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—Ese rey resulta bastante asustadizo —comentó Julian.

—¡Mátele!—exclamó de pronto Sour Billy—. Vaya a ese maldito barco y mátele, mátelos a todos. No me gusta ese tipo, señor Julian. Esos ojos, parecen los de un criollo, y la forma en que me mira… Como si yo fuera un insecto, un cero a la izquierda. Y eso que iba de su parte, señor. El se cree mejor que usted y los demás, ese capitán y el resto de la tripulación, tienen todos aire de señoritos. Déjeme acabar con el viejo de las verrugas, déjeme desangrarle las venas sobre esos vestidos tan hermosos que lleva. ¡Máteles, señor! ¡Tiene que hacerlo!

La sala quedó en silencio tras el estallido de Sour Billy. Julian siguió observando la noche por la ventana. Los cristales estaban abiertos y las cortinas se movían perezosas al aire de la noche, arrastrando consigo los ruidos de la calle. Julian tenía los ojos semicerrados, sombríos, fijos en las luces distantes.

Cuando volvió al fin la cabeza, sus pupilas reflejaron de nuevo el resplandor de la única vela encendida y la conservaron en lo más hondo roja y parpadeante. Su rostro adoptó una expresión adusta y feroz.

—Lo de la bebida, Billy —instó a éste.

—Se la hace tomar a todos —contestó Sour Billy. Se apoyó de espaldas a la puerta y sacó el cuchillo. Se sentía mejor con él en la mano. Empezó a limpiarse las uñas mientras iba hablando.

—No es sólo sangre, me dijo Cara. Tiene algo más. Apaga la sed, afirmaron todos. Recorrí el barco, hablé con Raymond, Jean y Jorge y un par más. Todos me hablaron de ella. A Jean parece que le encanta, me contó el alivio que representa. Eso fue lo que dijo.

—Jean —dijo Julian con desdén.

—Entonces, es cierto —dijo Cynthia—. El es más grande que la sed.

—Hay más —añadió Sour Billy—. Raymond dice que Valerie está con él.

La aparente tranquilidad de la sala estaba cargada de tensión. Kurt tenía un aspecto huraño. Michelle apartaba los ojos. Cynthia bebía de su copa. Todos sabían que Valerie, la hermosa Valerie, había sido la preferida de Julian, y todos se quedaron mirando atentamente a éste. Julian parecía pensativo.

—¿Valerie? —dijo—. Comprendo.

Sus dedos largos y pálidos juguetearon sobre el brazo del sillón.

Sour Billy se llevó la punta de la navaja a los dientes, complacido. Había previsto que la información sobre Valerie surtiría efecto. Damon Julian tenía sus planes para Valerie, y no le gustaba que nadie trastornara sus proyectos. Se los había contado a Billy, con aire maliciosamente divertido, cuando éste le preguntó en cierta ocasión por qué enviaba lejos a la muchacha.

—Raymond es joven y fuerte y la puede dominar —le había dicho Julian—. Estarán solos, ellos dos sin nadie más, salvo la sed. Qué visión tan romántica, ¿no crees? Dentro de un año, de dos o de cinco, Valerie quedará embarazada. Casi apostaría por ello, Billy.

Tras esto, se había echado a reír con aquella carcajada suya profunda y musical. Sin embargo, ahora no se reía.

—¿Qué haremos, Damon?—preguntó Kurt—. ¿Vamos a ir?

—Naturalmente —contestó Julian—. No podemos rechazar una invitación tan amable, y menos procedente de un rey. ¿Queréis probar ese vino suyo?—los miró a todos, uno por uno, y nadie se atrevió a hablar—. ¡Ah!, ¿dónde está vuestro entusiasmo? Jean nos recomienda esa cosecha, y Valerie también, sin duda. Un vino más dulce que la sangre, y lleno de la esencia de la vida. Pensad en la paz que os proporcionará —sonrió. Nadie dijo nada. Aguardó. Cuando el silencio se hubo prolongado un largo rato, Julian se encogió de hombros y dijo—: Bien, en tal caso, espero que el rey no nos menosprecie si preferimos otras bebidas.

—Ese tipo obliga a beber a todos los demás —dijo Sour Billy—. Tanto si quieren como si no.

—Damon —dijo Cynthia—, tú… ¿te negarás? No puedes. Tenemos que ir a él. Tenemos que hacer lo que nos ordena. Tenemos que hacerlo.

Julian volvió lentamente la cabeza para mirarla.

—¿De verdad lo crees?—le preguntó con una leve sonrisa.

—Sí —susurró Cynthia—. Debemos. Es el maestro de sangre —añadió bajando la mirada.

—Cynthia —dijo Damon Julian—. Mírame.

Lentamente, con infinito recelo, ella alzó de nuevo los ojos hasta que se encontraron con los de Julian.

—No —lloriqueó la mujer—. Por favor, por favor…

Damon Julian no dijo nada. Cynthia mantuvo la mirada. Resbaló de su asiento y cayó arrodillada sobre la alfombra, temblando. Una pulsera de oro y amatistas brilló en su muñeca. Se la quitó y sus labios se abrieron un poco como si quisiera hablar. Después, se llevó la mano al rostro y colocó la muñeca a la altura de los dientes. La sangre empezó a brotar.

Julian aguardó hasta que ella se arrastró sobre la alfombra con el brazo tendido en señal de ofrecimiento. Con gesto grave y elegante, Julian tomó la mano de la mujer entre las suyas y bebió larga y profundamente. Cuando hubo terminado, Cynthia se puso en pie tambaleándose, hizo una genuflexión y volvió a levantarse temblando.

—Maestro de sangre —dijo con la cabeza inclinada en actitud reverente—. Maestro de sangre…

Damon Julian tenía los labios rojos y húmedos, y un pequeño reguero en la comisura de los labios. Sacó un pañuelo del bolsillo, se secó con cuidado la leve línea roja de la barbilla y la sorbió.

—¿Es un barco grande, Billy?—preguntó.

Sour Billy enfundó el cuchillo y se lo llevó a la espalda con gesto natural, sonriendo. La herida de la muñeca de Cynthia y la sangre corriéndole a Julian por la barbilla le ponían nervioso, excitado. Ya les enseñaría Julian a aquellos malditos del barco, pensó.

—Como el mayor que haya visto en mi vida —contestó—, y además muy lujoso. Plata, espejos y mármol y gran cantidad de alfombras y cristaleras de colores. Le gustará, señor Julian.

—Un barco —murmuró Damon Julian—. ¿Cómo es que nunca se me había ocurrido pensar en el río? Las ventajas son evidentes.

—Entonces, ¿vamos a ir?—preguntó Kurt.

—Si —contestó Julian—. Claro que si. El maestro de sangre nos ha convocado. El rey —dijo con una carcajada, echando hacia atrás la cabeza, casi rugiendo—. ¡El rey!—volvió a gritar entre accesos de risa—. ¡El rey!

Uno a uno, los demás empezaron a reír con él.

Julian se levantó de repente, como una navaja con resorte. Su rostro recuperó el aire serio y solemne y las risas se apagaron con la misma rapidez con que habían surgido. Julian contempló la oscuridad al otro lado de la ventana.

—Debemos llevar un regalo —dijo—. No se puede acudir ante la realeza sin un presente.—Se volvió a Sour Billy y continuó—: Mañana bajarás a la calle Moreau, Billy. Deseo que me traigas una cosa. Un regalito para nuestro rey pálido.

CAPITULO DIECISIETE

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
Nueva Orleans, agosto de 1857

Parecía que la mitad de los vapores de Nueva Orleans hubieran decidido zarpar aquella tarde, pensaba Abner Marsh mientras los veía partir desde la cubierta superior del Sueño del Fevre.

La costumbre establecía que los barcos en dirección al norte hicieran su salida del embarcadero hacia las cinco en punto. A las tres, los maquinistas encendían los hornos y empezaban a comprimir vapor. Se introducía en las hambrientas fauces de las calderas resina y pino de tea en pedazos, junto con leña y carbón, y de un barco tras otro empezaba a ascender un humo negro, saliendo de las elevadas y floridas chimeneas en grandes y cálidas columnas, como oscuros penachos de despedida. Seis kilómetros de vapores uno junto a otro a lo largo del ribero podían generar muchísimo humo. Las columnas cargadas de hollín se fundían en una enorme nube negra a unos setenta metros de altura sobre el río, una nube espesa llena de cenizas, de pequeñas brasas aún encendidas que el viento dispersaba. La nube se hinchaba, cada vez más, mientras otros barcos encendían sus motores y aumentaban el humo desprendido, hasta que la nube oscurecía el sol y empezaba a arrastrarse por entre las calles de la ciudad.