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—¿Está usted proponiéndome que disolvamos nuestra sociedad? —preguntó.

Marsh sintió como si una mula le hubiera pegado una coz en el estómago.

—Si así lo quiere, está en su derecho. No tengo dinero para cubrir mi parte, por supuesto, pero puede usted quedarse el Sueño del Fevre y yo me quedaré mi Eli Reynolds y quizá pueda sacarle algún provecho, que le remitiré por poco que sea.

—¿Es eso lo que prefiere?

Marsh se quedó mirándolo.

—Maldita sea, Joshua, bien sabe que no…

—Abner —dijo York—, le necesito. No puedo gobernar el Sueño del Fevre yo sólo. Estoy aprendiendo a pilotar un poco, pero ambos sabemos que no soy un marinero del río, pese a que me he familiarizado bastante con él y sus rutas. Si me deja, la mitad de la tripulación le seguirá. Seguro que el señor Jeffers, y el señor Blake y Hairy Mike se van con usted, y sin duda otros más. Le son leales.

—Puedo ordenarles que se queden aquí —se ofreció Marsh.

—Yo preferiría que se quedara usted. Si accedo a olvidar su invasión de mi intimidad, ¿podemos seguir como antes?

Abner Marsh tenía un nudo tan fuerte en la garganta que pensó que iba a ahogarse. Tragó saliva y pronunció la palabra más difícil de todas cuantas había dicho en su vida, desde su nacimiento.

—No.

—Vaya… —musitó Joshua.

—Yo tengo que confiar en mi socio —dijo Marsh—. Y él tiene que confiar en mí. Cuéntemelo, Joshua, explíqueme que está ocurriendo, y seguirá teniendo un socio.

Joshua York hizo un gesto y tomó un largo sorbo de su bebida, meditando.

—No me creerá —dijo al fin—. Es una historia mucho más extraordinaria que las que explica el señor Framm.

—Inténtelo. No hay ningún mal en ello.

—Sí, vaya si lo hay… Se lo aseguro, Abner —replicó York en tono serio. Dejó la copa y se acercó a la librería—. ¿Buscó usted entre los libros durante la inspección?

—Sí —asintió Marsh.

York sacó uno de los volúmenes sin título encuadernado en cuero, volvió al sillón y lo abrió por una página llena de extraños caracteres.

—Si hubiera sido capaz de leer esto —le dijo a Marsh—, este libro y los demás volúmenes gemelos le habrían dado la clave.

—Los miré, pero no les encontré sentido.

—Naturalmente que no —asintió York—. Abner, lo que voy a explicarle puede ser difícil de aceptar. Pero, tanto si lo cree como si no, no debe hablar de ello fuera de esta habitación, ¿comprendido?

—Sí.

York mantuvo los ojos fijos en él.

—Esta vez no quiero confusiones, Abner. ¿Lo ha comprendido bien?

—Sí —repitió Marsh, con un gruñido.

—Muy bien —dijo Joshua, al tiempo que colocaba un dedo sobre la página por donde tenía abierto el volumen—. Este código es relativamente sencillo, Abner, pero para descifrarlo debe comprender primero la lengua en que está escrito, un dialecto antiguo del ruso que se ha dejado de hablar hace varios siglos. Los documentos originales transcritos en este libro son muy, muy antiguos. Hablan de unas personas que vivieron y murieron en una zona al norte del mar Caspio, hace muchos siglos.—Hizo una pausa—. Perdón, no debería decir “personas”. El ruso no es una de las lenguas que mejor domino, pero creo que la palabra adecuada es edoroten.

—¿Cómo? —dijo Marsh.

—Sólo es uno de los términos utilizados, naturalmente. En otras lenguas les otorgan otros nombres. Kruvnik, védomec, wieszczy. También se les llama vitkakis y vrkoták, aunque estos dos últimos tienen un significado ligeramente distinto de los anteriores.

—Todas esas palabras no significan nada para mí —dijo Marsh, aunque algunas de las que había pronunciado York le parecieron familiares, sonaban como las que Smith y Brow intercambiaban entre sí.

—Entonces, no le recitaré los nombres que se les da en África, ni tampoco los asiáticos. ¿Significa algo nosferatu para usted?

Marsh lo miró con expresión de desconcierto. Joshua York suspiró.

—¿Y vampiro?—continuó.

Esta sí la conocía Marsh.

—¿Qué clase de historia pretende usted contarme? —dijo con un gruñido.

—Una historia de vampiros —le contestó York con una leve sonrisa—. Seguramente, habrá oído hablar de ellos. Los muertos vivientes, los inmortales, rondadores de la noche, criaturas sin alma, condenados a vagar eternamente. Duermen en ataúdes llenos de tierra del lugar donde nacieron, evitan la luz de sol y la forma de la cruz, y todas las noches se levantan a beber la sangre de los vivos. También cambian de forma y pueden adoptar la de un murciélago o la de un lobo. Algunos, que utilizan con frecuencia la forma de un lobo, son conocidos por hombres-lobo, y son considerados una especie totalmente distinta. Pero eso es un error. Son sólo dos caras de una misma moneda, Abner. Los vampiros también pueden transformarse en niebla, y sus víctimas pueden convertirse también en vampiros. Es inexplicable que, multiplicándose así, los vampiros no hayan acabado ya por completo con los hombres vivos. Por fortuna, además de su vasto poder tienen también algunos puntos débiles. Aunque su fuerza es temible, no pueden entrar en una casa donde no hayan sido invitados, ni en forma humana ni como animales o niebla. Sin embargo, poseen un gran magnetismo animal, esa fuerza sobre la que ha escrito Mesmer, y pueden obligar a sus víctimas a invitarles. En cambio, la forma de la cruz les hace huir, el ajo les impide el paso, y no pueden cruzar corrientes de agua. Aunque su aspecto en muy parecido al suyo o el mío, no tienen alma y, por tanto, no se reflejan en los espejos. El agua bendita les quema, la plata es un anatema para ellos y la luz diurna puede destruirlos si los coge fuera de sus ataúdes. Y si se les cercena y separa la cabeza del cuerpo y se clava una estaca de madera en el corazón, se puede librar al mundo de su presencia para siempre.

Joshua se reclinó hacia atrás y alzó su copa para beber, sonriendo.

—Le hablo de estos vampiros, Abner —prosiguió, dando unos golpecitos sobre el libro con los dedos—. Aquí está la historia de algunos de ellos. Son seres reales. Viejos, eternos y reales. Un odoroten del siglo XVI escribió este libro acerca de los que le habían precedido. Un vampiro de verdad.

Abner Marsh no dijo nada.

—No me cree —comentó Joshua York.

—No es fácil —reconoció Marsh, al tiempo que se mesaba los recios pelos de su barba.

Hubo otras muchas cosas que se calló. Lo que Joshua le acababa de explicar sobre los vampiros no le preocupaba ni la mitad de lo que le preocupaba la naturaleza del propio York.

—Dejemos ahora la cuestión de si le creo o no —dijo Marsh—. Si puedo tragarme los cuentos del señor Framm, al menos puedo escuchar los suyos. Adelante.

—Es usted un hombre inteligente, Abner —sonrió Joshua—. Debería ser capaz de deducir algo por sí solo.

—No me creo tan inteligente —repuso Marsh—. Cuénteme.

York tomó otro sorbo y se encogió de hombros.

—Esos vampiros son mis enemigos. Existen en realidad, Abner, y están aquí, a lo largo del río. A través de estos libros, de lo que leo en los periódicos, y mucho trabajo concienzudo, los he seguido desde las montañas de Europa oriental, desde los bosques alemanes y polacos, desde las estepas rusas. Hasta aquí. Hasta su valle del Mississippi, hasta el nuevo mundo. Yo les conozco, y vengo a ponerles fin, a ellos y a todo lo que siempre han sido.—Sonrió—. ¿Comprende ahora mis libros, Abner? ¿Y la sangre en mis manos?

Abner Marsh pensó un poco en aquello antes de responder. Por último, dijo:

—Recuerdo cuánto insistió en que quería espejos por todas partes, cubriendo las paredes del salón, en lugar de cuadros o cosas así. ¿Era para… protegerse?