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Abner Marsh estaba perdiendo la paciencia.

—No lo han quemado —dijo—. Está en algún rincón del río, y voy a encontrarlo. Además, no trae mala suerte.

—Vamos, capitán, yo era el piloto. Tormentas, nieblas, retrasos, y luego la fiebre. Ese barco estaba maldito. Si fuera usted, me olvidaría de él. No le conviene, es un barco impío —se levantó—. Eso me recuerda que tengo algo que le pertenece.

Tomó dos libros de una estantería y se los tendió a Marsh.

—Son de la biblioteca del Sueño del Fevre —explicó—. Jugué una partida de ajedrez con el capitán York allá en Nueva Orleans y mencioné que me gustaba la poesía, y él me dejó estos libros al día siguiente. Cuando me fui, me los llevé por error.

Abner abrió los libros y los hojeó. Poesía. Un volumen de poemas de Byron y otro de Shelley. Justo lo que necesitaba, pensó. Había perdido el barco, que se había esfumado en el río, y lo único que le quedaba de él era un par de malditos libros de poesía.

—Quédeselos —le dijo a Albright. Este movió la cabeza en señal de negativa.

—No los quiero. No es el tipo de poesía que me gusta, capitán. Son libros inmorales, los dos. No me extraña que a su barco le pasen tantas cosas, con libros así a bordo.

Abner Marsh se metió los libros en el bolsillo y se levantó, enfadado.

—Ya le he escuchado lo suficiente, señor Albright. No quiero oír ese tipo de chismes sobre mi barco. Es tan bueno como el mejor del río y no está maldito. Las maldiciones no existen. El Sueño del Fevre es un auténtico demonio del…

—Eso sí lo es —le interrumpió Albright, que también se puso en pie. Mientras acompañaba a Marsh a la puerta, añadió—: Tengo que salir para hablar sobre un empleo.

Marsh se dejó acompañar. Antes de que hubiera traspasado la puerta, el pulcro y pequeño piloto le dijo una vez más:

—Capitán Marsh, déjelo.

—¿El qué?

—Ese barco. No le conviene. ¿Recuerda usted cómo puedo olfatear las tormentas?

—Sí —reconoció Abner. Albright olfateaba las tormentas mejor que cualquier otra persona que Marsh hubiera conocido.

—A veces, huelo también otras cosas —continuó el piloto—. No se afane en buscar el barco, capitán. Olvídelo. Estaba convencido de que usted había muerto, pero no era así. Debe estar contento. Encontrar el Sueño del Fevre no le va a reportar muchas alegrías, capitán.

—Usted puede decir eso —le respondió Abner, mirándole fijamente—. Usted que llevó su timón y lo condujo río abajo. ¿Puede usted decir eso?

Albright permaneció callado.

—Bien, no quiero escucharle —continuó Marsh—. Ese barco es mío, señor Albright, y algún día voy a pilotarlo personalmente y voy a hacer una carrera con el Eclipse y… y…

Furioso y sofocado, Marsh se descubrió tartamudeando. No pudo continuar.

—El orgullo puede ser un pecado, capitán —dijo Dan Albright—. Hágame caso y déjelo estar.

Tras esto, cerró la puerta de la habitación dejando a Marsh en el pasillo.

Abner Marsh almorzó en el comedor del “Albergue de los Plantadores”, a solas en un rincón. Albright le había dejado perplejo, y se descubrió pensando aquello que le había pasado por la cabeza durante el viaje río arriba a bordo del Princesa. Comió pierna de cordero en salsa de menta, un montón de nabos y judías verdes y tres raciones de tapioca, pero ni siquiera eso le calmó. Mientras apuraba el café, Marsh se preguntó si acaso tendría razón Albright. Allí volvía a estar, en San Luis, igual que estaba antes de conocer a Joshua York en aquel mismo salón. Todavía poseía la compañía de paquebotes, el Eli Reynolds y algo de dinero en el banco. El era un hombre de río arriba; había sido un error terrible bajar a Nueva Orleans. Allá abajo, en tierra de esclavos, en el cálido sur de las fiebres, su sueño se había transformado en pesadilla. Pero ahora todo había terminado, su barco se había desvanecido y, si lo deseaba, podía llegar a pensar que simplemente no había existido nunca un barco llamado Sueño del Fevre, ni unos individuos llamados Joshua York, Damon Julian o Sour Billy Tipton. Joshua había salido de la nada y había vuelto a ella. El Sueño del Fevre no existía todavía en abril, y tampoco parecía existir ahora, por lo que podía ver Marsh. Ningún hombre en su sano juicio se creería además toda aquella historia de chupasangres, asechanzas nocturnas y botellas de extraños licores. Todo había sido un sueño producto de la fiebre, pensó Marsh, pero ahora que la fiebre había desaparecido, quizá pudiera proseguir su vida allí en San Luis.

Marsh pidió un poco más de café. Mientras lo saboreaba, pensó que Julian y los suyos seguirían matando, que proseguirían asesinando gente y chupándole la sangre, sin que nadie les detuviera. “No hay modo de detenerlos”, murmuró para sí. El había hecho todo lo posible, junto con Joshua y Hairy Mike y el desgraciado señor Jeffers, que nunca volvería a enarcar una ceja o mover una pieza de ajedrez. No había conseguido dar con ellos, y de nada serviría acudir a las autoridades con la historia de que un grupo de vampiros le había robado el barco. Al contrario, se tragarían aquel cuento de la fiebre amarilla y pensarían que le había afectado la cabeza. Quizá acabarían incluso por encerrarle en algún manicomio.

Abner Marsh pagó la cuenta y regresó a la oficina de la Compaña de Paquebotes. El muelle estaba repleto y en constante actividad. El cielo era azul y abajo el río aparecía brillante y limpio bajo el resplandor del sol. El aire tenía el sabor de la escena y un aroma a humo y vapor. Escuchó las sirenas de los buques al cruzarse en el río, y la gran campana de un vapor de palas laterales que entraba en el embarcadero. Los primeros oficiales gritaban a los estibadores y éstos cantaban mientras cargaban las mercancías. Abner Marsh se detuvo, miró y escuchó. Aquello era su vida, y lo otro había sido realmente un sueño. Los vampiros llevaban miles de años matando, le había dicho Joshua, así que ¿cómo podía pensar Marsh en cambiar aquello? De todos modos, quizá Julian tenía razón y matar estaba en su propia naturaleza. Y en la naturaleza de Abner Marsh estaba el ser un marinero del río simplemente, y no un luchador. York y Jeffers habían intentado luchar, y habían pagado por ello.

Al entrar en la oficina, Marsh acababa de decidir que Dan Albright tenía toda la razón. Lo mejor que podía hacer era olvidarse del Sueño del Fevre y de todo lo sucedido. Seguiría dirigiendo la compañía y quizá consiguiera hacer un poco de dinero; así, en un par de años, quizá tuviera el suficiente para construir otro barco, uno más grande.

Green estaba trabajando apresuradamente en la oficina.

—Ya he enviado veinte cartas, capitán. Ya están en el barco, como usted ordenó.

—Bien —dijo Marsh, hundiéndose en un sillón. Por poco no se sentó encima de los libros de poemas que llevaba en el bolsillo, y que le habían significado un estorbo durante toda la jornada. Los sacó, los hojeó por encima, leyendo apenas algunos títulos, y los dejó a un lado. Eran poemas muy buenos. Marsh suspiró.

—Guárdeme esos libros, señor Green. Quiero echarles un vistazo.

—Muy bien, capitán —asintió el empleado.

Se acercó a Marsh y se llevó los libros. Entonces vio algo más y lo cogió.

—¡Ah! —dijo Green—, casi se me olvida —le tendió a Marsh un gran paquete envuelto en papel marrón y atado con una cuerda—. Un hombrecillo lo trajo hace unas tres semanas y dijo que usted había quedado en pasar a recogerlo, pero que no lo había hecho. Le dije que todavía estaba usted fuera con el Sueño del Fevre y le pagué. Espero no haber cometido un error.