Sam, el enorme negro, reunió el valor necesario para alzar la cabeza y responder:
—No tengo miedo de los azotes.
Sour Billy sonrió ligeramente.
—Bueno, en ese caso, hay cosas peores, Sam. Claro que las hay.
Aquello fue excesivo para la mujer, Lily. Se volvió hacia el joven.
—Está diciendo la verdad, massa Jim, es cierto. Escúcheme. Llévenos fuera antes de que oscurezca. Usted y su padre pueden ser nuestros amos, trabajaremos, trabajaremos muy duramente, de verdad. No nos escaparemos, seremos buenos negros, massa. Nunca nos escaparemos, pero vámonos antes, antes… No esperen al anochecer; entonces será demasiado tarde.
El muchacho volvió a pegarle, con fuerza, con la culata de la pistola, dejándole una marca en el rostro y haciéndola caer de espaldas sobre la alfombra, donde se quedó entre temblores y sollozos.
—Calla esa mentirosa boca negra —dijo el joven.
—¿Queréis beber algo?—preguntó Sour Billy.
Pasaron las horas. Se acabaron casi dos botellas del mejor coñac de Julian, tragándolo como si fuera whisky barato. Comieron. Charlaron. Sour Billy no participó mucho; se limitó a sonsacar a Tom Johnston, que estaba borracho y ufano y enamorado de su propia voz. Los cazadores de esclavos tenían una casa cerca de Napoleon, Arkansas, pero al parecer no iban mucho por allí, ya que siempre estaban viajando. Había una señora Johnston que se quedaba en la casa, con su hija. Los hombres no explicaban gran cosa de sus negocios a las mujeres.
—No hay ninguna razón por la que las mujeres deban saber qué les pasa y qué hacen sus maridos. Alguna vez se les cuenta algo, sólo para que no se preocupen si llegas tarde, y después tienes que acabar pegándoles. Es mejor que no sepan nada y así se alegran cuando te ven por casa.
Johnston le causó a Sour Billy la impresión de que prefería cazar muchachas negras, así que poco le debía importar su mujer.
Fuera, el sol se hundía por el oeste.
Cuando las sombras se adueñaron de la sala, Sour Billy se levantó, corrió las cortinas y encendió unas velas.
—Voy a buscar al señor Julian —dijo.
El joven Johnston estaba terriblemente pálido cuando se volvió hacia su padre.
—Papá, no he oído llegar a nadie —dijo.
—Esperad —dijo Sour Billy Tipton. Los dejó, cruzó el salón de baile oscuro y desierto, y subió la gran escalinata. Arriba, entró en un dormitorio grande y recargado, con las amplias ventanas francesas enmarcadas en madera, y la barroca cama amortajada con un dosel de terciopelo negro.
—Señor Julian —dijo en voz baja, desde la puerta. La sala estaba negra y cargada.
Bajo el dosel, algo se estiró. Las cortinas de terciopelo se retiraron y apareció Damon Julian, pálido, tranquilo, frío. Sus ojos negros parecían surgir de la oscuridad e impresionaron a Sour Billy.
—¿Sí, Billy? —dijo una voz suave.
Sour Billy le explicó todo lo sucedido. Damon Julian sonrió.
—Llévalos al comedor. Estaré allí dentro de un momento.
El comedor tenía un gran candelabro antiguo, pero no se había encendido nunca desde que Sour Billy podía recordar. Tras hacer entrar a los cazadores de esclavos, encontró unas cerillas y encendió una lamparilla de aceite que colocó en mitad de la gran mesa, de modo que formaba un pequeño círculo de luz sobre el mantel de lino blanco, pero dejaba el resto de la habitación, estrecha y de techos altos, en la penumbra. Los Johnston tomaron asiento y el joven miró a su alrededor con intranquilidad y la mano siempre puesta en la pistola. Los negros se abrazaron muertos de miedo al otro extremo de la mesa.
—¿Dónde está ese Julian?—gruñó Tom Johnston.
—Pronto llegará, Tom —dijo Sour Billy—. Espera.
Durante casi diez minutos, nadie pronunció ni una palabra. Luego, Jim Johnston suspiró.
—Mira, papá —dijo—. Hay-alguien junto a esa puerta.
La puerta conducía a la cocina. Allí la oscuridad era total. La noche se había cerrado y la única iluminación de aquella parte de la casa era la lámpara de aceite sobre la mesa. Tras la puerta de la cocina no podía verse nada más que sombras amenazadoras… y algo parecido al perfil de una forma humana, de pie y muy quieta.
Lily empezó a gimotear y el negro Sam la abrazó aún con más fuerza. Tom Johnston se puso en pie, su silla chirrió sobre el suelo de madera, su rostro parecía tenso. Sacó la pistola y la amartilló.
—¿Quién anda ahí? —preguntó—. ¡Salga!
—No hay que alarmarse —dijo Damon Julian.
Todos se volvieron, y Johnston dio un salto. Julian estaba bajo la arcada que daba al vestíbulo, destacando de la oscuridad, con una sonrisa encantadora, vestido con un traje oscuro y una corbata de seda roja luciendo en su cuello. Sus ojos eran oscuros y burlones, la llama de la lámpara reflejada en ellos.
—Sólo es Valerie —dijo Julian.
Con un susurro de las faldas, Valerie apareció y se quedó junto a la puerta de la cocina, pálida y quieta y, pese a todo, sorprendentemente hermosa. Johnston la miró y se echó a reír.
—¡Ah! —dijo—, sólo es una mujer. Lo siento, señor Julian. Esos cuentos de negros me ponen nervioso.
—Le comprendo perfectamente —contestó Damon Julian.
—Hay otros detrás de él —susurró Jim Johnston. Todos los veían ahora; unas figuras difusas, imprecisas, perdidas en la oscuridad a espaldas de Julian.
—Son sólo mis amigos —respondió Julian, con una sonrisa. A su derecha apareció una mujer con un traje largo azul pálido—. Cynthia —dijo Julian. Otra mujer, vestida de verde, se colocó a su izquierda—. Adrienne —añadió él. Alzó el brazo con un gesto lánguido y triste.
—Y esos son Raymond, y Jean, y Kurt.—Fueron apareciendo todos, moviéndose en silencio como gatos, desde otras puertas que iban a dar al gran salón—. Y detrás están Alain y Jorge y Vincent.
Johnston se volvió, y allí estaban, surgiendo de las sombras. Otros más salieron a la vista detrás del propio Julian. A excepción del susurro de los vestidos, nada de ellos hacía el menor ruido al desplazarse. Todos les miraban y sonreían.
Sour Billy no sonreía, aunque estaba divirtiéndose por el modo en que Tom Johnston había asido su arma y movía los ojos como un animal atemorizado.
—Señor Julian —dijo Sour Billy—, tengo que advertirle que aquí el señor Johnston no quiere que le estafen. Tiene una pistola, señor Julian, y su hijo otra igual, y ambos son expertos en el uso del cuchillo.
—¡Ah! —contestó Damon Julian.
Los negros empezaron a rezar. El joven Jim Johnston observó a Damon Julian y sacó también su arma.
—Les hemos traído sus negros —dijo—. Pero no vamos a molestarle pidiéndole una recompensa, no señor. Será mejor que nos vayamos en seguida.
—¿Irse? —dijo Julian—. ¿Pretenden que les deje marchar sin una recompensa? ¿Desde cuándo se viaja ahora desde Arkansas sólo para devolver un par de negros? Nunca lo había oído.
Cruzó la sala. Jim Johnston, al ver sus oscuros ojos, mantuvo la pistola en alto y no se movió. Julian se la quitó de la mano y la dejó sobre la mesa. Luego le dio un golpecito al muchacho en la mejilla.
—Bajo la suciedad, eres un muchacho muy guapo —le dijo.
—¿Qué está haciendo con mi chico?—inquirió Tom Johnston—. ¡Apártese de él!—insistió, alzando la pistola. Damon Julian sonrió.
—Su hijo tiene una cierta belleza salvaje. Usted, en cambio, tiene una verruga.
—Todo él es una verruga —apuntó Sour Billy Tipton.
Tom Johnston abrió los ojos y Damon Julian sonrió.
—Es cierto —dijo—. Muy divertido, Billy.
Julian hizo un gesto a Valerie y Adrienne. Ellas se inclinaron ante él y cada una tomó al joven Johnston por un brazo.