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“Mire, Abner, su gente puede aprender mucho de la mía pero no el tipo de cosas que el mulato había aprendido, esó no. Me dio mucha lástima, pues era anciano y horrible y desesperado. Sin embargo, también me puso furioso, casi tanto como lo había estado en Budapest a causa de aquella mujer que se bañaba en sangre. En las leyendas de la raza humana mi pueblo ha sido la encarnación misma del mal. El vampiro, se dice, no tiene alma, ni nobleza, ni esperanza de redención. Yo no acepto que eso sea cierto, Abner. Yo he matado incontables veces, he hecho muchas cosas terribles, pero no soy malvado. No he podido escoger mi naturaleza y, sin posibilidad de elegir, no hay bien ni mal. Mi pueblo no ha tenido nunca esa posibilidad de elección. La sed roja nos ha dominado, condenado, robado todo lo que podiamos haber sido. En cambio, la raza humana, Abner, no tienen esa imperiosa necesidad. Ese ser que encontré en los bosques de Nueva Madrid no había sentido nunca la sed roja, y podía haber sido o hecho lo que le viniera en gana. Y había decidido ser lo que era. Naturalmente, uno de mi raza comparte su culpabilidad: el individuo que le mintió, que le prometió algo que nunca podría cumplir. Sin embargo, alcanzo a comprender las razones de que se comportara así, por mucho que me repugnen. Un aliado entre los humanos puede significar una diferencia fundamental para nosotros, pues todos tenemos miedo, Abner, tanto su raza como la mía.

“Lo que no alcanzo a comprender es por qué un humano puede tener tal ansia por pasar la vida en la oscuridad, por qué puede desear la sed roja. Y el mulato la deseaba, y con gran pasión. Me rogaba que no le abandonara como había hecho el otro maestro de sangre. Yo no podía darle lo que quería e, incluso si hubiera podido, no lo habria hecho. Lo que le di fue otra cosa.

—Si —contestó Abner Marsh desde la oscuridad—. Le arrancó la maldita garganta de un bocado, ¿no es eso?

—Ya te lo había dicho —intervino Valerie. Marsh casi se había olvidado de su presencia por lo silenciosa que había perrnanecido—. No entiende nada, óyele.

—En verdad que lo maté —reconoció Joshua—, con mis manos desnudas. Sí, la sangre me corrió por los dedos y cayó goteando al suelo, pero no la tocaron mis labios, Abner. Y después lo enterré intacto.

Otro prolongado silencio llenó el camarote mientras Abner Marsh se mesaba la barba y cavilaba.

—Oportunidad, dijo usted —murmuró por último—. Esta es la diferencia entre el bien y el mal, según ha dicho. Pues ahora me parece que soy yo quien debe tomar una decisión.

—Todos las tomamos, Abner. Cada día.

—Quizá sea cierto —contestó éste—. Sin embargo, eso no me preocupa demasiado. Dijo usted que queria mi ayuda Joshua. Supongamos que se la concedo. ¿Qué diferencia habria entonces entre yo y ese maldito mulato que usted mató, digame?

—Yo nunca le haria a usted algo… algo así —contestó York—. No lo he intentado en ningún momento. Mire, Abner yo viviré muchos siglos después de que usted haya muerto. ¿He probado a tentarle alguna vez con este argumento?

—No, pero me ha tentado con un maldito vapor —replicó Marsh—. Y seguro que me ha contado una buena sarta de mentiras.

—Incluso mis mentiras tenian algo de verdad, Abner. Le dije que buscaba vampiros para poner fin a sus maldades. ¿No se da cuenta de que era cierto? Necesito su ayuda, Abner, pero como socio, y no como el maestro de sangre necesita a su esclavo humano.

Abner Marsh dio vueltas a la idea unos instantes.

—Bien —dijo por último—. Quizá le crea. Quizá deba confiar en usted, pero si me quiere usted como socio, también tendrá que confiar en mí.

—Ya le he dado mi confianza, Abner. ¿No basta con eso?

—No, diablos —replicó Marsh—. Es cierto, me ha contado usted la verdad y ahora está a la espera de una contestación. Pero si ésta no es la que desea, no lograré salir con vida del camarote, ¿no es cierto? Ya se encargará su amiga de que así sea, aunque usted no intervenga.

—Muy perspicaz, capitán Marsh —intervino Valerie desde la oscuridad—. No le deseo ningún mal, capitán, pero Joshua no debe recibir el menor daño.

—¿Entiende ahora lo que decia?—soltó Marsh—. Eso no es confianza. Ya no somos socios en este barco. Las cosas están demasiado desequilibradas. Usted puede matarme en cuanto se le ocurra. Yo tengo que portarme bien o soy hombre muerto. Según lo veo, no soy un socio sino un esclavo. Además, estoy solo. Usted tiene a bordo a todos esos amigos suyos chupasangres para que le ayuden si hay problemas. Dios sabe qué planes tendrá en la cabeza, pero seguro que no me hace participe de ellos. Yo no puedo hablar con nadie, ¿se da cuenta? Diablos, Joshua, quizá deberia matarme ahora mismo. No creo que este sea modo de continuar una sociedad.

Joshua York permaneció en silencio un largo rato. Después dijo:

—Muy bien, le comprendo. ¿Qué quiere que haga para demostrarle mi confianza?

—Por ejemplo —contestó Marsh—, suponiendo que quisiera matarle, ¿cómo deberia hacerlo?

—¡No! —gritó Valerie alarmada. Marsh escuchó sus pasos dirigirse hacia Joshua—. No puedes decírselo. No sabes que está pensando, Joshua. ¿Por qué iba a preguntarlo si no tuviera la intención de…?

—Para equilibrarnos —replicó Joshua en voz baja—. Lo comprendo, Valerie, y es un riesgo que debemos correr.—La muchacha empezó a suplicar de nuevo, pero Joshua la hizo callar y continuó—: Con el fuego. Ahogándonos. Con una pistola dirigida a la cabeza. Nuestros cerebros son vulnerables. Un tiro en la cabeza me mataria, mientras que un disparo en el corazón sólo me dejaría fuera de combate hasta que sanara. En este punto, las leyendas son veraces. Si me corta la cabeza y me clava una estaca en el corazón, moriré —añadió con un ligero tono de burla—. Con uno de los suyos sucederia lo mismo, supongo. El sol también puede ser mortifero, como ya ha visto. El resto, la plata y el ajo, son tonterias.

Abner Marsh soltó el aire estruendosamente, casi sin haberse dado cuenta de que lo había contenido.

—No hace falta que me diga más contestó.

—¿Satisfecho? —preguntó York.

—Casi. Otra cosa.

Una cerilla rascó contra el cuero y, de repente, una trémula llamita se encendió en la mano semicerrada de York. La aplicó a una lámpara de aceite, la llama alcanzó la mecha y una luz amarillenta y mortecina llenó el camarote.

—¿Mejor así, Abner? ¿Más equilibrado? Una sociedad precisa un poco de luz, ¿no cree? Así podemos mirarnos a los ojos. —dijo Joshua, apagando la cerilla, con un movimiento de la mano.

Abner Marsh intentó contener unas lágrimas; después de tanto tiempo a oscuras, aquel minimo de luz parecia terriblemente brillante. En cambio, la sala parecia ahora más grande, una vez desaparecidos el terror y la sofocante proximidad de las tinieblas. Joshua York observaba a Marsh con calma. Tenía la cara cubierta de pedazos de piel seca y muerta. Al sonreir, uno de ellos se desprendió y cayó al suelo. Tenía los labios aún hinchados y parecia tener los ojos negros, pero las quemaduras y ampollas habían desaparecido ya. El cambio era asombroso.