—Los vapores no pueden ser su único sueño, capitán Marsh. Este barco es una dama muy fría, una amante muy pobre. La carne cálida es mejor que la madera o el hierro —Marsh no había escuchado nunca a una mujer hablar de aquella manera. Se quedó estupefacto—. Acérquese más —le dijo Valerie, atrayéndolo por el brazo hasta que estuvo a apenas unos centímetros de su rostro, alzado hacia él—. Míreme —continuó. Abner notó el trémulo calor de su cuerpo, tan próximo, y los inmensos lagos púrpura de sus ojos, fríos, sedosos y tentadores—. Usted me desea, capitán —susurró.
—No —respondió Marsh.
—¡Oh, sí que me desea! Puedo ver el deseo en sus ojos…
—No —protestó Marsh—. Usted es… de Joshua…
Valerie se echó a reír; su risa era leve, etérea, sensual, musical.
—No se preocupe por Joshua. Tome lo que desee. Tiene usted miedo, por eso se resiste. No tema.
Abner Marsh se estremeció violentamente y, en lo más hondo de su mente, se dio cuenta con asombro de que estaba temblando de deseo. Nunca había deseado tanto a una mujer. Sin embargo, de algún modo, se resistía a ello, luchaba contra ello, aunque los ojos de Valerie le atraían cada vez más y el mundo se llenaba de su aroma.
—Lléveme a su camarote ahora —le susurró ella—. Esta noche soy suya.
—¿Lo es? —dijo Marsh, débilmente. Notaba el sudor resbalándole por el rostro, nublando sus ojos—. No —murmuró—. No, esto no puede…
—Sí puede ser —contestó ella—. Lo único que tiene que hacer es una promesa.
—¿Una promesa? —preguntó Marsh desconcertado.
Los ojos violáceos le atraían, le quemaban.
—Prometer que nos llevará lejos de Nueva Orleans. Prométamelo y me poseerá. Lo desea tanto… Puedo notarlo. mueca en los labios.
—Podría…—empezó a decir con voz airada.
—¡No! —dijo Joshua York, con firmeza y tranquilidad, surgiendo de detrás de ella.
Joshua había aparecido de entre las sombras tan de repente como si la oscuridad misma hubiera tomado forma humana. Valerie se quedó mirándolo, emitió un gemido desde lo más hondo de la garganta y huyó escalera abajo. Marsh se sentía tan exhausto que apenas se sostenía en pie.
—Maldita sea —murmuró. Extrajo un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente Cuando terminó, Joshua lo miraba con gesto de paciencia.
—No sé qué habrá visto usted, Joshua, pero le juro que no es lo que piensa.
—Sé exactamente lo que estaba sucediendo, Abner —contestó Joshua. No parecía especialmente irritado—. He estado por aquí cerca todo el tiempo. Cuando advertí que Valerie había dejado el salón, salí a buscarla. Oí las voces y subí hasta aquí.
—Yo no le oí llegar —dijo Marsh.
—Puedo ser muy silencioso cuando me conviene —sonrió Joshua.
—Esa mujer… —musitó Marsh—. Ella… se ofreció a… Diablos, es una verdadera… —no le salían las palabras—. No es una dama —dijo al fin, débilmente—. Despídalos, Joshua, a ella y a Ortega.
Abner Marsh alzó las manos y la cogió por los hombros. Movió la cabeza. Tenía los labios secos. Deseó estrujarla entre los brazos como lo haría un oso y llevarla a su lecho. En cambio, sin saber apenas cómo, reunió toda la fuerza que le quedaba y la apartó con violencia. Ella gritó, tropezó y cayó sobre una rodilla. Marsh, liberado de su mirada, rugió:
—¡Fuera de aquí! Fuera inmediatamente de mi cubierta. ¿Qué clase de mujer es usted? Largo de aquí. No es más que una… ¡Fuera!
El rostro de Valerie se volvió hacia él, con una extraña mueca.
—No.
—¿Por qué diablos no?—rugió Marsh—. ¡Ya la ha oído!
—Eso no significa nada —replicó con calma York—. Si acaso, me hace quererla un poco más. Lo hacía por mí, Abner. Se preocupa de mí más de lo que yo esperaba, más de lo que osaba pretender.
Abner maldijo furiosamente.
—No tiene usted ni un poco de sentido común.
—Quizá no —sonrió levemente Joshua—. Pero no es de su incumbencia, Abner. Deje que yo me ocupe de Valerie. No le causará más problemas. Sólo estaba asustada.
—Asustada de Nueva Orleans —dijo Marsh—. De los vampiros. Ella lo sabe…
—¿Está seguro de que puede manejar el lío en el que está? Si no quiere que atraquemos en Nueva Orleans, dígalo, maldita sea! Según Valerie…
—¿Y qué opina usted, Abner? —preguntó York.
Marsh le miró largo rato.
—Creo que vamos a Nueva Orleans —contestó.
Ambos se echaron a reír.
Y así fue como al amanecer del día siguiente el Sueño del Fevre entró en Nueva Orleans, con el pulcro Dan Albright al timón y Abner Marsh orgulloso en el puente, con su tabardo de capitán y su gorra nueva. El sol brillaba en un cielo azul intenso y todos los tocones y bajíos quedaban señalados por los rizos dorados de las aguas, por lo que el piloto pudo maniobrar con facilidad y el vapor realizó un buen tiempo. El embarcadero de Nueva Orleans estaba repleto de vapores de todos los estilos, y de todo tipo de embarcaciones a vela. El río estaba vivo bajo la música de sus sirenas y campanas. Marsh se apoyó en su bastón y contempló la ciudad que relucía ante él, enorme, mientras escuchaba al Sueño d el Fevre saludar a los demás barcos con su campana y su larga y potente sirena. Había estado muchas veces en Nueva Orleans durante su vida junto al río, pero nunca como esta vez, en el puente de su propio vapor, el barco más grande, más lujoso y más marinero de cuantos abarcaba la vista. Se sintió el dueño de la creación.
Sin embargo, una vez amarrados al embarcadero, había mucho trabajo que hacer, mercancías que descargar, consignaciones que obtener para el viaje de regreso a San Luis, anuncios para los periódicos locales. Marsh decidió que la compañía debería abrir una oficina estable allí, por lo que se dedicó a buscar el lugar adecuado para ésta y a realizar las gestiones necesarias para abrir una cuenta bancaria y conseguir un agente. Aquella noche cenó en el hotel St. Charles con Jonathon Jeffers y Karl Framm, pero su mente estuvo bailando de la comida a los peligros que tanto parecía temer Valerie. Se preguntó una vez más en qué estaría metido Joshua York. Cuando regresó al vapor, Joshua charlaba con sus amigos en el salón de la cubierta principal, y nada parecía estar fuera de lugar aunque Valerie —sentada a su lado— tenía un aspecto hosco y abatido. Marsh se fue a dormir y apartó de su mente todas aquellas preocupaciones, a las que apenas dedicó atención durante los días que siguieron. El Sueño del Fevre lo mantuvo demasiado ocupado durante el día, y por la noche cenaba opíparamente en la ciudad, se ufanaba de su barco ante una copa en las tabernas próximas al embarcadero, paseaba por el Vieux Carré admirando a las encantadoras criollas y saboreando la belleza de patios, fuentes y balcones. Al principio, Marsh pensó que Nueva Orleans seguía tan hermosa como la recordaba. Sin embargo, después, poco a poco empezó a invadirlo la inquietud, la vaga sensación de que algo iba mal le hizo contemplar con nuevos ojos el familiar panorama. El tiempo era infernal; de día, hacía un calor opresivo, el aire se tornaba húmedo y denso en cuanto se alejaba uno de la ribera y su refrescante brisa. Día y noche, las cloacas abiertas despedían vapores apestosos, hedores a descomposición que ascendían de las aguas estancadas como perfumes infames. No era extraño que Nueva Orleans se viera asaltada con tanta frecuencia por la fiebre amarilla, pensó Marsh. La ciudad estaba llena de negros emancipados y adorables cuarteronas, ochavonas y griffes vestidas con tanta elegancia como las mujeres de piel blanca. Sin embargo, también estaba llena de esclavos. Se los veía por todas partes, llevando encargos para sus amos, sentados o apiñados con aspecto desesperado en las cárceles para esclavos de las calles Moreau y Common, yendo o viniendo de los grandes mercados de carne humana en largas filas, encadenados, limpiando las cunetas. Incluso en el embarcadero, era imposible escapar a las señales de la esclavitud; los grandes vapores de palas a los costados que servían el comercio de Nueva Orleans siempre iban llenos de negros, y Abner Marsh los vio ir y venir cada vez que se acercaba al Sueño del Fevre. Los esclavos solían estar encadenados casi siempre, tumbados miserablemente entre la carga, sudando bajo el calor de los hornos y las calderas.