Выбрать главу

York no contestó a su pregunta.

—Puedo ver los remolinos en el agua con la misma claridad con que reconozco los puestos de leña, si sé lo que busco. Señor Framm, si usted no puede enseñarme el río, encontraré otro piloto que pueda. Le recuerdo que soy el amo y señor del Sueño del Fevre.

Framm echó una mirada en derredor, esta vez con el ceño Fruncido.

—Más trabajo nocturno —murmuró—. Si quiere aprender de noche, le costará ochocientos.

La expresión de York se mudó en una leve sonrisa.

—Hecho —contestó—. Y ahora, vamos a empezar.

Karl Framm se echó para atrás su sombrero gacho hasta que lo tuvo en la mismísima nuca y exhaló un profundo suspiro, como si estuviera tremendamente agobiado.

—Muy bien —dijo al fin—, se trata de su dinero, y también de su barco. Después no me venga con cuentos si le rompe el casco. Y ahora, escuche. El río baja muy recto desde San Luis hasta Cairo, antes de que desemboque el Ohio. Pero tiene que saber algo de entrada: esa extensión de ahí se denomina “el cementerio”, por la cantidad de barcos que se han hundido en ella. De algunos, todavía pueden verse las chimeneas sobresaliendo del agua o, cuando el río tiene poca agua, incluso todo el maldito casco recostado en el fango; sin embargo, de los que quedan permanentemente bajo la superficie, más vale que sepa usted la situación exacta, o el próximo barco que baje detrás habrá de aprenderse también dónde ha quedado el nuestro. Además debe conocer sus marcas, y cómo manejar el barco. Venga, pase aquí y tome la rueda. Tome contacto con ella. Aquí no hay peligro, no podría tocar el fondo ni con un campanario de iglesia puesto del revés —York y Framm cambiaron sus posiciones—. Bien, el primer punto debajo de San Luis…—empezó Framm.

Abner Marsh se sentó en el sofá, atento al piloto mientras éste seguía charlando de mil cosas, desde las marcas o los trucos con el timón a largos relatos sobre los vapores que yacían hundidos en el cementerio por el que estaban pasando. Era un narrador colorista, pero después de cada anécdota recuperaba el hilo de las explicaciones y volvía a repasar las marcas. York absorbía todas sus palabras apaciblemente. Parecía aprender con rapidez el manejo del timón y, cada vez que Framm se detenía y le pedía que repitiera alguna de sus informaciones, Joshua se las contestaba palabra por palabra.

Al cabo de un rato, una vez hubieron alcanzado y superado el vapor que tenían delante, Marsh se descubrió en pleno bostezo. Sin embargo, era una noche perfecta y no tenía deseos de irse a la cama. Se animó a levantarse y bajó a la cubierta inmediatamente inferior, regresando con un pote de café caliente y una bandeja de pastas. Al entrar de nuevo en la cabina, Karl Framm estaba en pleno relato sobre el naufragio del Drennan Whyte, perdido aguas arriba de Natchez el año cincuenta con un tesoro a bordo. El Evermonde había intentado levantarlo del fondo, pero un incendio a bordo motivó que también él se hundiera. El Ellen Adams un vapor de rescate, intentó encontrar el tesoro en el año 51, pero fue a dar contra un obstáculo y quedó semihundido.

—Ese tesoro está maldito, ¿sabe usted? —decía Framm—; o eso, o este diablo de río no quiere entregarlo a nadie.

Marsh sonrió y sirvió el café.

—Joshua —dijo entonces—, esa anécdota es bastante cierta, pero no vaya a creerse todo lo que le cuente. Este hombre es el mentiroso más notable de todo el río.

—¡Vamos, capitán! —replicó Framm con una sonrisa. Luego volvió a concentrarse en el río—. ¿Ve esa cabaña de ahí, con el porche medio derruido? —dijo—. Bien, porque debe usted recordarla…—y volvió a obsequiarle con una retahíla de consejos. Pasaron más de veinte minutos antes de que iniciara la historia del E. Jenkins, el vapor que medía más de treinta millas de largo, y que tenía unas bisagras en medio para poder seguir las curvas del río. Esta vez, hasta el propio Joshua York le dedicó a Framm una mirada de incredulidad. Sin embargo, la mirada iba acompañada de una sonrisa.

Marsh se retiró una hora después, cuando hubieron terminado la última de las pastas. Framm resultaba bastante entretenido, pero Marsh prefería tomar las lecciones durante el día, cuando pudiera apreciar bien las malditas marcas de que estaba hablando el piloto.

Al despertar, ya era de día y el Sueño del Fevre estaba en Cape Girardeau, cargando suministros. Framm había elegido aquel punto para fondear durante la noche, según se enteró Marsh, debido a una niebla que se cerró sobre ellos. Cape Girardeau era una ciudad colgada de unos riscos, a unas 150 millas de San Luis. Marsh hizo sus cálculos y se sintió complacido con el tiempo efectuado. No era una plusmarca, pero estaba bastante bien.

Al cabo de una hora, el Sueño del Fevre volvía a estar en el río, navegando corriente abajo. El sol de julio caía a plomo sobre sus cabezas y el aire era denso, lleno de calor, humedad e insectos. Sin embargo, en la cubierta superior el aire era frío y sereno. Las paradas se hicieron frecuentes. El barco, con dieciocho calderas que mantener calientes, tragaba leña a marchas forzadas; sin embargo, el combustible no fue problema en ningún momento, pues las orillas estaban salpicadas de puntos de leña en ambas orillas. Cuando bajaban las existencias, el primer oficial hacía una señal al piloto y se detenían cerca de alguna cabaña de leñador, rodeada de grandes montones de leña partida de roble o castaño; Marsh y Jonathon Jeffers bajaban entonces a tierra y llegaban a un trato con el leñador. Después, a una señal suya, los estibadores bajaban también a tierra, se acercaban a los montones de leña y, en un abrir y cerrar de ojos apilaban ésta sobre la cubierta principal. Los pasajeros dé camarote contemplaban siempre las operaciones de carga desde las barandillas de la cubierta de calderas. Los pasajeros de cubierta, en cambio, intentaban en todo momento ponerse en medio y estorbar.

Se detuvieron también en poblaciones de todo tipo, provocando un sin fin de revuelos. Pararon en un lugar no marcado para dejar a un pasajero, y también en un embarcadero privado para recoger a otro. Hacia el mediodía, se detuvieron a esperar a una mujer y su hijo que les habían hecho señas desde la orilla, y cerca de las cuatro tuvieron que aminorar la marcha para que tres hombres en una barca de remos pudieran llegar hasta ellos y subir a bordo. Aquel día el Sueño del Fevre no recorrió gran distancia, ni avanzó con mucha rapidez. Para cuando el sol se puso, tiñendo las amplias aguas de un rojo profundo, se encontraban ya a la vista de Cairo, donde Dan Albright decidió amarrar para pasar la noche.

Al sur de Cairo, el Ohio confluía en el Misissippi, y ambos ríos formaban una extraña combinación. Al principio, sus aguas no se mezclaban en absoluto, sino que cada curso seguía por su cuenta: las aguas azul claro del Ohio formaban una cinta brillante por la ribera oriental, mientras que las aguas sucias y enlodadas del Mississippi ocupaban el resto del lecho. En aquel punto era, también, donde la parte baja del río tomaba su carácter peculiar; desde Cairo hasta Nueva Orleans y el Golfo, en un recorrido de más de 1.600 kilómetros el Mississippi se enroscaba en meandros y vueltas como una serpiente, cambiando de curso al menor obstáculo, erosionando el blando lecho de manera imprevista, dejando a veces los muelles a decenas de metros del agua, o engullendo en otras poblaciones enteras. Los pilotos afirmaban que el río nunca era el mismo. El tramo superior del Mississippi, donde Abner Marsh había nacido y había aprendido a navegar, era un lugar completamente distinto, confinado entre altos acantilados y corriendo siempre con parecida fuerza. Marsh es quedó en la cubierta superior durante un largo rato, contemplando el paisaje e intentando notar la diferencia entre ambas partes del río, y lo que tal diferencia significaría en su futuro. Pensó que había cruzado del curso alto al curso bajo, y que con ello había iniciado una nueva página de su vida.