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Le llevaban ya más de diez minutos de distancia al Sureño cuando divisaron Cairo, donde las anchas y claras aguas del Ohio se fundían con las del fangoso Mississippi. Por entonces, Abner Marsh ya casi se había olvidado de su pequeño incidente con Joshua York.

CAPITULO SEIS

Plantación Julian, Louisiana, julio de 1857

Sour Billy Tipton estaba frente a la casa, lanzando su cuchillo contra el gran árbol muerto situado junto al camino de grava, cuando vio a los jinetes que se aproximaban. Transcurría la mañana, pero ya el calor era infernal, y Sour Billy estaba sudando mucho y pensando en tomar un baño cuando terminara sus lanzamientos de cuchillo. Vio a los jinetes surgir de entre los árboles donde el viejo camino hacía un recodo. Se inclinó sobre el tronco muerto, tiró del cuchillo, lo devolvió a su funda y lo guardó. Todos los proyectos de nadar fueron olvidados.

Los jinetes se aproximaban con toda parsimonia, con tanta audacia como descaro, erguidos sobre los caballos a plena luz del día como si les perteneciera la plantación. Sour Billy pensó que no debían ser de por allí; todos sus vecinos sabían que a Damon Julian no le gustaba que nadie entrara en sus terrenos sin su permiso. Cuando los desconocidos todavía se encontraban a una distancia demasiado grande como para identificarlos, Sour Billy se preguntó si serían acaso algunos amigos del criollo Montreuil que se dirigían allí con el propósito de crear problemas. Si era así, iban a arrepentirse.

Entonces descubrió a qué se debía su lenta marcha, y se tranquilizó. Dos negros encadenados avanzaban dando tumbos tras los dos jinetes. Cruzó los brazos y se recostó contra el árbol, aguardando a que llegaran junto a él.

Aun tardaron un rato. Por fin, uno de los jinetes observó la casa, con su pintura desconchada y sus escaleras delanteras medio podridas, escupió un poco de jugo de tabaco de mascar y se volvió hacia Sour Billy.

—¿Es ésta la plantación Julian?—preguntó. Era un hombretón de rostro enrojecido y una verruga en la nariz, vestido con pieles apestosas y un sombrero gacho de fieltro.

—Así es —contestó Sour Billy. Sin embargo, no miraba al jinete ni a su acompañante, un joven delgado de mejillas sonrosadas que probablemente era hijo del que había hablado. Se levantó y, acercándose a los dos negros encadenados de aspecto macilento, pobre y miserable, Sour Billy sonrió.

—Vaya —dijo al fin—, si son Lily y Sam. Nunca pensé volver a veros por aquí. Debe hacer ya dos años que os escapasteis. El señor Julian se pondrá muy contento de veros otra vez.

Sam, un negrazo corpulento, alzó la cabeza y miró a Sour Billy, pero en sus ojos no hubo el más ligero asomo de desafío; sólo temor.

—Venimos con ellos desde Arkansas, mi hijo y yo —dijo el hombre del rostro enrojecido—. Primero dijeron que eran negros emancipados, pero no me engañaron ni un segundo, no señor.

Sour Billy miró a los cazadores de esclavos y asintió.

—Continúa.

—Nos dieron un trabajo terrible, esos dos. Perdimos mucho tiempo en conseguir que nos dijeran de donde procedían. Los azotamos convenientemente y utilizamos algunos trucos más que nosotros sabemos. Habitualmente, basta asustar un poco a los negros y en seguida aflojan, pero con estos no fue así —añadió, escupiendo—. Bueno, pues al fin se lo sacamos. Enséñaselo, Jim.

El muchacho desmontó, se acercó a la mujer y levantó su mano derecha. Le faltaban tres dedos. Uno de los muñones todavía estaba envuelto en una venda.

—Empezamos con la mano derecha porque advertimos que era zurda —añadió el hombre—. No queríamos lisiarla demasiado, ¿comprende?, pero no encontramos nada sobre ellos en los periódicos, ni había carteles de busca y captura, así que…—se encogió de hombros—. Al llegar al tercer dedo, como ve usted, el hombre nos lo dijo al fin. Y la mujer le soltó una maldición terrible por ello —añadió gruñendo—. Sea como sea, aquí los tiene. Dos esclavos como estos bien merecen que nos den alguna recompensa por cazarlos. ¿Está en casa el señor Julian?

—No —respondió Sour Billy, observando el sol. Faltaban aún dos horas para el mediodía.

—Bien —dijo el jinete—, usted debe ser el capataz, ¿verdad? ¿Ese al que llaman Sour Billy?

—En efecto —respondió el aludido—. ¿Sam y Lily os han hablado de mí?

El cazador de esclavos se rió otra vez.

—Vaya si hablaron de todos ustedes cuando por fin nos dijeron de dónde procedían. No han parado de hablar en todo el viaje. Un par de veces les hemos hecho callar, yo y mi hijo, pero de inmediato se ponían a decir una estupidez tras otra. Cosas raras, ¿sabe?

Sour Billy contempló a los fugados con ojos fríos, cargados de malicia, pero ninguno de los esclavos se atrevió levantar su mirada hacia él.

—Quizá pueda usted hacerse cargo de los dos negros y darnos la recompensa; así podríamos irnos ahora —dijo el hombre.

—No —dijo Sour Billy Tipton—. Tendréis que esperar. El señor Julian querrá daros las gracias personalmente. No tardará. Regresará cuando oscurezca.

—Cuando oscurezca, ¿eh? —dijo el hombre, al tiempo que intercambiaba una mirada con su hijo—. Es curioso, señor Sour Billy, pero esos negros dijeron que nos diría precisamente eso. Cuentan historias de lo que sucede aquí cuando oscurece. Mi hijo y yo tomaremos el dinero y nos iremos ya, si no le importa.

—Le importará al señor Julian —respondió Sour Billy—. Y tampoco puedo daros el dinero. ¿Vais a creer en los estúpidos cuentos de un par de negros?

El hombre frunció el ceño, sin dejar de mascar tabaco un instante.

—Es cierto que los negros cuentan muchas mentiras —dijo al fin—, pero conozco algunos que dicen la verdad de vez en cuando. Bueno, señor Sour Billy, lo que haremos será esperar, como usted dice, a que regrese ese señor Julian. Pero no crea que nos dejaremos engañar —llevaba una pistola al cinto y la mostró—. Mantendré aquí a mi amiga mientras espero; mi hijo lleva otra igual, y los dos somos expertos con el cuchillo, ¿comprende? Esos negros nos han hablado de ese cuchillito suyo que esconde en la espalda, así que no eche atrás el brazo, para rascarse o algo así, o a nosotros nos picarán también los dedos. Aguardemos, y portémonos como amigos.

Sour Billy volvió los ojos al cazador de esclavos y le dedicó una mirada fría, pero el hombretón era demasiado estúpido para captarla.

—Esperaremos dentro —dijo Sour Billy, manteniendo las manos bien lejos de la espalda.

—Muy bien —contestó el cazador de esclavos, y desmontó—. Por cierto, me llamo Tom Johnston, y ése es mi chico, Jim.

—El señor Julian se sentirá complacido de conoceros —dijo Sour Billy—. Atad los caballos y traed dentro a los negros. Cuidado con los escalones, están podridos en algunos sitios.

La mujer empezó a lloriquear camino de la casa, pero Jim Johnston le dio un preciso bofetón en la boca y la mujer guardó de nuevo silencio.

Sour Billy les condujo a la biblioteca, y descorrió las pesadas cortinas para dejar entrar un poco de luz en la sala sombría y polvorienta. Los esclavos se sentaron en el suelo, mientras que los dos cazadores se estiraron en unos grandes sillones de cuero.

—Vaya —dijo Tom Johnston—, qué sitio tan estupendo.

—Todo está roto y sucio, papá —dijo el más joven—. Tal como dijeron esos negros que estaría.

—Bien, bien —intervino Sour Billy, mirando a los dos negros—. Bien, bien. Al señor Julian no le va a gustar que andéis por ahí contando cosas de la casa. Os habéis ganado una buena azotaina.