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En la portada del libro había un grabado de Byron. Marsh lo estudió. Parecía bastante guapo, oscuro y sensual como los criollos. Resultaba sencillo comprender por qué las mujeres habían corrido tras él. Aunque cojeara al andar. Y, por supuesto, también era un noble. Lo decía perfectamente la leyenda impresa bajo el grabado:

GEORGE GORDON, LORD BYRON
1788–1824

Abner Marsh estudió unos instantes el rostro de Byron y descubrió súbitamente que envidiaba las facciones del poeta. Abner no había experimentado nunca la belleza desde dentro; si tanto soñaba con vapores grandiosos y lujosos, era quizás porque en todo momento le había faltado el contacto con la belleza de verdad. Su gran tamaño, sus verrugas, su nariz plana y aplastada habían hecho que Marsh no tuviera tampoco demasiados problemas con las mujeres. Cuando era más joven, y bajaba el río en balsas o barcas planas, e incluso después de haber empezado con los vapores, Marsh había frecuentado algunos lugares de Natchez-bajo-la-Colina y de Nueva Orleans, donde un marinero podía encontrar diversión para una noche a un precio razonable. Y después, mientras la Compañía de Paquebotes del río Fevre había ido bien, varias mujeres de Galena y Dubuque y St. Paul se habrían casado con él si se lo hubiera pedido; viudas buenas, fuertes y rudas que conocían el valor de un hombre fuerte y con principios, y con una buena fortuna en barcos. Sin embargo, tales mujeres habían perdido el interés por él con bastante rapidez tras su desgracia y, aunque no hubiera sido así, tampoco eran lo que Marsh quería. Cuando Abner se permitía pensar en aquellas cosas, lo cual no sucedía a menudo, soñaba en mujeres como las criollas de ojos oscuros o las morenas cuarteronas emancipadas de Nueva Orleans, ágiles, orgullosas y llenas de gracias, como los vapores.

Marsh dio un bufido y apagó la vela. Intentó dormir, pero sus sueños fueron inquietos y llenos de pesadillas. Las palabras del poema se repetían lóbregas y temibles en los callejones oscuros de su mente.

… La mañana se fue, vino y se volvió a ir y no trajo el día.

… Amparado en la oscuridad; no guedaba Amor.

… Y los hombres olvidaron sus pasiones ante la amenaza de ésta su desolación.

… Ilegó una comida ensangrentada.

… Un hombre asombroso.

Abner Marsh se irguió en la cama rígido y despierto, escuchando el latir de su corazón. “Maldita sea”, murmuró. Encontró una cerilla, encendió la lámpara que tenía junto a la cama y abrió el libro de poemas por la página del retrato de Byron. “Maldita sea”, repitió.

Se vistió a toda prisa. Deseó tener la compañía de alguien fiero, los músculos de Hairy Mike y su barra de negro hierro, o el bastón de estoque de Jonathon Jeffers. Sin embargo, aquél era un asunto privado entre él y Joshua York, y había dado la palabra de no hablar con nadie al respecto.

Se lavó la cara con un poco de agua, asió el bastón y salió a cubierta, deseando haber tenido a bordo a algún predicador, o al menos un crucifijo. Llevaba el libro de poemas en el bolsillo. A cierta distancia del embarcadero, otro vapor se afanaba en cargar las mercancías y dar presión a las calderas; Marsh escuchó a los estibadores que entonaban un cántico lento y melancólico mientras trasladaban los bultos de tierra firme a la cubierta del barco.

Al llegar a la puerta del camarote de Joshua, Abner Marsh alzó el bastón para llamar, pero se detuvo, repentinamente lleno de dudas. Joshua le había dado órdenes de que no se le molestara, y seguramente iba a enfadarse mucho cuando oyera lo que Marsh tenía que decirle. Todo el asunto parecía una estupidez: era aquel poema que le había provocado malos sueños, o quizás debía achacarlo a alguna cosa que había comido. Sin embargo, sin embargo…

Allí estaba de pie, ceñudo y pensativo, con el bastón alzado, cuando la puerta del camarote se abrió silenciosamente.

El interior estaba más oscuro que el vientre de una vaca. La luna y las estrellas iluminaban suavemente el dintel de la puerta, pero más allá se percibía una cálida oscuridad aterciopelada. A varios pasos de la puerta, en el interior, había una figura entre sombras. La luna le iluminaba los pies desnudos y se intuía, difusa, la vaga figura de un hombre.

—Entre, Abner —dijo la voz desde la oscuridad. Joshua hablaba con una voz ronca, apenas audible.

Abner Marsh cruzó el dintel y se adentró en las sombras.

La figura humana se movió y, al instante, la puerta se cerró. Marsh escuchó cómo se echaba la llave. La oscuridad era total, no podía ver nada. Una mano poderosa le asió fuertemente del brazo y le hizo avanzar. Después, fue empujado hacia atrás y por un instante tuvo miedo, hasta que notó la presencia de un sillón junto a él.

En la oscuridad hubo un ruido de movimientos. Marsh miró alrededor, ciego, intentando escrutar el negro.

—Si no he llamado…—se oyó decir a sí mismo.

—No —fue la respuesta de York—. Le oí cuando se acercaba. Además, le estaba esperando, Abner.

—Sí, Joshua dijo que vendría usted —dijo otra voz desde un lugar distinto de la habitación. Era una voz de mujer, suave y amarga. Valerie.

—Usted —dijo Marsh asombrado. No se esperaba aquello. Se sentía confuso, disgustado, inquieto, y la presencia de Valerie lo hacía todo aún más difícil—. ¿Qué está haciendo usted aquí?—preguntó Marsh.

—Yo podría preguntarle eso mismo —respondió la voz suave de la mujer—. Estoy aquí porque Joshua me necesita, capitán Marsh. Para ayudarle, lo cual es mucho más de lo que ha hecho usted, pese a tantas palabras. Usted y los que son como usted, con todas sus sospechas y sus piadosas…

—Ya basta, Valerie —la cortó Joshua—. Abner, no conozco la razón que le ha traído aquí esta noche, pero ya sabía que tarde o temprano iba a venir. Hubiera obrado mejor buscándome un socio más estúpido, un hombre que aceptara órdenes sin hacer preguntas. En cambio, usted es quizás demasiado perspicaz para su propio bien, y para el mío. Sabía que sólo era cuestión de tiempo, que llegaría a descubrir la falsedad de lo que le conté en Natchez. Me he fijado en cómo nos observaba, y las pequeñas pruebas que ha proyectado y realizado —emitió una risa forzada—. ¡Hasta agua bendita!

—¡Cómo!… Entonces, ¿usted lo sabía? —dijo Marsh.

—Sí.

—Maldito camarero.

—No sea demasiado severo con él. Tuvo poco que ver con eso, Abner, aunque me di cuenta de que me estuvo mirando durante todo el tiempo que duró la cena —la risa de York fue forzada, terrible—. No, la propia agua se delató. Pocos días después de la charla que mantuvimos, aparece ante mí un vaso de agua clara: ¿qué iba a pensar? Desde que estamos en el río hemos bebido un agua bastante turbia, con sedimentos. Podría haber plantado un jardín con el fango del río que he ido dejando en el fondo de los vasos —comentó, volviendo a reír seca y nerviosamente—. O incluso llenar mi ataúd.

Abner Marsh hizo como si no hubiera oído la última frase.

—Revuélvalo y bébalo con el agua. Así se hará un auténtico hombre del río —hizo una pausa y prosiguió—: O simplemente un hombre.

—¡Ah! —replicó York—. Así que llegamos a la cuestión.

Durante unos largos instantes no dijo nada más y el camarote pareció sofocante, angustioso por la oscuridad y el silencio. Cuando Joshua habló por fin, lo hizo en un tono seco y glacial.