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—Tome el atajo —le dijo al piloto.

El hombre le miró, medio sorprendido. En el río, era el piloto quien decidía sobre aquellos temas. El capitán quizá hacia alguna observación casual, pero nunca daba órdenes.

—No, señor —respondió el piloto, con menos furia de la que hubiera demostrado un hombre más experimentado—. Mire las riberas, capitán. El río no baja crecido. Conozco ese atajo y sé que es impracticable en esta época del año. Si nos metemos por ahí, tendremos que quedarnos en el barco hasta las crecidas de la primavera.

—Quizá —dijo Marsh—, pero si nosotros pasamos, no habrá modo de que el Sueño del Fevre nos alcance. En un barco más grande y tendrá que dar la vuelta. Entonces lo perderemos. De momento, es más importante dejarlo atrás que cualquier banco de arena u obstáculo contra el que nos estrellemos, ¿me oye?

—No tiene que enseñarme cómo navegar por este río, capitán —respondió el piloto, malhumorado—. Yo tengo una reputación que mantener. Nunca he embarrancado hasta ahora, y no quiero empezar esta noche. Seguiremos en el canal principal.

Abner Marsh notó que la sangre le subía al rostro. Volvió la vista atrás. El Sueño del Fevre estaba quizá a trescientos metros, y acercándose rápidamente.

—¡Estúpido! —dijo—. Esta es la carrera más importante que se ha celebrado nunca en el río, y yo tengo por piloto a un estúpido. Ya nos habrían atrapado si el señor Framm estuviera al timón, o si tuvieran un primer oficial que supiera cómo llevarlo. Probablemente le están metiendo leña de baja calidad —alzó el bastón hacia el Sueño del Fevre y continuó—. Pero fíjese: Por despacio que vaya, nos alcanzará muy pronto a menos que nosotros sepamos maniobrar mejor. ¿Me ha oído? ¡Tome ese maldito atajo de una vez!

—Haré un informe a la asociación de pilotos —respondió el piloto fríamente.

—Y yo puedo echarle a usted por la borda —replicó Marsh, al tiempo que avanzaba hacia él en actitud amenazadora.

—Mandemos una yola, capitán —susurró el piloto—. Echaremos una sonda y veremos qué profundidad hay.

Abner Marsh resopló, irritado.

—Apártese de una maldita vez —masculló, echando a un lado al piloto de un golpe. El hombre trastabilló y cayó. Marsh asió la rueda del timón y la hizo girar a estribor, y el Eli Reynolds movió la proa, en rápida respuesta. El piloto soltó una maldición y empezó a insultarle. Marsh no le hizo caso y se concentró en la maniobra hasta que el vapor hubo pasado el extremo de la isla, elevado y fangoso, rozando casi la tortuosa ribera occidental. Dirigió una mirada hacia atrás justo el tiempo suficiente para ver el Sueño del Fevre —apenas a unos doscientos metros ahora—, que aminoraba la marcha y se detenía, para empezar a retroceder furiosamente. Cuando volvió a mirar, un instante después, su perseguidor empezaba a tomar el paso oriental de la isla. Después, ya no hubo tiempo para ver nada más, pues el Eli Reynolds topó contra algo duro, un gran tronco a juzgar por el ruido. El impacto hizo que Marsh entrechocara los dientes con tanta fuerza que casi se mordió la lengua, y tuvo que agarrarse con fuerza a la rueda del timón para mantenerse en pie. El piloto, que acababa de levantarse del suelo, volvió a caer y gruñó. La velocidad del barco hizo que éste se aupara limpiamente sobre el obstáculo y Marsh lo divisó durante un instante. Era un enorme árbol, negro y medio sumergido. Siguió un terrible estrépito, un ensordecedor retumbar y chirriar, y el barco empezó a temblar como si algún gigante loco lo hubiera asido con las manos y lo estuviera sacudiendo. Después hubo un tremendo choque y el sonido terrible de la madera haciéndose astillas cuando la rueda de palas de popa topó con el tronco.

—¡Maldición! —masculló el piloto, poniéndose de nuevo en pie—. ¡Deme el timón!

—Con gusto —replicó Abner Marsh, quitándose de en medio. El Eli Reynolds había dejado atrás el tronco muerto y avanzaba sin control por el estrecho atajo, temblando al rozar, uno tras otro, con los múltiples bancos de arena. Cada golpe le quitaba velocidad y el piloto redujo la marcha todavía más, haciendo sonar las sirenas de la sala de máquinas como un loco.

—¡Motores a cero! —gritó—. ¡Detención completa de la rueda!

Las palas dieron aún un par de vueltas lentamente, y se detuvieron con un gemido, y dos altos penachos de blanco vapor escaparon con un silbido de las válvulas de seguridad. El Eli Reynolds perdió la dirección y empezó a bambolearse un poco, mientras la rueda del timón giraba libremente bajo la mano del piloto.

—Hemos perdido el timón —dijo éste, mientras el vapor rozaba otro banco de arena.

Esta vez quedó varado.

Abner Marsh, ahora sí, se mordió la lengua y fue a golpearse contra la rueda del timón. Abajo se oían gritos, apreció Marsh mientras se retiraba hacia atrás con la boca llena de sangre. Le dolía terriblemente, pero por fortuna no le había saltado ningún pedazo.

—¡Maldita sea! —repitió el piloto—. Mire cómo estamos.

El Eli Reynolds no sólo había perdido el timón, sino también la mitad de la rueda de palas. Esta seguía aún unida al barco, pero colgaba destrozada, con la mitad de las palas de madera perdidas o hechas astillas. El barco liberó vapor una vez más, emitió un gruñido y se quedó detenido en el fango, un poco escorado a estribor.

—Ya le advertí que no podríamos pasar por el atajo —gritó el piloto—. Se lo advertí. En esta época del año no hay más que arena y obstáculos. Esto no ha sido cosa mía, y no permitiré que nadie lo diga.

—Cierre la boca, estúpido —contestó Abner Marsh. Estaba mirando a popa, donde el mismo río era apenas visible entre los árboles. El río parecía vacío. Quizá el Sueño del Fevre había pasado de largo. Quizá.

—¿Cuánto tardará en doblar ese recodo?—le preguntó al piloto.

—Maldición, ¿a quién diablos le importa eso? No vamos a ir a ninguna parte hasta la primavera. Va usted a necesitar un timón y una rueda de palas nuevos, y una buena crecida que saque el barco de este banco.

—El recodo —insistió Marsh—. ¿Cuánto tiempo tardará en doblarlo el Sueño del Fevre?

El piloto balbuceó un instante.

—Treinta minutos, quizá veinte con la velocidad que llevaba. Pero ¿qué importa eso? Ya le he dicho que…

Abner Marsh abrió la puerta de la cabina del piloto y llamó con un rugido al capitán Yoerger. Hubo de rugir tres veces, y pasaron más de cinco minutos antes de que Yoerger hiciera su aparición.

—Lo siento, capitán —dijo el anciano—, estaba en la cubierta principal. Tommy el Irlandés y Big Johanssen han sufrido graves quemaduras.

Al observar los restos de la rueda de palas se detuvo.

—Pobre barco mío —murmuró en tono triste.

—¿Ha reventado alguna tubería? —preguntó Marsh.

—Muchas —confirmó Yoerger, apartando la mirada de la rueda rota—. El vapor inundó todos los rincones. Hubiera sido peor si Doc no llega a abrir las válvulas de seguridad y las mantiene en posición abierta. Ese golpe del principio lo rompió todo.

Marsh flaqueó. Aquél era el golpe definitivo. Ahora, aunque consiguieran liberarse del banco de arena, improvisar un nuevo timón y, de alguna manera, retroceder con sólo media rueda de palas hasta la boca del atajo apartando el maldito tronco para pasarlo —nada de lo cual resultaría sencillo— también tendrían que enfrentarse a las tuberías reventadas y quién sabía si también a daños de importancia en la caldera. Maldijo largo y tendido.