No las resistió. Y al final de un modesto calvario sin cronistas ni apóstoles, el Chivo murió en la sórdida cruz de un ajuste de cuentas entre mercaderes.
Hurgando en diarios viejos que me prestó de mala gana una vecina -como tratando de leer en mi pedido intenciones perversas de revisarle la lencería-, encontré la crónica del asesinato del tal Fabrizio, un pie de página sin fotos.
– Don Aristóteles era una persona muy querida en este barrio -dijo el kiosquero al que le compré cigarrillos, cerca de la casa del difunto, en Tellier y avenida De los Corrales-. Un benefactor -agregó, confidente, mientras me entregaba un atado de Camel como si se tratara de un incunable rescatado de algún polvoriento anaquel-. Tenía sus negocios, claro. Pero quién no tiene su rebusque en estos tiempos difíciles.
– La calle está durísima -lo justifiqué.
– Si lo sabrá usted. -Miró mi taxi abollado, estacionado frente al kiosco-. ¿Lo conocía?
– No yo, un amigo. Gracias a él, sobrevivía. Pero dicen que también gracias a él le metieron un tiro acá.
Apoyé el dedo índice en su entrecejo y el kiosquero palideció.
– No me diga que al Chivo también…
Le conté la historia. El tipo no se había enterado porque casi no miraba la tele, a pesar de que tenía un portátil blanco y negro encendido todo el día, debajo de la bandeja de las golosinas.
– Lo pongo ahí abajo para que los ladrones crean que es un monitor. -Señaló una minicámara que colgaba del marco del ventanal donde exhibía la mercadería-. No funciona, me la regaló un amigo reducidor de electrodomésticos, qué va a hacer, el kiosco no da para mucha tecnología. Pero los rateros creen que los filmo y de vez en cuando se acojonan. Quince veces me asaltaron en este barrio de mierda. Pendejos como aquéllos, mire: señaló a una barrita de adolescentes que tomaban cerveza, sentados en el cordón de la vereda y mirando pasar autos y mujeres-. ¿Por qué matarían también al Chivo?
– Eso trato de averiguar. Y quién. Supongo que por nada. Por estar, nada más. Por cruzarse.
El afable kiosquero pertrechado con su falsa electrónica robada había sido cliente de Aristóteles Fabrizio, y el Chivo, su mensajero de cada quincena.
– Andaba medio chacabuco, últimamente -reveló, ya en confianza-: cojeaba de la pierna izquierda, un navajazo, según me dijo. Alguien de afuera, porque en el barrio todos lo queríamos y lo respetábamos. Además, tenía protección.
Le pregunté de quién y mi pregunta lo defraudó. Aprendí que hay cosas que se dan por sobreentendidas aunque no se sepa de qué se trata. Yo sabía, en realidad, pero necesitaba precisiones que el kiosquero no estuvo dispuesto a darme.
– Averígüelo usted -dijo, súbitamente preocupado por ordenar un estante cargado de chocolates-. Pero vaya con cuidado -me aconsejó, sin embargo, cuando ya había abierto la puerta de mi taxi-: ese laburo suyo es más peligroso que el del Chivo.
Le agradecí el consejo con una escupida en la vereda que el kiosquero simuló no ver. Al otro lado de la calle, la barrita de adolescentes seguía dándole a la cerveza, discutiendo a gritos la formación de Nueva Chicago y probablemente el modo en que, por decimosexta vez, desplumarían el kiosco de Tellier y avenida de Los Corrales.
11
El destino baraja sus naipes marcados para que las ovejas del rebaño creamos que todo es azar. Dos días más tarde respondí a la invitación a una reunión de ex alumnos, promoción 60 del Normal Mixto Juan Bautista Alberdi.
Una sola vez en mi vida me aparecí en esos bailes de vampiros arrancados de sus tumbas por la puta nostalgia de sus juventudes. Fue cuando quise abrazar a Osvaldo Rébora, un traga solidario con los burros que nos sentábamos al fondo del ruinoso y multitudinario salón de quinto primera, capaz de soplarnos pruebas enteras de física y de memorizar uno por uno para nosotros, en las de anatomía, todos los huesos y los músculos del esqueleto antropomorfo en que encarnamos nuestras penas. Hasta que el jefe de celadores sospechó de tanto rendimiento intelectual concentrado en un área donde predominaban los vagos recalcitrantes y Rébora fue al exilio del primer banco, donde él no quería estar porque era un tipo legaclass="underline" la fila de los devoradores de libros, de los glotones que empiezan en la secundaria a no abrir el juego y terminan haciendo goles y ganando campeonatos para los poderosos.
Por no ser de esa casta, a Rébora se lo chuparon los salvadores de la patria, cuando tenía treinta y seis años y estaba a punto de irse de la Argentina, con un contrato de investigador científico en Alemania y un dolor silencioso y sin alivio por tanta desolación.
De esto último me enteré al presentarme en aquella reunión de mutantes, y en vez de abrazar a Rébora tuve que soportar el relato minucioso de varias decenas de vidas inodoras, incoloras e insípidas, de mezquinas currículas expuestas sin pudor por ex alumnos, ex jóvenes, ex minas bonitas y calientes devenidas en señoras empolvadas y frígidas. Era el año 1984 y algunos y algunas ya extrañaban la mano dura de los militares, el orden sepulcral que, después de todo, es el ambiente en que mejor se crían y se reproducen los microorganismos de la especie.
Fui, entonces, por segunda vez, en 1997, dos días después de mi excursión al barrio de Aristóteles Fabrizio. Y no me equivoqué, o el destino talló sin disimulo su naipe doblado en una punta.
Ahí estaba como un solo hombre Gargano Daniel, adoquín contra cuya estulticia lucharon en vano camadas enteras de profesores de las más diversas materias, repetidor crónico que arrancó con nosotros en primero primera y se perdió luego, como un astronauta expulsado de su cápsula al espacio y condenado a vagar por el vacío infinito de su burrez, acompañando a los de primer año durante varias temporadas, con sus barbas crecidas y sus consejos de sabelotodo en levantarse minas casadas.
No sé qué milagros de la maduración de su masturbada personalidad, o qué influencias en el ministerio de educación que en aquella época ocupaba un brigadier, hicieron que Gargano Daniel obtuviera por fin su título de maestro normal. Para no desaprovechar tanta dedicación al estudio y sensibilidad por las artes, los padres lo metieron de cabeza en la escuela superior Ramón Falcón, de donde salió poli. O siempre había sido chivato, quién sabe, y ocultaba la chapa bajo el tintero del banco de la segunda fila donde se atrincheró durante su interminable batalla por aprobar el secundario.
El abrazo que no había podido dar a Rébora tuve que dárselo a él. Sólo Jesús, Hijo de Dios, y algún descalabrado entomólogo, serían capaces de levantar una araña pollito del piso para evitar que la aplasten, con la delicadeza con se recoge el pañuelo de una dama. Una larvada repulsión entumeció mis brazos. Me vi obligado, además, a felicitarlo porque lo veía a cada rato en los noticieros de la tele, haciendo declaraciones en las puertas de bancos que acababan de ser asaltados, pisando sin disimulo el hilo de sangre de un ladrón recién baleado y exhibido para la prensa como pescado fresco sobre la vereda.