“Encontré lo que buscaba. La plantación había estado dedicada en otra época al índigo. Después los propietarios habían empezado a cultivar la caña de azúcar, más rentable, unos cincuenta años antes, y naturalmente Julian no había cultivado absolutamente nada. Procedentes de aquella primera época, al sur de la casa principal, encontré unas grandes tinas para índigo junto a un canal que tenía su comienzo en la ensenada. Era un lugar de aguas calmas, estancadas, invadido por la maleza y de olor nauseabundo. El índigo no es muy agradable. El canal apenas medía lo suficiente para que pasara el Sueño del Fevre y, evidentemente, no tenía bastante profundidad.
“Entonces, decidí que había que profundizar más. Descargamos el vapor y nos ocupamos de limpiar la maleza, serrar los árboles caídos y dragar las aguas estancadas. Un mes de trabajo, Abner, casi todas las noches. Entonces conduje el vapor ensenada abajo, lo introduje en ángulo marcha atrás con mucha dificultad y lo hice pasar forzándolo. Cuando lo detuve, estábamos rozando la quilla con el fondo, pero había quedado prácticamente invisible, oculto por la vegetación. Durante las semanas que siguieron, cerramos el canal en la salida a la ensenada y volvimos a poner en su lugar el barro y la arena que tan trabajosamente habíamos sacado, y a rellenar el canal entero. Al cabo de otro mes, más o menos, el Sueño del Fevre descansaba sobre un suelo húmedo y fangoso, oculto por robles y cipreses, de tal modo que nadie hubiera podido sospechar siquiera que allí había habido agua.
Abner Marshh tenía una expresión triste.
—Ese no es un final decente para un barco —dijo con un tono de amargura—. Y menos para ese. Se merecía algo mejor.
—Lo sé —contestó Joshua—, pero tenía que pensar en la seguridad de mi gente. Tomé mi decisión, Abner, y cuando lo hice me sentí complacido y triunfante. No seríamos encontrados jamás. La mayoría de los cuerpos habían sido quemados o enterrados. Julian apenas se había dejado ver desde la noche en que le desafié y sometí. Salía poco de su camarote, y únicamente para comer. Sour Billy era el único que hablaba con él. Billy se portaba de modo temeroso y obediente, y los demás me seguían todos y bebían conmigo. Le había ordenado a Billy que sacara del camarote de Julian las botellas de mi bebida y las tenía detrás de la barra del salón principal. Bebíamos cada noche, a la hora de la cena. Sólo había un gran problema que resolver antes de pasar a considerar el futuro de mi raza, y éste eran nuestros prisioneros, los pasajeros que habían sobrevivido a aquella noche de terror. Los habíamos mantenido confinados durante nuestro trayecto y nuestros trabajos, aunque ninguno había sufrido el menor daño. Me había ocupado de que fueran alimentados y tratados bien. Incluso había intentado hablar con ellos, aunque no lo había conseguido, pues en cuanto entraba en sus camarotes se ponían histéricos de terror. Yo no tenía intención de mantenerlos encerrados indefinidamente, pero lo habían presenciado todo y no encontraba modo de dejarlos marchar sin peligro para nosotros.
“Entonces, el problema se resolvió sin mi intervención. Una noche aciaga, Damon Julian abandonó su camarote. Todavía vivía en el barco, igual que algunos más, los que habían estado más unidos a él. Yo estaba en tierra aquella noche, trabajando en el edificio principal de la plantación, que Julian había dejado degradarse de manera vergonzosa. Cuando regresé al Sueño del Fevre, descubrí que dos de nuestros prisioneros habían sido sacados de sus camarotes y asesinados. Raymond y Kurt y Adrienne estaban sentados sobre los cuerpos en el gran salón, comiendo de ellos, y Julian presidía el acto.
—Maldita sea, Joshua —exclamó Marsh—, debería haber acabado con él cuando tuvo ocasión.
—Sí —asintió Joshua York, para sorpresa de Marsh—. Creí que podría controlarle. Un lamentable error. Naturalmente, la noche aquella en que reapareció intenté rectificarlo. Estaba furioso y enfermo por lo sucedido. Intercambiamos amargas palabras y tomé la determinación de que aquél sería el último crimen de su larga y monstruosa vida. Le ordené que me mirara. Intenté hacer que se arrodillara ante mí y me ofreciera su sangre, una y otra vez si fuera necesario, hasta que fuera mío, hasta que estuviera sin fuerzas, roto e inofensivo. El se levantó y me miró y…
York soltó una risotada ruda y desesperada.
—¿Y le derrotó?—preguntó Marsh.
—Fácilmente —asintió Joshua—. Como siempre había sucedido, a excepción de aquella noche. Reuní toda la fuerza, la voluntad y la ira que había en mí, pero no hubo réplica posible. Creo que ni el propio Julian lo esperaba —añadió, moviendo la cabeza—. Joshua York, rey de los vampiros… Volví a fallarles. Mi reino duró apenas un par de meses. Durante los últimos trece años, Julian ha sido nuestro amo.
—¿Y los prisioneros?—preguntó Abner, seguro de la contestación pero deseando equivocarse.
—Muertos. Los tomaron uno a uno, durante los meses que siguieron.
Marsh hizo un gesto de desagrado.
—Trece años es mucho tiempo, Joshua. ¿Por qué no escapó? Debió tener alguna oportunidad.
—Muchas —reconoció York—. Creo que Julian hubiera preferido que me esfumara. El había sido maestro de sangre durante mil años o más, el más fuerte y terrible depredador que ha caminado sobre la tierra, y yo le tuve dominado durante dos meses. Ni él ni yo podíamos ufanarnos de mi breve y amargo triunfo, pero tampoco podíamos olvidarlo. Durante esos años nos enfrentamos una y otra vez y, en cada ocasión, antes de que Julian sacara a la luz todo su poder, vi en él la sombra de la duda, el temor a que quizá en esa ocasión fuera vencido otra vez. Sin embargo, nunca sucedió eso. Y yo me quedé. ¿Dónde hubiera podido ir, Abner? ¿Y de qué me hubiera servido? Mi lugar está con mi gente. En todo momento seguí esperando que algún día pudiera arrebatársela a Julian. Incluso estando derrotado, mi presencia era un reto para Julian. Siempre era yo quien iniciaba nuestros duelos sobre el mando, nunca él. Nunca intentó hacerme matar. Cuando se agotaban los suministros de mi pócima, instalaba el equipo para preparar más y Julian no interfería. Incluso dejó que algunos otros se sumaran a mí. Simon, Cynthia, Michel y algunos más. Seguimos consumiendo mi licor y con él apaciguamos la sed.
“Por su parte, Julian siguió en el camarote. Casi podría decirse que estaba en estado de hibernación. En ocasiones, nadie salvo Sour Billy le veía en semanas. Así pasaron los años, con Julian perdido en sus sueños, aunque su presencia aleteaba sobre nosotros. Y también tenía su sangre, por supuesto. Al menos una vez al mes, Sour Billy se encaminaba a Nueva Orleans y regresaba con una víctima. Antes de la guerra fueron esclavos. Después, fueron chicas de salones de baile, prostitutas, borrachos y demás carroña, cualquiera que pudiera atraer. La guerra fue difícil. Julian despertó durante la guerra y dirigió grupos en la ciudad en varias ocasiones. Después envió a los demás. Las guerras suelen ofrecer víctimas abundantes para mi pueblo, pero también pueden ser peligrosas, y ésta se cobró sus víctimas. Cara fue atacada una noche por un soldado de la Unión en Nueva Orleans. Ella le mató, naturalmente, pero el soldado tenía compañeros… Ella fue la primera víctima de la guerra. Philip y Alain fueron detenidos por sospechosos y hechos prisioneros. Así, les encerraron en una empalizada situada al aire libre, para esperar el interrogatorio. El sol salió, ascendió en el cielo, y ambos murieron. Una noche, las tropas incendiaron la plantación. Armand murió en el incendio y Jorge y Michel sufrieron terribles quemaduras, aunque se repusieron. El resto de nosotros se dispersó y regresó al Sueño del Fevre cuando los merodeadores hubieron desaparecido. Desde entonces, el barco fue nuestro hogar.