Cuando se hizo de día, Abner Marsh se puso su tabardo blanco de capitán con la doble hilera de botones de plata. Le caía admirablemente. Cenó muy bien en el “Albergue de los Plantadores”, pues las provisiones del Eli Reynolds no eran demasiado buenas y el cocinero apenas serviría para limpiarle las sartenes a Toby, y se encaminó después hacia el muelle.
El barco estaba ya aumentando la presión del vapor, según vio Abner satisfecho. Sin embargo, el Eli Reynolds seguía sin parecer gran cosa. Era un barco para la parte superior del río, de estructura pequeña y estrecha y casco bajo para poder superar las corrientes poco profundas y rápidas donde desarrollaba su trabajo. Medía menos de la cuarta parte que el desaparecido Sueño del Fevre, y era la mitad de ancho. A plena carga, podía transportar quizá unas 150 toneladas, frente a las casi mil del otro. El Reynolds tenía sólo dos cubiertas, le faltaba la tercera y la tripulación ocupaba los camarotes de la parte delantera de la cubierta de calderas. De todos modos, rara vez llevaba pasajeros. Una sola gran caldera a alta presión movía su rueda de palas, situada a popa, y no tenía ningún tipo de adornos. Ahora iba casi vacío de carga, de modo que Marsh podía ver la caldera, situada en una posición muy adelantada. Hileras de columnas de madera lisas y blanqueadas soportaban la cubierta superior como si fueran raquíticos pilares, y las columnas que sostenían el techo raído de la zona de paseo eran cuadradas y simples, lisas como los maderos que forman las vallas. La cámara del timonel de popa era una gran caja cuadrada de madera. La timonera de popa era, ante todo, una visión penosa, con su pintura roja descolorida y llena de rascaduras debido a sus muchos años. Por todas partes, la pintura se desprendía en escamas. La cabina del piloto era un maldito cobertizo de madera y cristal colocado en lo alto del barco, y las achaparradas chimeneas eran de hierro negro sin adornos. El Eli Reynolds demostraba su edad. Allí, mecido por las aguas, parecía terriblemente pesado y un poco inclinado, como si estuviera a punto de zozobrar y hundirse.
No tenía ni punto de comparación con el enorme y poderoso Sueño del Fevre. Sin embargo, ahora era lo único que poseía, reflexionó Marsh, y tendría que servirle. Se encaminó hacia el barco y subió a bordo por una pasarela muy desgastada por el paso de incontables botas. Cat Grove se reunió con él en castillo de proa.
—Todo a punto, capitán.
—Dígale al piloto que zarpamos —respondió Marsh. Grove gritó la orden y el Eli Reynolds hizo sonar la sirena. Marsh pensó que el toque era débil y lastimero, y desesperadamente valiente. Subió la empinada y estrecha escalerilla hasta el salón principal, que era sombrío y estrecho, con una longitud de apenas trece metros. La moqueta aparecía pelada en varios puntos y los paisajes pintados en las puertas de los camarotes hacía mucho que se habían descolorido. Todo el interior del vapor tenía un olor a comida rancia y a vino agrio y a aceite, humo y sudor. También hacía un desagradable calor y la única claraboya, sin adorno alguno, estaba demasiado sucia para dejar pasar mucha luz. Yoerger y el piloto libre de servicio estaban tomando una taza de café solo alrededor de una mesa redonda cuando entró Marsh.
—¿Está a bordo la grasa? —preguntó Marsh. Yoerger asintió.
—Veo que no hay mucha más gente a bordo —comentó Marsh. Yoerger puso cara de malhumor.
—Consideré que lo preferiría así, capitán. Con más peso, iríamos más lentos y tendríamos que hacer más paradas.
Abner Marsh consideró las palabras de Yoerger y asintió con gesto de aprobación.
—Bien —dijo—. Me parece razonable. ¿Han subido mi otro bulto?
—Está en su camarote —respondió Yoerger.
Marsh se despidió y se retiró al camarote. El camastro crujió debajo suyo cuando se sentó en una esquina. Abrió el paquete y sacó el fusil y la munición. Examinó con cuidado el arma, sopesándola en la mano y mirando el cañón. Le gustó el tacto. Quizá un disparo de una pistola o un rifle normales no podía nada contra la gente de la noche, pero aquello era otra cosa, un encargo hecho especialmente para él por el mejor maestro armero de San Luis. Era un fusil para búfalos, con un cañón corto, ancho y octogonal, diseñado para ser disparado desde el caballo y detener en seco a un búfalo en plena carga. Los cincuenta proyectiles que lo acompañaban eran los mayores que el armero había confeccionado nunca. “Diablos”, se había quejado el hombre, “esas balas harán pedazos su pieza de caza. No le quedará nada que comer”. Abner Marsh se había limitado a asentir. El fusil no servía gran cosa para hacer puntería, sobre todo en manos de Marsh, pero no lo necesitaba para eso. De cerca, un disparo podía borrar la sonrisa del rostro de Damon Julian, y arrancarle con ella toda la cabeza de los hombros. Marsh lo cargó con precaución y lo colocó sobre un estante, encima de la cama, donde pudiera sentarse y asirlo con facilidad. Sólo entonces se dejó caer de espaldas en el lecho.
Y así empezó. Día tras día, despejados o cubiertos, el Eli Reynolds navegó río abajo cruzando lluvias y nieblas, deteniéndose en cada población, en cada muelle para vapores y en cada puesto de leña para hacer un par de preguntas. Abner Marsh se sentaba en la cubierta superior, en una silla de madera junto a la cascada campana del barco, y observaba el río hora tras hora. A veces, incluso comía allí arriba. Cuando se retiraba a descansar, tomaban su lugar el capitán Yoerger o Cat Grove o el sobrecargo, y la vigilancia era continua. Si se acercaba alguna balsa, alguna barcaza u otro vapor, Marsh les gritaba:
—¡Ah, del barco! ¿Han visto un vapor llamado Sueño del Fevre?
Sin embargo, cuando le contestaban, la respuesta era siempre la misma:
—No, capitán. De veras que no.
La gente de los muelles y los puestos de leña tampoco les aclaraban nada, y el río estaba lleno de vapores, de día y de noche, grandes y pequeños, río arriba o río abajo, o semihundidos, embarrancados junto a las orillas. Sin embargo, ninguno de ellos era el Sueño del Fevre.
El Eli Reynolds era un barco pequeño y lento en un río enorme, y avanzaba a una velocidad que haría avergonzarse a cualquier marinero. Además, sus paradas y sus interrogatorios lo retrasaban todavía más. Sin embargo, pese a todo, las ciudades se sucedían, los puestos de leña quedaban atrás, los bosques, las casas y los demás barcos pasaban junto a ellos en una sucesión de días y noches. Las islas y bancos de arena eran superados, los pilotos sorteaban con habilidad los tocones y los árboles flotantes, y proseguían hacia el sur, siempre hacia el sur. Alcanzaron y dejaron atrás Sainte Genevieve, Cape Girardeau y Crosno. Se detuvieron brevemente en Hickman, y un poco más en Nueva Madrid. Caruthersville estaba perdida en la niebla, pero la encontraron. Osceola estaba tranquila, y Memphis animada. Helena. Rosedale. Arkansas City. Napoleon. Greenville. Lake Providence.
Cuando el Eli Reynolds entró humeante en Vicksburg una tempestuosa mañana de octubre, dos hombres esperaban su llegada en el muelle.
Abner envió a tierra a la mayor parte de la tripulación. El, el capitán Yoerger y Cat Grove se reunieron con los visitantes en el salón principal del vapor. Uno de los hombres era un tipo grande y de aspecto rudo, con enormes bigotes pelirrojos y la cabeza más pelada que un huevo de paloma. El otro era un negro esbelto y bien vestido, de ojos oscuros y penetrantes. Marsh les ofreció asiento y les sirvió café.
—¿Y bien?—preguntó—. ¿Dónde está?
El calvo sopló un poco en el café.
—No lo sabemos —dijo al fin.