No me resultó sencillo conseguir la dirección desde la cual Charo había hecho sus llamadas de auxilio, esos datos no se le dan a cualquiera. Pero un amigo de Gustavo que trabajaba en la Telefónica me consiguió una sábana con todos los llamados recibidos y el domicilio del abonado original. No era Charo, porque seguramente ella habría alquilado de apuro ese departamento en Almagro, apenas murió la madre y decidió huir de Chascomús con los hijos.
El departamento, a dos cuadras de Medrano y Rivadavia, estaba cerrado. Los vecinos que aceptaron hablar conmigo dijeron que habían visto mudarse allí a una señora con sus hijos adolescentes, aunque lo único que recordaban de ellos era el volumen en que a toda hora atormentaban al consorcio con su equipo de música, capaz de hacer saltar los sismógrafos y de sacar de quicio a un sordo. Gracias a Dios, dijeron, hace un montón de días que no aparecen por acá, si usted es amigo o pariente, dígales que en este edificio somos toda gente de trabajo que se levanta temprano y necesita dormir.
No podía irme con las manos vacías, el tiempo apremiaba y la vida de Charo y hasta la de los pibes podía estar en peligro. Decidí invertir unos pesos en minar las doctrinarias defensas del portero. La generosa propina y el trato respetuoso de «señor encargado» vencieron sus resistencias iniciales y terminó contándome del matrimonio Fernández que se había presentado una noche, muy tarde, afirmando ser parientes de la inquilina y que ella había tenido un accidente en la ruta con el auto, «nada grave», le dijeron, «pero está internada y necesitamos llevarle algunos efectos personales, claro que la llave de su departamento se perdió en el accidente, el auto quedó hecho un desastre, usted no se imagina, parece mentira que se haya salvado». Además de opinar el señor encargado que el matrimonio en cuestión lucía legítimamente preocupado, no vacilaron en apostar fuerte a su bonhomía con un billete nuevo de cien que le cambió la cara como una operación de cirugía estética.
– Lástima que Charo no tuviera auto -le dije mientras subíamos en ascensor al décimo piso y de ahí, por una escalera oscura, hasta el décimo primero-. Ni siquiera sabía manejar.
Poco le importó al sujeto mi precisión, «pudo haber sido otro el que condujera», dijo con la soltura del que no admite que le cambien su versión de la historia porque de ella depende que su conciencia siga dormida. Empezó a transfigurarse en cuanto abrió la puerta del pequeño departamento en el piso once. El mismo desorden del galpón de Gargano en La Boca, el matrimonio Fernández dejaba su sello adonde fuera, habría que tenerlo en cuenta antes de invitarlos a cenar a casa. Aquí no había perros ni gatos, pero pagó la cuenta un canario, al que degollaron en su propia jaulita del lavadero con un cuchillo de cocina que dejaron sobre la mesada, ensangrentado. Una manera como cualquiera de decirle a Charo: «Vinimos a verte y no te encontramos, volveremos».
– Ritos satánicos -dijo, cuando vio al canario degollado, el imbécil que me había abierto la puerta y que en mi escala de valores volvió a ser el portero. Me preguntó si debería llamar a la policía y le respondí que hiciese lo que quisiera, era inútil buscar nada allí, dirían que se trataba de ladrones comunes, cerrarían y volverían a la comisaría antes de que se enfriara la pizza, ni siquiera habría una faja judicial sobre la puerta porque en enero la justicia está de vacaciones.
Un perro asfixiado, un canario degollado… los Fernández iban dejando sus autógrafos. Por las dudas, volví a llamar a Gargano a su trabajo pero en el Central no se salían de la fórmula. Busqué en la guía telefónica otros Garganos, a lo mejor tenía parientes que pudieran haberlo visto después que yo, pero había tantos homónimos que me desalentó la sola idea de llamar a uno por uno. Tampoco tenía idea de la vida familiar de Charo, aunque supuse que, muerta la madre, sólo le quedaban los hijos. Y no había amigos comunes a los cuales acudir.
Los minutos corrían como las fichas en el reloj del taxi que Hugo se había empecinado en conducir, para ganarse unos mangos cubriendo mi turno. Yo me había convertido en un pasajero sin destino cierto, resignado a pasearse por las calles de la ciudad infinita buscando rostros conocidos, señales de náufragos a los que nadie excepto yo daba por perdidos. Volver a mi departamento no parecía lo más inteligente, el matrimonio Fernández andaba suelto y en busca de su tercera mascota, y para colmo yo no podría conformarlos con esas ofrendas, no tengo animales que me esperen para mover la cola, ronronear o trinar cuando entro solo y cansado de dar vueltas a la calesita porteña.
Deduje que las visitas de la simpática pareja al loft de Gargano y al departamento de Charo habían sido modos de ir acercando el bochín para la carambola final, y que yo era entonces la tercera mascota, la que justificaba y cerraba el juego. Mi secuestro con apariencias de arresto y mi reaparición en un hospital público con patente de suicida recuperado, los habría alertado sobre la inconveniencia de ir directos al grano, por lo menos hasta que el grano hubiera sido examinado por los expertos del Ministerio del Interior y desechado por híbrido. Ahora, y con sólo dejar pasar unos días, yo estaría nuevamente a su entera disposición y podrían apretar la tecla delete con mi entera y magra biografía, se sabe que tarde o temprano los suicidas vuelven a las andadas.
Pero si la deliciosa pareja especializada en visitar casas de amigos ausentes no me encontraba pronto, quizás se tomaran revancha con Charo o con Gargano, o con ambos, si ya no lo habían hecho. Y eso, suponiendo que los pibes de Charo estuvieran a salvo, lo que tampoco me constaba. Tenía entonces que encontrar la manera de reunirme con los Fernández.
Y el modo más directo de lograrlo fue volver a mi departamento.
39
Era un 31 de enero, aniversario de casamiento de mis padres. Esto no parece agregar nada porque mis viejos ya no están para cuidar que el nene de cincuentisiete años no se meta en laberintos de los que después no puede salir. Pero cuando el tiempo apremia y las brújulas enloquecen porque nos internamos entre los campos magnéticos de la muerte, la infancia aparece como una isla brumosa y apacible en medio del mar negro, de la noche sin estrellas, de la tempestad que nos encierra en un círculo de baja presión como en una casa vacía donde nos van cerrando las puertas y tapiando las ventanas.
Pensé en ellos como en guardianes de un faro que todavía pudieran enviarme señales de afecto y protección desde la dichosa isla, entré en mi departamento esa noche y encendí la tele.
En un canal de cable por el que transmiten viejos programas de la televisión en blanco y negro, pasaban un teleteatro de éxito en la década del sesenta, La familia Falcón, una comedia moralizante al estilo yanqui pero con argentinos -Pedrito Quartucci, Elina Colomer y Roberto Escalada-, auspiciada por la misma marca y modelo del auto norteamericano que en la década siguiente usarían los chupadores de gente para llevarse a sus víctimas y despedazar sin misericordia a la familia unida, núcleo de nuestro ser nacional y del teleteatro en cuestión. «Juntitos, juntitos -decía la letra de la canción con que se abría y cerraba el programa-, unidos descubrieron lo hermoso que es vivir de una ilusión.» Ilusión rimaba con Falcón, que -sin acento- es el modelo del coche en el que pocos años después irían a llevarse «al hombre con su esposa, cuatro hijos y hasta un tío solterón». Bomborombón.