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Poco después, Marsh se hallaba en plena conversación con Jeffers en el despacho de éste cuando escuchó tañer la campana por tres veces, señal de que iban a amarrar. Marsh frunció el ceño y observó con atención por la ventana. No se veía nada, salvo las riberas rebosantes de vegetación.

—Me pregunto por qué fondeamos aquí —dijo Marsh—. La próxima parada es Nueva Madrid. Quizás no conozca mucho esta parte del río, pero puedo asegurar que esto no es Nueva Madrid.

—Quizás alguien nos ha hecho señales desde la orilla —contestó Jeffers, encogiéndose de hombros.

Marsh se disculpó y salió a toda prisa hacia la cabina del piloto. Dan Albright estaba al timón.

—¿Nos ha llamado alguien? —preguntó de inmediato Marsh.

—No, señor —fue la respuesta del piloto. Era un tipo lacónico, que apenas respondía a lo que le preguntaban.

—¿Dónde nos detenemos?

—En un puesto de leña, capitán.

Marsh observó que, realmente, había frente a ellos uno de tales puestos en la ribera occidental.

—Señor Albright, pensaba que habíamos cargado leña hace menos de una hora. No podemos haberla agotado ya. ¿Le ha pedido Hairy Mike que se detenga?

El sobrecargo era el encargado de vigilar cuándo necesitaba más leña el barco.

—No, señor. Ha sido orden del capitán York. Me ha llegado la orden de fondear en este puesto precisamente, tanto si necesitábamos leña como si no.

El piloto volvió la vista hacia Marsh. Albright era un tipejo aseado, con un bigotito fino, corbata roja de seda y magníficas botas de cuero.

—¿Me está pidiendo que incumpla la orden?

—No —respondió precipitadamente Abner. Pensó que York debería haberle advertido, pero el pacto que mantenían le daba a Joshua el derecho de impartir las órdenes más excéntricas—. ¿Sabe cuánto tiempo tenemos que permanecer aquí?

—He oído que York tiene asuntos que atender en tierra y, si no se levanta hasta que oscurece, tendremos que quedarnos todo el día.

—Demonios. Nuestro plan de horario… Los pasajeros no pararán de hacernos preguntas molestas —murmuró Marsh frunciendo el ceño—. Bueno, supongo que no hay nada que hacer. Aprovechemos para cargar un poco más de leña, ya que estamos aquí. Me encargaré de ello.

Marsh llegó a un trato con el muchacho que se ocupaba del puesto de leña, un esbelto negro vestido con una delgada camiseta de algodón. El muchacho no tenía idea de regatear; Marsh le sacó madera de haya al precio de otra muy inferior, y además le obligó a añadir algunos troncos de pino. Mientras llegaban los estibadores para transportarla a bordo, Marsh se quedó mirando al negro con el rabillo del ojo, sonrió y le dijo:

—Tú eres nuevo en esto, ¿verdad?

—Sí, capitán —asintió el muchacho. Marsh asintió a su vez, e iniciaba ya el regreso al vapor cuando el muchacho añadió—: Sólo llevo una semana aquí, capitán. El anciano blanco que estaba al cuidado de esto murió devorado por los lobos.

Marsh miró de frente al muchacho.

—Estamos sólo a unos tres kilómetros al norte de Nueva Madrid, ¿no es eso, muchacho?

—Sí, capitán.

De vuelta en el Sueño del Fevre, Abner Marsh se sintió muy agitado. Aquel maldito Joshua York, se dijo. ¿Qué se proponía y por qué tenían que perder toda una jornada en aquel estúpido puesto de leña? Marsh tenía la suficiente memoria como para no volver a irrumpir en el camarote de York y empezar a discutir con él. Le pasó la idea por la cabeza un instante y luego la desechó. No era asunto suyo, se obligó a aceptar Marsh. Se dispuso, pues, a continuar esperando.

Las horas transcurrieron con lentitud mientras el Sueño del Fevre se mecía suavemente en las aguas, frente al pequeño embarcadero. Una docena de vapores pasó sin esfuerzo río abajo, para desesperación de Abner Marsh. Otra cantidad semejante pasó con esfuerzo río arriba. Una breve pelea a navajazos entre dos pasajeros de cubierta, en la que nadie resultó herido, proporcionó los momentos de máximo entretenimiento de la jornada. La mayor parte del pasaje y la tripulación del barco holgazaneaba en las cubiertas, con las sillas colocadas hacia el sol, fumando y mascando o discutiendo de política. Jeffers y Albright jugaron una partida de ajedrez en la cabina del piloto, Framm relató sus historias en el gran salón. Algunas mujeres empezaron a hablar de organizar un baile. Y Abner Marsh se fue impacientando cada vez más.

Al anochecer. Marsh estaba sentado en el porche de la cubierta superior, bebiendo café y ahuyentando mosquitos, cuando se le ocurrió mirar hacia la orilla a tiempo de ver a Joshua York abandonando el barco. Con él iba Simon. Ambos se detuvieron en la cabaña y cambiaron cuatro palabras con el muchacho encargado de la leña, esfumándose luego por un camino enfangado y lleno de raíces que se internaba en el bosque.

—¡Pero bueno! —exclamó Marsh, levantándose—. Se van sin decir adiós, ni cuándo volverán —frunció el ceño—. Así que tampoco cenaremos…

Sin embargo, estas palabras le recordaron que estaba hambriento y se encaminó a la cabina principal para comer algo.

Llegó la noche y el pasaje y la tripulación se pusieron aún más nerviosos. En el bar se bebía mucho. Un plantador empezó a organizar un juego de naipes, y otros empezaron a cantar. Un joven muy estirado recibió un golpe por haberse mostrado a favor de la abolición de la esclavitud.

Cerca de medianoche, Simon regresó solo. Abner Marsh estaba en el salón cuando Hairy Mike le dio unos golpecitos en el hombro; Marsh había dado orden de que le avisaran en cuanto regresara York.

—Haga que suban los marineros y dígale a Whitey que prepare el vapor —le dijo al sobrecargo—. Tenemos que recuperar muchas horas.

Tras esto, se encaminó a ver a York. Sin embargo, York no había regresado.

—Joshua desea que siga usted adelante —le informó Simon—. El viajará por tierra y se reunirá con usted en Nueva Madrid. Aguárdele allí.

Las irritadas preguntas de Abner no consiguieron sacarle nada más; Simón se limitó a fijar en Marsh sus ojos pequeños y fríos y repitió el mensaje de que el Sueño del Fevre esperara a York en Nueva Madrid.

En cuanto hubo suficiente vapor, el viaje se reanudó con tranquilidad durante el breve trayecto. Nueva Madrid estaba a escasa distancia río abajo de donde habían permanecido fondeadas el día entero. Marsh se despidió contento del desolado lugar mientras avanzaban en la oscuridad de la noche.

—Maldito Joshua… —murmuró.

En Nueva Madrid, perdieron casi dos días enteros.

—Está muerto —fue la opinión de Jonathon Jeffers cuando ya llevaban día y medio fondeados. Nueva Madrid tenía hoteles, salones de billar, iglesias y lugares de recreo, inexistentes en los puestos de leña, por lo que el tiempo que pasaron allí no resultó tan aburrido. Sin embargo, todo el mundo estaba ansioso por reanudar la marcha. Media docena de pasajeros, impacientes con el retraso ante el magnífico tiempo que hacía, lo bien que parecía funcionar el barco y el elevado precio que habían tenido que pagar, acudieron a Marsh y le exigieron que les devolvieran el importe del pasaje. Marsh se negó, indignado, pero aun así estaba furioso y no cesaba de preguntarse en voz alta dónde diablos se habría metido aquel Joshua York.