Abner Marsh seguía en la cabina del piloto del Eli Reynolds cuando el Sueño del Fevre realizó el brusco desvío. Golpeó furioso con el bastón en el suelo y soltó una maldición, pero en lo más hondo no estaba seguro de si se sentía disgustado o aliviado. Le hubiera roto el corazón ver estrellarse su querido barco contra el maldito escollo oculto bajo el agua. Sin embargo, ahora el Sueño del Fevre seguía aún tras ellos y, si alcanzaba al Eli Reynolds, no había ninguna duda de que Damon Julian le arrancaría el corazón. Parecía una situación irremediablemente mala. Marsh siguió inmóvil y ceñudo mientras el piloto del Eli Reynolds giraba el timón y empezaba a desviarse él también. El Sueño del Fevre, corriendo tras ellos en la oscuridad, constituía una visión pavorosa. Marsh lo había diseñado para correr más que el Eclipse, para ser el barco más rápido de todos cuantos surcaban el río a vapor, y ahora se veía obligado a superarlo con uno de los vapores más viejos y lastimosos del Mississippi.
—No hay nada a hacer —dijo en voz alta, dirigiéndose al piloto—. Esto es una carrera, procure que no nos alcance.
El hombre le miró como si estuviera loco, y probablemente lo estaba.
Abner Marsh se encaminó a la cubierta principal para ver qué se podía hacer. Cat Grove y el jefe de máquinas, Doc Turney, ya se habían puesto al frente. La cubierta estaba llena de calor. El horno rugía y crepitaba, y las llamaradas se alzaban en su interior, y a veces hasta fuera de él, cada vez que los fogoneros le introducían leña fresca. Grove tenía allí a todos los hombres disponibles, sudorosos, que se dedicaban a alimentar aquel buche rojo anaranjado con trozos de leña de haya y piñas secas, que bañaban en sebo antes de introducirlos en el horno. Grove llevaba un balde con whisky y un gran cucharón de cobre y se acercaba a los hombres, uno tras otro, para que pudieran echar un trago con sólo una brevísima pausa. El sudor le resbalaba por el pecho desnudo formando un reguero constante y, al igual que los fogoneros, su rostro estaba enrojecido por el terrible calor. Era casi incomprensible cómo podían soportarlo, pero el horno era alimentado continuamente.
Doc Turney estaba comprobando los manómetros de presión de la caldera. Marsh se le acercó y los observó también. La presión era cada vez más alta. El jefe de máquinas le miró.
—No lo he puesto a esta presión en los cuatro años que llevo en el barco —le gritó Turney. Había que gritar para hacerse oír por encima del chisporrotear y crujir del horno, del silbido del vapor y del martilleo del motor. Marsh adelantó una mano, tanteando, y la retiró rápidamente. La caldera estaba tan caliente que no se podía tocar.
—¿Qué hacemos con la válvula de seguridad, capitán? —preguntó Turney.
—Cerrarla —gritó Marsh—. Necesitamos todo el vapor.
Turney frunció el ceño e hizo lo que le ordenaba. Marsh observó el manómetro: la aguja subía constantemente. El vapor prácticamente chirriaba en los tubos, pero producía el efecto deseado. El motor temblaba y crujía como si fuera a estallar en pedazos y la rueda de palas giraba, más rápido de lo que lo había hecho en años, whapwhapwhapwhap, batiendo con las palas de tal modo que el agua que levantaba formaba una cortina tras el barco, y todo el casco vibraba, lanzado hacia adelante como no lo había sido desde que se botara.
El segundo maquinista y los fogoneros se movían alrededor de los motores, aplicando aceite y engrasando las juntas para mantener uniforme el empuje que proporcionaba el vapor. Parecían pequeños monos negros cubiertos de alquitrán, y se movían también con la agilidad de un mono. Tenía que ser así, pues no era fácil engrasar las partes móviles mientras estaban en acción, sobre todo a la velocidad que proporcionaba el viejo y destartalado motor del Reynolds.
—¡Más rápido!—rugía Grove—. ¡Más rápido con ese sebo!
Un enorme fogonero pelirrojo se apartó tambaleando de la boca del horno, mareado por el calor. Cayó de rodillas, pero otro hombre tomó su lugar de inmediato y Grove se acercó al caído y le echó por la cabeza un cucharón de whisky. El hombre alzó la vista, mojado y medio cegado, y abrió la boca. El primer oficial le introdujo un poco de whisky en ella. Un momento después, el fogonero volvía a estar en pie, impregnando de sebo las piñas.
El maquinista hizo una mueca y abrió las válvulas de seguridad, enviando un chorro de vapor increíblemente caliente hacia el aire nocturno, con un estridente silbido, y reduciendo un poco la presión de la caldera. A continuación, empezó a aumentar otra vez la presión. En algunos de los tubos la soldadura empezaba a fundirse, pero los hombres seguían preparados para taponar de inmediato cualquier hendidura que se produjera. Marsh estaba empapado en sudor, por el calor húmedo del vapor y por la seca oleada emitida con furia por el horno. A su alrededor todo eran hombres corriendo, gritando, pasándose leña y sebo, alimentando el horno, atendiendo la caldera y los motores. Los émbolos y la rueda hacían un ruido terrible, las llamas del horno los bañaban a todos de una luz roja siempre cambiante. Aquello era un infierno sofocante, lleno de ruido y actividad, temblando, tosiendo y sacudiéndose como un hombre a punto de morir. Sin embargo, el barco avanzaba a pesar de todo, y allá abajo en la sala de calderas no había nada que Abner Marsh pudiera hacer para que avanzara aún más rápido.
Regresó agradecido al castillo de proa, alejándose del terrible calor, con la chaqueta, la camisa y los pantalones mojados como si acabara de salir de las aguas del río. El viento soplaba a su alrededor y Marsh sintió durante un momento un frío que le pareció maravilloso. Delante suyo divisó una isla que dividía el río, y más allá vio una luz sobre la ribera occidental. Se acercaban a ella a buena velocidad.
—Demonios —dijo Marsh—, debemos estar haciendo veinte mudos ¡Qué diablos, a lo mejor hasta treinta.
Lo dijo en voz alta, como si el trueno de su voz pudiera hacer verdad sus palabras. El Eli Reynolds no iba más allá de los ocho nudos en sus buenos tiempos, aunque esta vez la corriente estaba a su favor.
Marsh subió a toda prisa la escalerilla, cruzó el salón principal y llegó a la cubierta superior para echar una mirada atrás. Las chimeneas, cortas y achaparradas, lanzaban chispas y lenguas de fuego en todas direcciones y, mientras las observaba, volvieron a surgir nubes de vapor de las válvulas de seguridad, que Doc Turney abría sólo lo suficiente para evitar que la maldita caldera estallara y los enviara a todos al infierno. La cubierta temblaba bajo sus pies como la piel de una criatura viviente. La rueda de popa giraba a tal velocidad que levantaba una verdadera pared de agua, como una cascada al revés.
Y detrás venía el Sueño del Fevre, a media luz, levantando casi hasta la luna el humo y las llamas que surgían de sus dos altas y oscuras chimeneas. Parecía veinte metros más próximo que cuando Marsh había bajado a la sala de calderas.
El capitán Yoerger llegó hasta su lado.
—No podemos superarlos —dijo con su tono de voz gris y preocupado.
—¡Necesitamos más vapor, más calor!
—Las palas no pueden ir más rápido, capitán Marsh. Si Doc no suelta vapor en el momento preciso, la caldera reventará y nos matará a todos. El motor ya tiene siete años y va a caerse en pedazos en cualquier momento. También nos estamos quedando sin sebo. Cuando se agote, sólo podremos meter en el horno la leña que quede. Piense que el barco ya es muy viejo, capitán. Lo está haciendo bailar como si fuera su noche de bodas, pero ya no resistirá mucho más.
—¡Maldita sea! —musitó Marsh. Dirigió la mirada hacia atrás, más allá de la rueda de popa. El Sueño del Fevre se acercaba más y más. Marsh miró hacia adelante. Iban derechos a la isla. El río y el canal principal daban la vuelta hacia el este. El canal occidental era un atajo, pero no muy importante. Incluso a aquella distancia, Marsh podía ver cómo se estrechaba y cómo los árboles se inclinaban extendiendo sus siluetas negras y retorcidas. Regresó a la cabina del piloto y entró.