Cuando el Sueño del Fevre zarpó de Natchez, Marsh sólo estaba empezando a rumiar la historia que le había contado Joshua York. Cuanto más meditaba, más inquieto se sentía. Si admitía como cierto el extraño relato de Joshua sobre la caza de vampiros, eso explicaba en gran parte las extrañas idas y venidas que tanto habían perturbado la marcha del barco. Sin embargo, quedaban algunos detalles por explicar. La lenta pero tenaz memoria de Abner Marsh mantenía vivas preguntas y explicaciones que flotaban en su cabeza como los troncos muertos flotaban en el río.
Simon, por ejemplo, que lamía la sangre de los mosquitos.
O Joshua, y su extraordinaria visión nocturna. Y, sobre todo, su furiosa reacción ante la irrupción de Marsh en su camarote en pleno día. Joshua no había abandonado su camarote durante el día ni siquiera para ver la carrera con el Sureño. Aquello tenía considerablemente preocupado a Marsh. Estaba bien que Joshua siguiera un horario nocturno como el de esos vampiros que perseguía, pero aquello no explicaba lo que sucedió aquel día. Casi todas las personas que Marsh conocía desarrollaban sus vidas dentro del horario normal, pero eso no significaba que se negaran a saltar de la cama a las tres de la madrugada si había algo interesante que presenciar.
Marsh sentía la imperiosa necesidad de hablar con alguien. Jonathon Jeffers era un diablo leyendo libros, y Karl Framm conocía probablemente todas las estúpidas historias que se contaban en las riberas del maldito río; cualquiera de los dos sabría todo lo que podía saberse sobre los vampiros. Pero no le pareció indicado hablar con ellos. Se lo había prometido a Joshua y le había dado su palabra. No iba a traicionarle por segunda vez. O al menos no iba a hacerlo sin un motivo concreto, y hasta entonces lo único que tenía eran sospechas sin confirmar.
Sin embargo, aquellas sospechas iban tomando más y más forma con el paso de los días, mientras el Sueño del Fevre se deslizaba Mississippi abajo. Ahora navegaban habitualmente sólo durante el día, y atracaban al anochecer, para continuar a la mañana siguiente. También hacían mejores promedios que antes de llegar a Natchez, lo cual animaba a Marsh. Sin embargo, se habían producido otros cambios que le gustaban mucho menos.
A Marsh no le gustaban nada los nuevos amigos de Joshua; en pocas palabras, le parecían exactamente igual de extraños que los antiguos, y le preocupaba que también hicieran la misma vida nocturna que aquellos. Raymond Ortega causaba a Marsh una impresión incómoda, una profunda desconfianza. El tipo no se limitaba a pasear por las zonas reservadas a los pasajeros, sino que hacía incursiones continuas a lugares donde no le correspondía estar. Era bastante educado, con un toque indolente y altanero, pero a Marsh, sólo el verlo, le producía escalofríos.
Valerie era más amable, pero casi igual de inquietante, con sus suaves palabras, sus sonrisas provocadoras y aquellos ojos… No actuaba en absoluto como la prometida de Raymond Ortega. Desde el primer momento, sus relaciones con Joshua fueron realmente amigables. Demasiado, según el parecer de Marsh. Aquella clase de amistad podía causar problemas. Una dama de verdad se hubiera quedado en el salón de señoras, pero Valerie pasaba las noches con Joshua en el gran salón y, en ocasiones, daba largos paseos por cubierta con él. Marsh había oído incluso a un hombre decir que habían estado juntos en el camarote de York. Intentó advertir a Joshua sobre el tipo de conversaciones escandalosas a que estaba dando lugar, pero su socio se limitó a encogerse de hombros.
—Déjeles que tengan su escándalo, si eso les complace —le dijo—. Valerie está interesada en nuestro barco, y yo tengo el placer de mostrárselo. Entre nosotros no hay más que amistad, tiene usted mi palabra —pareció casi triste al decirlo—. Desearía que no fuera así, pero es la verdad.
—Será mejor que tenga muchísimo cuidado con lo que desea —respondió Marsh de forma terminante—. Ese Ortega puede considerar el asunto desde otro punto de vista. Es de Nueva Orleans, probablemente un criollo de eso que montan un duelo por cualquier cosa, Joshua.
—No tengo miedo de Raymond —sonrió Joshua—, pero gracias por el aviso, Abner. Y ahora, por favor, déjenos a Valerie y a mí encargarnos de nuestros propios asuntos.
Marsh así lo hizo, pero no muy tranquilo. Estaba seguro de que Ortega causaría problemas en un momento u otro, sobre todo cuando Valerie Mersault pasó a convertirse la compañía constante de Joshua durante las noches siguientes. Aquella mujer estaba cegando a York ante todos los peligros que le acechaban, pero Marsh nada podía hacer al respecto.
Y aquello sólo fue el principio. En cada parada, subían más extraños, y Joshua York siempre les ofrecía camarotes. En Bayou Sara, él y Valerie dejaron una noche el Sueño del Fevre y regresaron con un hombre pálido y pesado llamado Jean Ardant. Pocos minutos de navegación más allá, el barco se detuvo junto a un puesto de leña y Ardant fue a recoger a un dandy de rostro cetrino llamado Vincent. En Baton Rouge, embarcaron cuatro extraños seres más, y otros tres en Donaldsonville.
Y luego estaban las comidas. Cuando el extraño grupo comenzó a crecer, Joshua York ordenó montar una mesa en el salón de la cubierta principal, y allí cenaba a medianoche con sus compañeros, los antiguos y los nuevos. Primero acompañaban al resto de pasajeros en la cena, pero después montaban sus festines privados. La costumbre se inició en Bayou Sara. Marsh le hizo saber en una ocasión a Joshua la ilusión que le producía una buena cena a medianoche, pero no consiguió con ello ser invitado. Joshua se limitó a sonreír y las cenas continuaron, con un número creciente de comensales noche tras noche. Por fin, la curiosidad venció a Marsh y se las ingenió para pasear un par de noches por aquella cubierta y observar por la ventana. No había mucho que ver. Sólo unos tipos comiendo y bebiendo. Las lámparas de aceite encendidas eran escasas y estaban amortiguadas; las cortinas medio corridas. Joshua presidía la mesa, Simon estaba a su derecha y Valerie a su izquierda. Todos bebían el extraño licor de Joshua, varias de cuyas botellas habían sido abiertas.
La primera vez que Marsh merodeó por alli, Joshua hablaba animadamente mientras el resto le escuchaba. Valerie le contemplaba casi con veneración. La segunda vez, Joshua atendía las palabras de Jean Ardant, con una mano posada distraídamente en el mantel. Sin advertir la presencia de Marsh, Valerie colocó su mano sobre la de Joshua. Este la miró y sonrió. Valerie le devolvió la sonrisa. Abner Marsh miró rápidamente a Raymond Ortega, murmuró un “maldita mujer” en voz baja y se alejó rápidamente, con gesto huraño.
Marsh intentó encontrarle sentido a todo aquello; a los extraños desconocidos, a las misteriosas idas y venidas, a lo que Joshua York le había contado de los vampiros. No era fácil, y cuanto más pensaba más confuso se sentía. La biblioteca del Sueño del Fevre no tenía libros sobre vampiros, ni nada parecido, y no iba a entrar a escondidas en el camarote de York otra vez. En Baton Rouge, bajó a tierra y tomó unas copas en varios lugares que le parecieron adecuados, con la esperanza de lograr alguna información. Cuando le pareció oportuno, introdujo en la charla el tema de los vampiros, habitualmente por el sistema de volverse hacia los que estaban bebiendo en su compañía diciendo “oye, ¿has oído hablar alguna vez de vampiros en este río?” Suponía que era más seguro mencionar el tema allí que en el vapor, donde la mera mención podía dar lugar a cualquier chismorreo.
Algunos se rieron de él o le dedicaron miradas de extrañeza. Un negro emancipado, un tipo fornido del color del hollín con la nariz rota al que se acercó Marsh en una taberna especialmente cargada de humos, desapareció en cuanto le hizo la pregunta. Otros parecían saber bastante sobre vampiros, aunque ninguna de sus historias tenía nada que ver con el Mississippi. Oyó repetido todo lo que Joshua le había contado sobre cruces, ajo y ataúdes llenos de tierra, y mucho más.