Después de la faena se quedó muy quieta agradeciendo los pocos aplausos, mientras se maceraba en sus jugos y el olor a sobacos y a vagina era un pequeño tifón, una miniatura transparente de intensos perfumes incestuosos que daba vueltas por el boliche como guiado por el mouse de una computadora.
– ¿Te gustó?
¿Qué decirle? Cantaba fuerte, nadaba sin asco en el riachuelo del dos por cuatro. Era demasiado piba para imaginarle una niñez entreverada con los guapos afantasmados del tango. Vacié el vaso de whisky antes de aceptar que lo que tenía, a lo mejor, no era otra cosa que talento. Pero de puro jodido no le dije que sí, sólo dejé caer la cabeza despacio, como adormecido.
– La noche no es tu patria -arriesgó, gentil, aunque le adiviné las ganas de decirme viejo choto.
– Trabajo de día -me justifiqué sin convicción, sombrío. Lo que me jodía era la dilación, el jueguito de naipes de aquellos tangos, en vez de sentarse a contarme cosas del Chivo.
Dijo que iba a cambiarse, que la esperara. El pianista que la había acompañado volvió a sentarse al piano y arremetió con un popurrí arqueológico: cargado de hombros, levantaba las manos y las dejaba caer con los dedos como garras sobre el teclado. Parecía estar cavando un pozo y a su manera debió ser eso lo que hacía, descubrir tesoros que sólo él codiciaba, y el silencio era la tierra que escarbaba y revolvía sin encontrarlos. Desde mi punto de vista, afectado por el sexto whisky de la noche, ese tipo no estaba ahí, era otro recorte como el del Chivo posando con su equipo allá lejos en el tiempo, un pedazo de papel amarillento y quebradizo, sepultado por las valijas de cartón de los bolivianos en la pieza de Tacuarí y Caseros.
El boliche languidecía. Empezó a parecerse a una estación ferroviaria sin trenes y yo, asomado al andén de una vía muerta. Entre la clientela, que no era poca, había médicos de guardia del hospital de pediatría: de vez en cuando el silbato de sus radiollamadas los rescataba del sopor, venían pesadamente hasta la barra y el dueño les dejaba usar el teléfono para enterarse de si se trataba de una emergencia o de una enfermera que no sabía qué antibiótico darle al pibe de la cama cuarenta y siete.
– La caca de chico es como la caca de perro -me confió un tal doctor Gurruchaga, según el apellido bordado en su ambo de guardia, más abrumado que borracho, mientras esperaba que en el hospital atendieran el teléfono-. Un pibe desnutrido es como un pichón de canario que ponen a entibiar en el regazo de una gata: se lo come el sistema antes de que al gurrumín le salgan siquiera los dientes de leche. Y nadie se calienta -agregó, después que lo atendieron y se enteró de que habían llevado a la guardia a un pibe de seis años triturado a golpes por el padre.
Dejé de mirarlo porque el tipo buscaba la salida sin quitarme los ojos de encima, como si fuera yo el que debía preocuparme por el pendejo que en ese mismo instante tal vez estuviera en coma. Nadie se calienta, repitió con fondo de Malena canta el tango como ninguna, de música gris que como el humo y el doctor gurruchaga también buscaba la salida, los respiraderos, las cloacas, el pozo ciego de una canción que habla de nosotros sin respeto, y que encima cantamos a coro aunque cada verso de su tumefacta letra nos insulte.
– Vámonos de aquí -ordenó Gloria. Se había duchado y estaba a mi lado, junto a la barra, tomándome del brazo, fresca y perfumada.
Y pecosa.
7
Fuimos a su departamento, un coqueto dos ambientes sobre la avenida Montes de Oca, a dos cuadras del Parque Lezama, en el que convivía con una serenata de ronquidos tras la puerta cerrada del dormitorio. Me explicó, mientras preparaba café, que se trataba de un tal Fabio, con quien compartía las expensas pero no la cama.
– Fabio es camionero y duerme aquí una vez cada quince días; el resto del mes se lo pasa por las rutas. Dice que la Patagonia es como el patio ventoso de una cárceclass="underline" de un lado, el mar, y del otro, la montaña.
– Mucha gente va a la Patagonia buscando la libertad -dije.
– La gente dispara para donde la dejan, como el ganado en el arreo. Nadie elige su destino, Mareco. Todo está escrito.
Amaba tan fuerte como cantaba, la Pecosa. Me hundí en ella antes de que el agua para el café hirviera y después hubo que acabar de urgencia para que, al apagarse el fuego con el agua que desbordaba de la pava, el gas no nos hiciera aparecer al día siguiente como dos suicidas pelotudos. Ventilamos abriendo de par en par las ventanas del living y de la cocina; mientras el gas se disipaba, se abrazó a mí, desnudos los dos y parados junto a la puerta de la cocina. Revolviéndole el pelo que me hacía cosquillas en el pecho escuché su pedido de que no le hiciera preguntas dolorosas. No hubiera podido, de todos modos, porque ni siquiera supe qué clase de preguntas hacerle.
Durante casi veinte años la vida del Chivo había sido un completo misterio para mí. El dolor, que seguramente existió, fue una materia extraña y remota, inaccesible por lo menos esa noche en la que hubiera preferido no haberlo conocido, creer que esa mina era mía por derecho propio, porque me la había ganado, y no el reflejo de otra historia, una imagen capturada en el aire como una mariposa.
Elogió mis esforzadas erecciones con conceptos de maestra de escuela ensalzando la mejor composición tema la vaca del grado. Me habló después de Rabindranath Gore Fernández, algo parecido a un gurú, nacido a mitad de camino entre Bombay y Villa Fiorito, y a quien ella y el Chivo habían ido a consultar un par de años atrás.
– El Chivo siempre andaba buscando a alguien que le devolviera la paz -dijo, sentada en bolas a lo buda sobre la alfombra, mientras fumaba y me acariciaba el sexo como se atiza una brasa para sostener por lo menos su mortecina lumbre-. Parece que la pelea con él mismo era muy dura y antigua.
– Puede ser -admití-, a nuestra edad, eso es lo más común. ¿Qué les dijo el gurú?
– Que nos cuidáramos del sida. Y que el amor no se hace por placer sino para restablecer el equilibrio de los cuerpos y salvarse del vacío al menos por un rato. «No llueve cuando la presión es alta -dijo-, el cielo en esos días es luminoso y diáfano, el día es perfecto.»
– Estabas enamorada, entonces, o algo así.
La Pecosa sonrió, conmovida por mi ingenuidad.
– «Algo así» -dijo, tirando de mi pájaro como de la válvula de una esclusa.
– De un viejo pobre, de un fracasado -me ensañé.
Siguió tirando, suave, sabia y oportuna como la lluvia, diciéndome sin palabras que toda vejez es fracaso, que el tiempo nos desnuda y quema nuestras ropas, y ya no hay chance de volver a esconderse, a disimular, a ser otro.