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Lo razonable, cuando uno cobra cierta altura sin que la naturaleza lo haya dotado de alas, es sentir vértigo. Yo no sentía nada. Nadie nos había seguido desde que dejamos el saloncito de prensa del Provincial, Gargano bailaría un rato con Cenicienta y yo disponía de ese tiempo libre en una ciudad radiante de turistas sin plata ni ambiciones. Pude haber ido también a la fiesta, pero compartí el criterio de mi aliado policial.

– Mejor que Victoria Zemeckis no te vea, ni que Dubatti te reconozca. Quiero a esos pájaros relajados, con la guardia baja y disfrutando del mundanal ruido: mejor que crean que estás muerto -había dicho en camino al Costa Feliz.

– Pero Araca te va a ver a vos y se va a preguntar: «¿Qué hace Tirofijo Gargano, amigo del pelotudo que ahogamos anoche, husmeando en nuestra fiesta?»

– Sabia conjetura, aunque insuficiente. Todo ex convicto sabe que tendrá por el resto de su vida a un policía oliéndole el culo, somos sus sombras, la encarnación de sus podridas conciencias, y saben que si se portan mal podemos reventarlos sin problemas judiciales que nos arruinen el retiro. La Zemeckis no va a inquietarse por mi presencia en la fiesta. A lo mejor, si el alcohol es bueno, hasta la convenzo de que me haga una paja en el baño.

Frente al Casino estaba cortado el tránsito. Escapé como pude del embotellamiento, tomé una calle lateral de contramano, estacioné el auto y volví al centro caminando. Actuaba Megainfierno, recital al aire libre y gratis, los rockeros se mezclaban con padres de familia en vacaciones que les mostraban a sus chicos muertos de sueño en qué habían degenerado los herederos de Charly, del flaco Spinetta o del pelado Nebia. Vendedores de panchos, lindas chicas mal vestidas y tatuadas hasta en los párpados, pibes de entre quince y diecisiete, vestidos como reos durante los gobiernos de Justo o de Alvear, realidad de campo de concentración a todo volumen en noche de visita de misioneros de la Cruz Roja, luces derramadas por unos pesados armatostes instalados en las terrazas y los techos, y que herían a zarpazos de láser la noche sin luna, calurosa, con mucha cerveza, cartones de vino común y porros humeando como los escombros de Hiroshima, centenares de polis acordonando la zona y con los que el gobierno de la provincia suponía poder controlar a los loquitos, «que la juventud sepa que Mar del Plata no es una ciudad de viejos», había dicho el secretario de turismo de la intendencia, «pero tampoco crean que esto es Woodstock», aclaró por las dudas el intendente, que posaba de socialista y al que no le gustaba nada que funcionarios rescatados del hambre por él mismo y ahora encandilados por la ambición política tomaran decisiones sin siquiera pasarle un memo, «nuestra ciudad sigue siendo un centro de vacaciones para la familia y no vamos a tolerar que ciertos hippies trasnochados que no despertaron todavía de la pesadilla de los setenta la transformen en un gran sauna con vista al mar», había declarado esa misma mañana a una efe eme local.

Me importaba y me sigue importando tres carajos a quién sirven los políticos cuando dicen que sirven al pueblo, con quién se acuestan cada noche para aparecer al otro día sonrientes y descansados, qué abortos pagan o qué hijos reconocen, la manipulación genética con tanto cobayo presidenciable me tuvo y me tiene sin cuidado, el patrón no cambia y eso es lo que cuenta, algunos de aquellos fantoches se habían fotografiado orgullosos junto al Chivo cuando el Chivo era famoso y ahora yo era el único que se acordaba de él.

Me metí en un bar, un reducto atestado de pacíficos drogones con la mirada perdida, que seguían por televisión el ritmo de los de Megainfierno aullando frente al Casino, mucha cerveza y humo, teenagers que mis ojos seniles de gato Fritz desnudaban sin que a ellas ni a nadie le importara mi inocua lascivia, «maten al maldito perro policía», arrancó la banda de Megainfierno y ése fue el momento, el perfecto rincón de la noche que yo había venido buscando para meter la mano en el bolso y abrir, a solas en mi espantosa lucidez, la agenda de Dubatti.

25

No era un diario personal, como la del Chivo. Nada de confesiones ni de anotaciones al margen: sólo nombres y números, direcciones y teléfonos de gente que no me decía nada, perfectos desconocidos, ni siquiera algún personaje que apareciese en los diarios o en la tele. La de Dubatti era la agenda de un pulcro ejecutivo.

La cerré, decepcionado, mientras a mi alrededor los ánimos se caldeaban.

«Maten al maldito perro policía -incitaba sobre el escenario al aire libre el cantor de Megainfierno-, destruyan su guarida -gritaba con voz de zorro que metió una pata en la trampera-: prendan ese porro/ ábranle la vida/ y métanle sin forro/ la leche por la herida/ ¿No ves que todo apesta?/ Te cambian figuritas/ te joden los de arriba/ ¿No ves que nadie duerme?/ ¿No ves que nadie grita ni hay cojones?/ No son lobos los que aúllan/ son soplones/ Se comen de a pedazos/ tu corazón inerme/ Pelean por el hueso/ de la melancolía/ Los pobres y los rusos/ los negros y los putos/ son todos subversivos/ Maten que los matan/ ponete bien al palo/ hacé lo que te hacen/ en las comisarías/ partile bien el culo/ al perro policía…»

Afuera y adentro, el delirio, la revolución francesa, la rusa y la cubana, mayo del sesenta y ocho en París y junio del sesenta y nueve en Córdoba batiéndose en ese pequeño mundo ingrávido donde todos bailaban en el vacío, fui el único que se quedó sentado, «animate, abuelo», me provocó una mocosa que, abusando del maquillaje, la minifalda y los tacones, no aparentaba más de catorce, «maten al maldito… maldito perrooo… maldito perro policiaaá…», insistía el líder de Megainfierno que unas horas antes había pedido aplausos por la protección de la Bonaerense, y los danzarines se subían a las mesas y corrían las sillas a patadas, y el dueño del bar con un treinta y ocho en la mano apuntaba por ahora al cielorraso, desorbitado, aunque sólo yo lo veía, cuestiones generacionales, los ancianos de más de cuarenta se vuelven invisibles. Se había acordado tarde de defender a tiros la propiedad privada, se subió al mostrador y chillaba como una rata en la bodega del Titanic. «¡Cuidado, man, que ese mono está del tomate!», se alarmó por fin un pibe a mi lado, pero el mono loco rata acorralada apuntaba ya a otro chico, el más alto, el palo mayor en la marea, que bailaba su vudú adolescente muy cerca de la puerta, solo, como todos en la multitud, los ojos cerrados, «pogo pogo», arengaron los de Megainfierno y me sentí un barrilete remontado a un cúmulus nimbus. Me puse de pie y traté de escurrirme en el mezquino espacio entre una columna y la pared, mis huesos de gliptodonte mal conservado no soportarían aquella presión, los pibes se empujaban y se entrechocaban como reses en un camión de hacienda a ciento veinte por un camino de tierra, sólo el monolocorratacorralada se mantenía estable sobre el mostrador con su treinta y ocho de poli apuntándole al flacopalomayor de los ojos cerrados, «porro y pogo, porro y pogo» era la consigna, porro y pogo, proletarios del mundo, los cabezas rapadas también bailaban entregados a la ceremonia del tercer milenio, «anotate, abuelo», insistió la misma mocosa menuda que no sólo resistía los embates de la masa sino que empujaba como topadora, «carpe diem, abuelo, carpe diem», gritaba aquella muestra gratis de lucifer. Con algún whisky encima me hubiera tentado, pero entonces sólo quise salir de allí, en cualquier momento el monoloco empezaría a los tiros y no quería figurar en los créditos de su espectáculo sicopático.