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Marsh volvió a observar a York y sus compañeros durante la cena, y después en el gran salón. Le habían dicho que los vampiros no comían ni bebían, pero Joshua y los demás tomaban cantidades abundantes de vino, whisky y coñac cuando no bebían la cosecha privada de York, y todos ellos mostraban un gran entusiasmo cuando había que hacer justicia a un buen pollo o a unas costillas de cerdo.

Joshua llevaba siempre su anillo de plata, con un zafiro grande como un huevo de paloma, y nadie parecía preocuparse demasiado por la plata que adornaba el salón. En la mesa, además, utilizaban con gran soltura los cubiertos de plata, mucho mejor que la mayoría de los tripulantes del Sueño del Fevre.

Y cuando de noche se encendían las grandes lámparas, los espejos del gran salón refulgían y daban vida, en cada uno de sus lados, a multitudes de reflejos refinadamente vestidos, que bailaban, bebían y jugaban a cartas como gente normal en un salón normal. Joshua siempre estaba donde tenía que estar, sonriendo, reflejándose de espejo en espejo, codo a codo con Valerie, charlando de política con un pasajero, atendiendo a las leyendas del río de Framm, hablando en voz baja con Simon o Jean Ardent. Cada noche, mil Joshuas York recorrían el Sueño del Fevre y sus salones alfombrados, todos tan vivos y magníficos como el original. También sus compañeros se reflejaban en los espejos.

Aquello debiera haberlo tranquilizado, pero la mente lenta y suspicaz de Marsh seguía intranquila. Hasta que llegaron a Donaldsonville no urdió ningún plan para intentar acabar con su inquietud. Bajó a tierra con un tonelete y lo llenó de agua bendita en una iglesia católica próxima al río, luego llamó al muchacho que servia la mesa de York y le dio cincuenta centavos.

—Llénale el vaso de agua al capitán York con esto en la cena, ¿entendido? —le dijo—. Quiero gastarle una broma.

Durante la cena, el muchacho no dejó de observar a York, expectante, aguardando a que la broma surtiera efecto. No tuvo suerte. Joshua se tragó el agua bendita sin ninguna reacción.

—Bueno, maldita sea —se dijo más tarde Marsh—. Esto lo deja todo aclarado.

Pero no fue así, y aquella noche Abner Marsh se ausentó del gran salón para meditar un poco. Llevaba un par de horas sentado en la cubierta superior, solo, con la silla inclinada hacia atrás y los pies sobre la barandilla, cuando escuchó un rumor de faldas en la escalera.

Apareció Valerie y se le acercó, sonriendo.

—Buenas noches, capitán Marsh —dijo la muchacha.

La silla de Abner resonó con estrépito al caer sobre la cubierta cuando Marsh bajó de pronto las botas botas de la barandilla, azorado.

—Los pasajeros no deben subir a esta cubierta —dijo, tratando de ocultar su enojo.

—Abajo hacía mucho calor y pensé que aquí se estaría mejor.

—Bien, es cierto —contestó Marsh con un titubeo.

No se le ocurrió nada qué decir a continuación. La verdad era que las mujeres siempre le hacían sentirse incómodo. No había lugar para ellas en el mundo de un marinero del río, y Marsh no había aprendido nunca del todo la forma de tratarlas. Las mujeres bellas aún le intranquilizaban más, y Valerie era tan desconcertante como una dama elegante de Nueva Orleans.

Ella permaneció con una fina mano ligeramente asida a un poste labrado, con la mirada puesta más allá del agua, en Donaldsonville.

—Mañana llegaremos a Nueva Orleans, ¿no es eso?

Marsh se levantó, considerando que probablemente no era muy correcto permanecer sentado si ella estaba de pie.

—Sí, señora —contestó—. No estamos más que a unas horas y, con lo bien que vamos ahora, tardaremos muy poco.

—Comprendo.

De repente se volvió y su pálido y bello rostro expresó una gran seriedad al fijar en él sus enormes ojos color púrpura.

—Joshua dice que es usted el verdadero dueño del Sueño del Fevre. Curiosamente, tiene un gran respeto por usted, y sé que le escuchará.

—Somos socios —respondió Marsh.

—Si su socio estuviera en peligro, ¿saldría en su ayuda?

Abner Marsh frunció el ceño pensando en los relatos de vampiros que Joshua le había contado, consciente de lo pálida y hermosa que estaba Valerie a la luz de las estrellas y de lo profundos que eran sus ojos.

—Joshua sabe que puede acudir a mí si está en peligro —dijo Marsh—. El hombre que no ayuda a su socio no es un hombre en absoluto.

—Palabras —replicó Valerie, desdeñosa, al tiempo que echaba hacia atrás su abundante melena que, impulsada por el viento, le cubría el rostro mientras hablaba—. Joshua York es un gran hombre, un hombre fuerte, un rey. Merece un socio mejor que usted, capitán Marsh.

Abner notó que la sangre se le subía a la cabeza.

—¿De qué diablos está hablando? —preguntó.

—Usted entró en su camarote sin permiso —dijo Valerie con una leve sonrisa. Marsh se sintió furioso de repente.

—¿Se lo ha dicho él? —dijo—. Pues maldito sea él también. Ya discutimos ese asunto y, además, no es de su incumbencia.

—Sí lo es —le cortó ella—. Joshua corre un gran peligro. Es un hombre valiente, e imprudente. Le falta ayuda, y yo quiero que se la preste usted, capitán. Pero usted sólo le da palabras.

—No tengo la menor idea de lo que me está diciendo, señora —protestó Marsh—. ¿Qué clase de ayuda necesita Joshua? Yo me ofrecí a ayudarle contra esos malditos vam… en unos problemas que tiene, pero no quiso ni escucharme.

El rostro de Valerie se dulcificó de repente.

—¿De verdad le ayudaría usted?—preguntó.

—Sí; es mi maldito socio…

—Entonces dé la vuelta al barco, capitán Marsh. Aléjenos de aquí, llévenos a Natchez, a San Luis, no importa dónde, pero lejos de Nueva Orleans. No debemos llegar mañana a Nueva Orleans.

Abner Marsh soltó una maldición.

—¿Por qué diablos no?—preguntó y, al ver que Valerie volvía la mirada en lugar de contestar, insistió—. Esto es un vapor de línea, y no un maldito caballo que yo pueda dirigir a cualquier lugar. Tenemos que seguir una ruta, hay personas que nos han pagado un pasaje, y mercancías que descargar. Tenemos que ir a Nueva Orleans.—Frunció el ceño otra vez y preguntó—: ¿Qué pasa con Joshua?

—El estará dormido en su camarote cuando amanezca —dijo Valerie—. Cuando se despierte, ya estaremos a salvo, río arriba.

—Joshua es mi socio —insistió Marsh—. Y un hombre debe confiar en su socio. Quizás yo lo espiara una vez, pero no voy a volver a hacer nada parecido, ni por usted ni por nadie. Ni a dar media vuelta al Sueño del Fevre sin decírselo antes. Ahora bien, si viene Joshua y me dice que no quiere ir a Nueva Orleans, entonces, diablos, podemos hablar otra vez del tema. De otro modo, no. ¿Quiere que vaya a consultar a Joshua al respecto?

—¡No! —dijo rápidamente Valerie, alarmada.

—De todos modos, tengo la suficiente buena memoria para poder decírselo más tarde —continuó Marsh—. Debe saber lo que usted trama a sus espaldas.

Valerie extendió el brazo y le asió por el codo.

—No, por favor —imploró. La presión de su mano era considerable—. Míreme, capitán Marsh.

Abner estaba a punto de marcharse, pero algo en la voz de la muchacha le obligó a hacer lo que le decía. Miró aquellos ojos color púrpura, y mantuvo la vista fija en ellos.

—No es un sacrificio tan grande —dijo ella con una sonrisa—. Me he dado cuenta de cómo me ha mirado otras veces, capitán. No puede usted apartar los ojos de mí, ¿verdad?

—Yo… —murmuró Marsh, con la garganta seca. Valerie volvió a echarse el cabello hacia atrás con un gesto salvaje, provocativo.