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El tiempo pasa y el zorro pierde el pelo pero no las mañas, dicen en el campo. Los viejos viven de fantasmas, dice Huguito y le parece bárbaro que Gustavo se case con el zapatero porque es hincha de Vélez. Hoy el parque automotor se ha renovado y el fordfalcon es una pieza de museo, auto de pobres que pasean orondos a la patrona, la abuela, los ocho pibes y el perro, con el mismo desparpajo e inocencia que si salieran a dar la vuelta dominguera en una carroza fúnebre.

La noche iba a ser larga con tanta resaca. No es que me obsesione el pasado, habiendo tanta cosa linda en el presente, tanta flor y pajaritos revoloteando y amaneceres en el campo. Pero también el pasado anda dando vueltas por el aire, como las palomas del conventillo de Constitución espantadas por el tiro que acabó con el Chivo. Parece que nadie duerme tranquilo en la Argentina aunque todos digan yo no fui. La gente saca a pasear al perro sin darle tiempo a que encuentre un buen lugar para arquear el lomo, flexionar los cuartos traseros y cagar sin que lo apuren, soñando con los ojos abiertos en que la preciosa dálmata de la otra cuadra por fin le da bola. No, hay que volver rápido a casa, mirando atrás a cada paso, atentos a los ruidos y apartando, como a un chorro que viene a pegarnos un navajazo, al tipo que se acerca a pedir fuego o a preguntar dónde queda la calle Cochabamba.

Cambié de canal. Con los sesenta del cable y mis propias imágenes armé un zapping existencial, un videoclip con gente riendo, cogiendo y cayendo acribillada, con escenas de playa y explosiones con cuerpos despedazados y tipos muy circunspectos hablando del tiempo, la corriente del Niño, los fundamentalistas de Argelia degollando pobladores como gallinas, la crisis en los mercados asiáticos y los talibanes en Afganistán amenazando al camarógrafo de la CNN con sus fusiles franceses, americanos o rusos -a las armas argentinas ya nadie las quiere porque se disparan por la culata-. La noche se escurría como un vaso de whisky con hielo de la mano de un muerto.

Temí que no fueran a buscarme: ya habían ido antes, aunque no los mismos, claro, pero tal vez ahora se las arreglaran sin mí o habían perdido la curiosidad o esa compulsión por las visitas nocturnas que en todo el mundo tienen los fascistas. Afeitado y sin visitas me iba emborrachando, al otro día Huguito tenía exámenes y yo había quedado en cubrirle su turno sin descontarle un centavo, «no me hagas trampas, viejo, las leyes laborales protegen a los estudiantes: levantá pasajeros, no dejes de seña a la gente en las esquinas y tratalos bien, sonreíles por el espejito como si el mundo fuera todavía un lugar habitable», me había pedido el hijo adolescente que quince días antes salía de noche y dormía después jornada completa y horas extras.

Tapé la botella, apagué la tele y decidí que era hora de ir a la cama.

Pero al diablo no se lo convoca en vano, y cuando se lo llama, por lo general viene. Uno no puede hacer los conjuros, revolear los polvos, pronunciar las invocaciones y acostarse como si nada. Me acordé del Rabi, gurú a trasmano, viejo cabrón y embustero y encima sabio que me lo había advertido como si mi vida, de tanto mirar la tele, estuviera ya condensada en un video y él sólo la hubiera puesto a correr en la casetera.

Tocaron el timbre y casi en seguida golpearon a la puerta. Con alguna impaciencia pero con respeto, todavía.

– Ya voy -dije.

Pero no fui. Y empezaron a las patadas, «sabemos que estás ahí, Mareco, abrí, si no querés salir lastimado», dijo una voz de hombre, «no hay escaleras de incendio como en las películas», voz de mujer, «queremos charlar, tomar un trago». Les pedí que se fueran o llamaba a la policía y conseguí que el chiste les cambiara el humor: «este Pinocho», dijo el hombre. Cuando escuché que deslizaba una llave en la cerradura me prometí que a la portera, ese año, minga de propina. Una seca patada de karateca hizo volar limpio el pasador y en la puerta se recortó la silueta bifronte del matrimonio Fernández.

– ¿Quién de los dos sabe karate? -pregunté.

– No es karate, es kung-fu -aclaró Araca, sin jactancia.

40

No eran marido y mujer en el sentido estricto, sino dos pájaros promiscuos que debieron encontrarse en pleno vuelo migratorio y decidieron volver juntos a los sórdidos nidos del sur.

Dubatti no se había olvidado de mí, a pesar de que nos habían presentado treinta años atrás.

– Muy amigote del Chivo -le dijo a Araca-. Por vocación y estructura genética, un boludo. Aunque peligroso, si sabe algo, como mono con revólver.

Pero el revólver lo tenía él. Y me ponía nervioso apuntándome.

– Estás igual -dije, para congraciarme.

– Vos no, vos estás arruinado, Mareco. Por eso no te reconocí en el Costa Feliz. Y ahora me entero de que, con cincuenta y siete pirulos, vivís de la renta de un departamento de dos ambientes y de la recaudación de un taxi modelo noventa. Qué fracaso.

– Y de mi jubilación.

Se rió con ganas, mientras Araca revisaba el departamento.

– Ya estuvieron antes aquí, me dejaron todo hecho un desastre, ¿qué quieren ahora?

– Nosotros somos de otra inmobiliaria -dijo Araca.

Abría los cajones y sacaba papeles para revolearlos con impaciencia.

– Me llevó dos días ordenar las boletas de los servicios y los comprobantes de pago de impuestos, ¿qué buscan?

Dubatti me empujó sobre el sillón en el que miro la tele o hago sentar a las visitas, y me puso el caño de su revólver en el entrecejo.

– No te hagas el gracioso, Rolandorrivas. Dame la agenda.

– No la tengo. Quedó en el auto que alquiló Gargano en Mar del Plata. Ustedes, o los de la otra inmobiliaria, se la llevaron con el coche.

Amartilló el revólver. Vi girar el tambor, allá en la punta de mi nariz, y sentí el olor del aceite con que estaba lubricado.

– Se me va a escapar un tiro en cualquier momento -dijo.

– Acá no hay nada -anunció Araca, agitada-, matalo y vámonos a tomar una cerveza, estoy sedienta.

– Pero es la verdad.

– No quiero la verdad, quiero la agenda.

– Pregúntenle a Gargano, la policía nunca miente.

– Gargano ya no está para confirmar tus dichos -anunció el asqueroso de Dubatti-. Además, no busco la agenda que te atreviste a robar de la habitación del hotel como un chorrito miserable.

– Queremos la otra -completó Araca.

Otra vez muerto. No tenía manera de aplacar a ese par de hienas cebadas. La agenda del Chivo, su diario loco personal, eso buscaban. Me sentí un imbécil por no haberme dado cuenta de que allí estaba la respuesta. Y esa agenda había vuelto a manos de la Pecosa, y la Pecosa andaba de gira por el interior de la provincia, cantando tangos.