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Vio que había sido Joshua quien le había lanzado, y que era Joshua quien estaba ahora más próximo a él. Vio que a su socio le temblaban las manos y tenía los ojos grises llenos de temor.

—Corra, Abner —le dijo—. Salga del barco, corra.

Detrás de él, los demás se habían levantado de la mesa. Vio sus rostros blancos intensos y fijos en él, sus manos pálidas, fuertes y poderosas. Katherine sonreía, le sonreía con la misma expresión que Abner había visto en ella el día en que le sorprendió saliendo del camarote de Joshua. El viejo Simon estaba temblando. Incluso Smith y Brown se acercaban amenazadores hacia él, lentamente, acorralándole. Vio que sus miradas no eran amistosas y que sus labios estaban húmedos. Todos ellos avanzaban ahora hacia él y Damon Julian también salió de detrás de la mesa, casi sin hacer ruido, con la sangre secándosele en el pómulo y la herida cerrándose casi a la vista de Abner. Abner Marsh se miró las manos y vio que había perdido el cuchillo. Retrocedió de espaldas, paso a paso, hasta tropezar con la puerta cubierta de espejos de uno de los camarotes.

—Corra, Abner —repitió Joshua.

Marsh abrió la puerta del camarote y retrocedió a su interior. Entonces vio que Joshua le volvía la espalda y permanecía entre él y los demás, Julian y Katherine y todos los demás, el pueblo de la noche, los vampiros. Y aquello fue lo último que vio antes de dar media vuelta y echar a correr.

CAPITULO DIECIOCHO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
río Mississippi,
agosto de 1857

Cuando, a la mañana siguiente, el sol se alzó sobre Nueva Orleans como un abultado ojo amarillo que volvía carmesí la niebla del río y que prometía un día abrasador, Abner Marsh aguardaba ya junto al embarcadero.

La noche anterior había corrido sin parar, por entre las calles iluminadas con farolas a gas del Vieux Carré, como un loco, tropezando con los transeúntes, tambaleándose y resbalando, corriendo como no lo había hecho en su vida, hasta que al fin advirtió que nadie le perseguía. Entonces, Marsh entró en la primera taberna que vio y se tragó tres whiskys seguidos para detener el temblor de sus manos. Por último, ya próximo el amanecer, empezó a bajar otra vez hacia el Sueño del Fevre. Nunca en toda su vida había sentido tanta furia ni tanta vergüenza. Le habían hecho salir corriendo de su propio barco, le habían puesto una navaja en el cuello y habían asesinado a un niño justo frente a sus narices y en su propia mesa. Nadie podía tratarle así impunemente, pensó. Ni hombres blancos, ni negros, ni pieles rojas, ni tampoco ningún maldito vampiro. Se juró a sí mismo que aquel Damon Julian iba a lamentarlo mucho. Había llegado el día, y los cazadores se convertían en presas.

El muelle latía ya de actividad cuando Marsh llegó hasta él. Otro gran vapor de palas laterales había atracado junto al Sueño del Fevre y estaba descargando. Los vendedores ambulantes ofrecían frutas y helados desde sus carros, y habían hecho su aparición un par de omnibuses de hoteles de lujo. El Sueño del Fevre despedía vapor por las chimeneas, observó Abner entre la sorpresa y la alarma. Un humo oscuro se enroscaba sobre el barco mientras abajo un grupo de estibadores cargaban las últimas mercancías. Apresuró el paso y se acercó a ellos, al tiempo que les gritaba:

—¡Eh, vosotros, un momento!

El mozo más próximo era un negro de fuerte constitución, de cabeza calva y brillante, a quien faltaba una oreja. Al oír el grito de Marsh se volvió, con un Lonei sobre el hombro derecho.

—¿Sí, capitán?

—¿Qué sucede aquí? —inquirió Abner—. ¿A qué viene todo este vapor? Yo no he dado ninguna orden.

—Yo sólo me ocupo de cargar —contestó el otro—. No sé nada más, señor.

Marsh masculló un juramento y siguió adelante. Hairy Mike Dunne apareció balanceándose sobre la cubierta inferior, con la barra de hierro en la mano.

—Mike —le llamó Abner Marsh. Hairy Mike frunció el ceño dándole a su rostro moreno un fiero aspecto de concentración.

—Buenos días, capitán. ¿De verdad ha vendido usted el barco?

—¿Cómo?

—El capitán York nos dijo que le había vendido usted su mitad y que no vendría con nosotros. Anoche volví un par de horas después de la medianoche, con algunos muchachos más, y York nos contó que usted y él se habían discutido, que dos capitanes eran demasiados, y que usted le había vendido su parte. También le dijo a Whitey que diera presión al vapor. Así se hizo, y aquí estamos. ¿Es cierto todo eso, capitán?

Marsh estaba confuso. Los estibadores empezaban a reunirse a su alrededor, curiosos, y por ello cogió del brazo a Hairy Mike y le alejó de la rampa por donde subían las mercancías.

—Mike, no tengo tiempo para historias largas —le dijo tan pronto como los dos estuvieron razonablemente apartados de los demás—, así que no me acose a preguntas, ¿entendido? Limítese a hacer lo que le diga.

Hairy Mike asintió.

—¿Problemas, capitán? —dijo, dando unos golpecitos con la barra de hierro en la palma de su mano grande y carnosa.

—¿Cuánta gente ha regresado a bordo?

—La mayor parte de la tripulación y algunos pasajeros. Sólo quedan unos cuantos por subir.

—No vamos a esperar a nadie más —dijo Marsh—. Cuantos menos seamos a bordo, mejor. Vaya a buscar a Framm o a Albright, me da igual cualquiera de los dos. Llévelo a la cabina del piloto y que nos saque de aquí. Ahora mismo, ¿entendido? Voy a buscar al señor Jeffers. Cuando tenga al piloto, reúnase con nosotros en el despacho del sobrecargo. No le diga nada de esto a nadie.

Entre sus espesas patillas se dibujó una leve sonrisa.

—¿Qué vamos a hacer? ¿A vender este vapor por cuatro perras, quizá?

—No —contestó Abner—. Vamos a matar a un hombre. Y no es a Joshua. ¡Vamos, muévase! Después, venga a la oficina.

Sin embargo, Jonathon Jeffers no estaba en la oficina y Marsh hubo de encaminarse al camarote del sobrecargo y golpear la puerta insistentemente hasta que un Jeffers de aspecto soñoliento abrió la puerta, aún en camisón.

—Capitán Marsh —dijo, conteniendo un bostezo—. El capitán York nos dijo que había vendido su parte. Yo no le encontré mucho sentido a lo que nos contó, pero no estaba usted presente y, por tanto, no supe qué pensar. Pase.

—Dígame qué sucedió aquí anoche —dijo Marsh en cuanto estuvo a cubierto en el camarote del sobrecargo. Jeffers volvió a bostezar.

—Perdone, capitán, pero casi no he dormido.—se acercó a la jofaina situada sobre la cómoda y se mojó la cara. Después, buscó las gafas y volvió adonde se encontraba Marsh, ya con un aspecto más parecido al habitual—. Bien, déjeme hacer memoria un minuto. Estábamos en el St. Charles, donde habíamos quedado. Íbamos a pasar allí toda la noche para que el capitán York y usted pudieran disfrutar de su fiesta privada —enarcó las cejas con aire sardónico—. Estaban conmigo Jack Ely y Karl Framm, y Whitey con algunos de los fogoneros, y… Bueno, estábamos allí un buen grupo. También estaba el aprendiz del señor Framm. El señor Albright cenó con nosotros, pero después subió a acostarse mientras los demás nos quedábamos a beber y charlar. Teníamos habitaciones reservadas pero, no bien nos habíamos metido en la cama, a las dos o las tres de la madrugada, cuando Raymond Ortega y Simon y ese tipo, Sour Billy Tipton, vinieron para llevarnos a toda prisa a bordo del barco. Nos dijeron que York quería vernos a todos inmediatamente. Así lo hicimos y el capitán York nos reunió en el gran salón y nos contó que le había comprado a usted su parte, y que zarparíamos durante la mañana. Envió a algunos de los marineros a recoger a los que todavía quedaban en Nueva Orleans y a informar de las novedades a los pasajeros. Creo que ahora casi toda la tripulación debe estar a bordo. Toda la carga está dispuesta, y por eso había decidido echar un sueñecito. Bueno, capitán, dígame usted ahora, ¿qué es lo que está sucediendo?