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—Les pago para que encuentren mi barco —dijo Marsh.

—No ha habido manera, capitán Marsh —intervino el negro—. Hank y yo hemos investigado bien, puedo asegurárselo.

—Pero eso no quiere decir que no hayamos descubierto nada —continuó el calvo—. Sólo que todavía no hemos localizado el barco.

—Muy bien —dijo Marsh—. Cuénteme qué han descubierto.

El negro extrajo una hoja de papel de un bolsillo de la chaqueta y la desdobló.

—La mayor parte de la tripulación y casi todos los pasajeros de su barco se apearon en Bayou Sara, después de esa alarma de fiebre amarilla. A la mañana siguiente, su Sueño del Fevre había zarpado. Se dirigía río arriba, según dijeron todos. Encontramos algunos negros, cuidadores de puestos de leña, que aseguraron que había cargado leña en ellos. Quizá nos mintieron, pero no veo por qué iban a hacerlo. Así pues, sabemos en qué dirección desapareció su barco. Hemos encontrado bastantes tipos que juran haberlo visto pasar, o al menos que creen haberlo visto.

—…Pero el barco no llegó nunca a Natchez —prosiguió su colega—. Eso es… unas ocho o diez horas río arriba.

—Menos —replicó Abner Marsh—. El Sueño del Fevre era un barco rapidísimo.

—Rápido o no, se perdió en algún lugar entre Bayou Sara y Natchez.

—El río Rojo desemboca en el Mississippi en esa zona —musitó Abner.

El negro asintió.

—Sin embargo, su barco no ha estado en Shreveport ni en Alexandria, y en ninguno de los puestos de leña que visitamos recordaban a ningún Sueño del Fevre.

—¡Maldita sea! —masculló Marsh.

—Quizá se hundió, después de todo —apuntó Cat Grove.

—Tenemos algo más —prosiguió el detective calvo, al tiempo que tomaba un sorbo de café—. Su barco no fue visto nunca en Natchez, como ya he dicho, pero algunos de los tipos que anda usted buscando sí estuvieron allí.

—Prosiga —dijo Marsh.

—Pasamos mucho tiempo en Silver Street, haciendo preguntas. Allí conocían a un tipo llamado Raymond Ortega, uno de la lista que usted nos dio. Se presentó allí una noche, a primeros de septiembre, visitó a uno de los ricachos de lo alto de la colina, y muchas visitas más en la ciudad bajo la colina. Con él iban cuatro hombres más, uno de los cuales coincide con la descripción de ese Sour Billy Tipton. Estuvieron en Natchez casi una semana e hicieron algunas cosas interesantes. Contrataron a un montón de gente, blancos y negros indistintamente. Ya sabe usted el tipo de gente que se puede contratar en Nachez-bajo-la-colina.

Abner Marsh lo sabía muy bien. Sour Billy había ahuyentado a la tripulación de Marsh y la había sustituido por una banda de rebanacuellos como él.

—¿Marineros? —preguntó.

El calvo asintió.

—Hay algo más —añadió—. Ese Tipton visitó la Bifurcación del Camino.

—Es un gran mercado de esclavos —explicó el negro.

—… Y compró una partida de esclavos, pagando con oro —prosiguió el calvo, al tiempo que se sacaba del bolsillo una pieza de oro de veinte dólares y la depositaba sobre la mesa—. Como ésta. Después, en Natchez, compró algunas cosas más y pagó de la misma manera.

—¿Qué cosas? —preguntó Abner.

—Objetos para esclavos —dijo el negro—. Esposas, cadenas, martillos.

—Y también pintura —añadió el otro.

De repente, la verdad se abrió paso en la cabeza de Abner Marsh como una lluvia de fuegos de artificio.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¡Pintura! ¡Naturalmente que nadie había visto mi barco! ¡Maldita sea! Son más listos de lo que me había figurado, yo soy un estúpido por no haberlo pensado antes.

Dio un golpe sobre la mesa con su enorme puño e hizo saltar las tazas de café.

—Eso es precisamente lo que pensamos —dijo el calvo—. Lo han pintado y le deben haber cambiado el nombre.

—Un poco de pintura no basta para cambiar un vapor famoso —protestó Yoerger.

—Es cierto —dijo Marsh—, pero el Sueño del Fevre todavía no era muy famoso. Diablos, sólo hicimos un único viaje río abajo y ni siquiera volvimos a subir. ¿Cuántos tipos sabrían reconocerlo? ¿Cuántos habrán oído siquiera hablar de él? Casi cada día se bota un barco nuevo. Se le pone otro nombre, se le cambia un poco los colores aquí y allá, y ya está: Un barco nuevo.

—Pero su barco era grande —contestó Yoerger—, y rápido, dijo usted.

—Hay montones de barcos grandes en el maldito río —replicó Marsh—. Sí, posiblemente es más grande que casi todos, a excepción del Eclipse, pero ¿cuántos tipos podrían decirlo simplemente con verlo, sin otro barco al lado para comparar? Y en cuanto a velocidad, diablos, es bastante sencillo marcar unos promedios mediocres, y ahorrarse así combustible.

Marsh estaba furioso. Aquello debía ser precisamente lo que hacían, estaba seguro. Llevaban el barco lentamente, muy por debajo de sus posibilidades, y así no llamaba la atención. Aquello le parecía casi una obscenidad.

—El problema es —continuó el calvo— que no hay modo de saber qué nombre le han puesto, así que encontrarlo no va a ser nada fácil. Podemos abordar cada barco que pase por el río y buscar a esa gente de que nos habló, capitán, pero…—se encogió de hombros.

—No —dijo Abner Marsh—. Encontrarlo será más fácil que eso. No hay pintura suficiente para cambiar el Sueño del Fevre hasta el punto de que yo no lo reconozca cuando lo vea. Hemos llegado hasta aquí y vamos a seguir adelante, hasta la mismísima Nueva Orleans —se mesó la barba—. Señor Grove —continuó, dirigiéndose al primer oficial—, búsqueme a sus pilotos. Son hombres de la parte baja del río, así que deben conocer muy bien los vapores de ahí abajo. Pídales que le echen un vistazo a esos montones de periódicos que he estado guardando y comprueben si hay algún barco que no conozcan.

—Ahora mismo, capitán —dijo Grove.

Abner Marsh se volvió de nuevo hacia los detectives.

—Bien, caballeros, creo que no les necesitaré más. Sin embargo, si por casualidad se toparan con el barco, ya saben cómo localizarme. Veré que reciban ustedes un buen pago —añadió, levantándose—. Y ahora, si quieren venir conmigo a la oficina del sobrecargo, les pagaré lo que les debo.

Pasaron el resto de la jornada atracados en Vicksburg. Marsh acababa de cenar —un plato de pollo frito, lamentablemente poco hecho, y algunas patatas recalentadas— cuando Cat Grove se sentó en una silla junto a él con una hoja y de papel en la mano.

—Les ha llevado casi todo el día, capitán, pero lo han hecho. Sin embargo, hay demasiados barcos nuevos, aproximadamente unos treinta. Yo mismo he estado revolviendo periódicos, comprobando los anuncios para ver qué decían de su envergadura, de sus propietarios, toda esa clase de datos. Algunos de los nombres me sonaban, y he conseguido tachar muchos vapores de palas en popa y otros de pequeño tamaño.

—¿Cuántos quedan?

—Sólo cuatro —dijo Grove—. Cuatro grandes vapores de palas laterales de los que nadie ha oído hablar.

Le tendió la lista a Abner. Los cuatro nombres venían escritos con cuidadas letras mayúsculas, uno debajo del otro.

B. SCHROEDER
QUEEN CITY
OZYMANDIAS
S. F. HECKINGER

Marsh permaneció un buen rato estudiando los nombres con expresión reconcentrada. Alguno de aquellos nombres tenía que significar algo para él, estaba seguro, pero no conseguía discernir cuál o por qué.

—¿Tiene algún sentido, capitán?

—No es el B. Schroeder —dijo Abner de repente—. Lo estaban construyendo en Nueva Albany en la misma época en que poníamos a punto el Sueño del Fevre.