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– El Chivo no le tenía miedo a la muerte -dijo-, pero no le busqués la vuelta, no te compliques. Lo que te contó en esa carta es cierto, él no jodía a nadie. Lo mataron porque estuvo donde no debió estar. Como a un perro que se cruza en la ruta cuando viene un auto a ciento cuarenta. No pudieron esquivarlo.

La Pecosa fue a buscar la plata. Antes, se lavó las manos en la pileta de la cocina y sacó el dinero de un tarro de yerba. Mil quinientos, intactos.

– Todos sus bienes -dijo, dándome el rollito de billetes de cien pesos-. No creo que a la viuda le sirva para mucho. No sé cómo llegó a eso, francamente no lo sé, Mareco -agregó después, cuando yo estaba ya vestido y afuera amanecía, un resplandor gris contra el paredón del edificio vecino recortado en la ventana del living-. Él preguntaba lo mismo pero nadie te contesta esas preguntas. Como si vos buscás una calle cercana y la gente te indica cómo llegar a otra, en el culo del mundo, al otro lado de la ciudad.

Le di un beso en la frente antes de irme. Frente al edificio estaba estacionado el camión que manejaba su compañero de departamento, un semirremolque con cámara frigorífica. A cuántos perros les habría pasado por encima sin que Fabio el patagónico levantara siquiera el pie del acelerador.

– ¿Puedo volver a verte? -le había preguntado a la Pe cosa antes del beso paternal.

– Pero en la calle -se atajó, empujándome suavemente al palier. Su cuerpo parecía vibrar bajo la bata de seda con que se había cubierto para acompañarme hasta la puerta, los senos pujaban por abrir el escote que ella cerraba con la mano izquierda bajo su cuello para protegerse de la corriente de aire-. Para amores sin salida, con el del Chivo tuve bastante.

«Patagonia soñolienta», había escrito el camionero sobre las puertas de su semirremolque. Pensé en esos desiertos por los que iba y venía transportando carnes congeladas, a un lado el mar y al otro la montaña, al sur el frío y al norte nada, otro desierto pero lleno de gente que mira para otro lado. Otro ventoso patio carcelario, lo que llaman Argentina. Eternidad desolada y sin visitas.

– Mala noche -me descargó a modo de saludo el peón del taxi, cuando lo encontré a las seis de la mañana en avenida de Mayo y Piedras-: me asaltaron, se llevaron el coche y toda la guita.

8

Rutina. La denuncia policial, los trámites en la compañía de seguros, la aparición del auto dos días después con algunas abolladuras y sin la radio, de nuevo en la calle y a currar dos horas más por día para tratar de recuperar lo perdido. Rutina también la llovizna de los días borrando las huellas que nos comprometen, que indican que venimos, a veces, de algún buen recuerdo, de una hora en algún lugar que valió la pena.

No tenía ganas, sin embargo, de buscar a la Pecosa en sus lugares de trabajo. En el fondo de mi corazón destartalado pretendía que fuera ella quien volviera a llamarme, oír su voz en el contestador convocándome a seguir el juego. Pero entraba en casa y en el contestador los mensajes de siempre: un par de amigos invitándome a ir de pesca el fin de semana, mi hermana preguntando si estás de novio que no aparecés ni hablás por teléfono tus sobrinos quieren verte, y el llamado estimulante de mis hijos, uno, para anunciarme que abandona el bachillerato, y el otro, que quiere hablar conmigo de hombre a hombre.

– Tenés que saberlo, viejo, y tengo que ser yo quien te lo diga, no es fácil para mí, son cosas que pasan.

Lo escucho como si se tratase de una conversación ocasional en el asiento de al lado del metro, se me debe notar escandalosamente la cara de póquer que pongo cuando la realidad me supera porque Gustavo se queda esperando a que reaccione como si me hubiera desmayado. Como si le resultara imposible deducir que mi mirada vidriosa es de puro estupor.

– Las cosas que pasan me están pasando todas a mí últimamente. Primero, matan a un amigo en desgracia, lo matan como a un perro, y en vez de salir a vengarlo o a buscar justicia me enamoro de la hembra con la que mi amigo había compartido un amor chacabuco pero cierto. Pero la hembra no quiere verme a deshoras, por si fuera poco es puta y canta tangos en un tugurio de la avenida Brasil.

– Deberías vender el taxi -es el consejo del hijo que vino a hablar conmigo de hombre a hombre-, o tomar a otro peón que cubra tu turno. Es un trabajo peligroso. Tenés la jubilación del banco, el alquiler de la casa de Flores, con eso podés vivir tranquilo y pagarle los alimentos atrasados a mamá.

– ¿Alimentos para quién, para el vago de Huguito que no quiere agarrar más un libro? ¿Te envió tu madre, entonces, o es una misión tuya de buena voluntad?

Se va, ofendido. No hay portazo porque estamos en un bar: se levanta de la mesa y me deja plantado con su revelación, como quien paga su parte y además deja propina.

Lo vi salir, cruzar la calle mojada por la cansina lluvia de enero, perderse en el gentío. Tuve ganas de pararme sobre la mesa, patear los pocillos vacíos y gritar que todos los que estaban en ese bar eran unos cornudos, cornudos reconcentrados frente a sus cafecitos, cornudos melancólicos, fumando solos o en cornudas parejas aburridas, de gritar les pago una vuelta de cicuta, el barco ya se hundió, manga de cornudos, qué esperan.

Pero puse un billete de cinco pesos sobre la mesa y salí yo también como si me cerrara el banco, quién no tiene en Buenos Aires un vencimiento, una reunión de negocios o una citación en tribunales: me subí a la corriente y me dejé llevar por las ciegas multitudes. No podía pensar, no toleraba la sospecha de que cada idea estuviera en su sitio como pieza de ajedrez y que quien decidiría los próximos movimientos no fuera yo. ¿Eso mismo le habría pasado al Chivo? ¿Esa sospecha lo habría desgarrado hasta dejarlo en carne viva?

Charo había vuelto a irse a Chascomús y yo tenía los mil quinientos pesos de la herencia. Decidí, mientras caminaba sin rumbo por la ciudad, que no iría de pesca ese fin de semana, ni me sentaría a esperar a que Gloria la Pecosa me llamara, ni saldría a dar vueltas con el taxi hasta que algún drogón me rompiera la cabeza. Un rayo de sol se filtró en mi cerebro como un soplido entre la bruma, el llamado de Dios indicándome que sus caminos son siempre misteriosos.

Esa noche me emborraché sin culpas frente al televisor, mirando Pulp fiction por un canal de cable: gente que dispara a quemarropa como un dibujante que tira líneas entre un punto y otro sobre un plano, drogones con conciencias de cucaracha, la ciudad entera como un nido bullente y repulsivo, sociedades de hombres y mujeres ciegos cumpliendo sus mandatos sin reflexionar sobre ellos.

Gustavo, mi hijo mayor, veintitrés años, arquitecto, se había enamorado de Matías, treinta y ocho, empresario del calzado. Para colmo el zapatero era casado y padre de mellizos de tres años, no quería por el momento abandonar a su mujer, «los hijos son muy chicos y una separación es más traumática para críos de esa edad», me explicó Gustavo antes de ofenderse conmigo porque supuse que había venido a verme enviado por su madre.