebraba esa noche en el hotel.
Me pregunté en qué momento se le despierta a uno la pasión por coleccionar chucherías: cajas de fósforos, estampillas postales o agendas de otros. Aquélla era una oportunidad como cualquiera para empezar. Los fósforos y los sellos postales van cayendo en desuso, y aunque hay agendas electrónicas muy completas y serviciales, no reemplazan todavía a las tradicionales como no puede cambiarse por una pantalla de computadora la sensación de mascota cariñosa y culta que nos proporciona llevar un buen libro bajo el sobaco. Guardé la agenda en mi bolso y abandoné el Costa Feliz por la puerta grande, antes de que Dubatti y su muñeca inflable volvieran del ejercicio aeróbico.
Irme ya mismo de la ciudad parecía una opción tan saludable como correr por la costa en jogging y zapatillas respirando hondo el aire de mar y admirando el culo de las señoritas que sobrepasan a los carcamanes por la vía rápida. Pero abandonar aquel escenario me pareció una deserción. Había una historia, que yo no había escrito y que ni siquiera me tenía como personaje secundario, pero cuya trama y desenlace me atraían ya casi morbosamente. Una historia con algún capítulo que se había desarrollado en Mar del Plata, y que había terminado con la vida de un buen amigo, después de que él mismo -debo reconocerlo- se tomara el trabajo de prepararse para morir.
SEGUNDA PARTE . Horas extras
21
Para no exhibirme en las playas marplatenses me fui a Miramar, balneario ubicado cuarenta kilómetros al sur que vende sus encantos turísticos con el eslogan «La ciudad de los niños», aunque las caras que abundaban por allí ese día no eran precisamente infantiles. A las once de la mañana había llegado a Mar del Plata y se había instalado en Chapadmalal, muy cerca de Miramar, el gobernador de la provincia. Y a las ocho de la noche estaba anunciado el arribo del presidente. Demasiada presencia oficial para el baile de cenicienta de una sencilla convención de operadores de turismo.
– ¿En qué te metiste, Mareco? Volvé a manejar tu taxi o te vamos a tener que llorar con lágrimas de cocodrilo en la próxima cena de ex alumnos -dijo Gargano cuando pude ubicarlo por teléfono al mediodía, aunque de inmediato me pidió que no me moviera de Miramar, que lo esperara, tenía dos días de franco y no se los quería arruinar saliendo en Buenos Aires con una viuda de cincuenta que pretendía, desde hacía meses, casarse con él de blanco y por iglesia.